Ancianidad

Ed. Traç Dep.Legal B-31092-86
©José Luis Catalán Bitrián






Resulta difícil tener una idea exacta de lo que sería una vejez "natural" sin tener en cuenta la pertenencia del individuo a una cultura determinada.

Los seres humanos atendemos a nuestras necesidades a través de la cooperación y división social del trabajo: unos cultivan la tierra, otros fabrican vestidos y otros distintos herramientas. Durante milenios la organización colectiva ha ido evolucionando hasta llegar a un grado de perfeccionamiento tal que hasta los mismos individuos que la forman desconocen hoy su funcionamiento pormenorizado. Vemos una parte del sistema pero hay muchos rincones que se nos escapan. No hemos alcanzado un grado de cohesión total, de forma que muchas personas están desarraigadas de la comunidad, y en cierto modo el alto sentido de individuos que tenemos cada uno se consigue al precio de olvidarnos de los lazos que nos unen a todos y que nos hacen depender los unos de los otros. Hemos dejado atrás tiempos muy distintos, como aquellos en que en Atenas era una "impiedad" no interesante por los asuntos públicos de una ciudad que se dirigía por la asamblea de ciudadanos, o bien aquellas civilizaciones cerradas en los que cualquier miembro sabía como funcionaba la totalidad de la tribu.

En el pasado la suerte de los ancianos dependía de las penurias del pueblo y de las costumbre que se instauraban. Algunas tribus antiguas del Japón, los ainu, maltrataban a los viejos como también los padres a sus hijos: las bocas parásitas en una situación de frío y pobreza acuciante explicaba en parte ese comportamiento. En cambio, otras culturas igualmente precarias tendían lazos afectuosos entre padres e hijos y cuidaban de los viejos. Unas veces se ha valorado la experiencia de la edad, otras, en las que la sociedad vivía al día, se ha visto al anciano como un fardo insoportable. En todas estas situaciones, como puede observarse, "vejez" no ha significado lo mismo.

Hay que partir entonces de una idea de anciano que una la semántica con la cultura: la persona que encaja en una categoría colectiva de edad, como ocurre igualmente con ser niño, adolescente o adulto. Nos podríamos preguntar Qué es ser adulto? En muchas sociedades es el sujeto que pasa por un rito de iniciación, una especie de bautismo. Imaginemos una tribu de cazadores: a los catorce años el muchacho sabe manejar el arco, aporta alimentos y puede casarse, es en todo un adulto de esa sociedad. También ocurre lo mismo con las muchachas de su edad, consideradas con plena capacidad de ser adultas de la tribu. El desarrollo físico es esta cultura es rápido, así como su involución. A los cincuenta años son ya muy viejos.

Entre nosotros existen criterios para diferenciar las edades como categorías sociales o "clases de edad", así como para cada una de esas clases de edad hay a su vez divisiones internas que influyen en la biología de los individuos del mismo grupo, de forma que no es lo mismo un anciano que fue minero que otro que fue maestro.

En casi todas partes ser anciano quiere decir una desgracia, como estar en la flor de la edad una fortuna. No nos engañemos, la vejez es para muchos una pérdida, un deterioro, y no un progreso del que podamos enorgullecernos.

El ideal del hombre es el adulto con una serie de habilidades intelectuales y capacidades físicas. Por eso, en el ejemplo de la tribu de cazadores el muchacho de catorce años es adulto, porque alcanza el ideal de persona que ellos tienen. Antes se estaba formando, después declina: no afina la puntería, no trae alimentos, ya no es útil. Para nosotros, la mayoría de edad es entre los 18 y 21 años, punto en el que la persona está preparada para contribuir activamente a la sociedad. En comparación con el pueblo primitivo hemos alargado la infancia con una adolescencia de medias tintas, en la que el muchacho aprende un oficio mucho más enrebesado que tirar flechas y por la que todavía no es apto para desenvolverse en los laberintos de una cultura mucho más compleja.

El adulto contribuye con su actividad a la supervivencia de la sociedad. Antiguamente, con este criterio, la vejez comenzada con el límite de las fuerzas. Así, en algunas tribus trashumantes cuando un miembro no tenía fuerzas para seguir era un viejo, y lo abandonaban a su suerte. Un cazador que desfallecía, un chamán que olvidaba sus conjuros, una mujer que no podía atender a sus deberes, personas que claramente llegaban a un final de lo que se pedía de ellas como parte de la comunidad, dependían para sobrevivir, a partir de entonces, de la benevolencia, afecto y otro tipo de aprecios, como el de la experiencia, memoria de tradiciones o consejo, por los que podían ser todavía útiles..

Con el progreso tecnológico ha aumentado el poder de la producción, que a su vez ha mejorado la calidad de vida de la población. Un resultado es que se necesita trabajar menos para atender las necesidades de la comunidad. Ha disminuido el horario y los años en activo, y aún vemos por el fenómeno del paro que es necesario reducir aún más el tiempo de trabajo, si es que se desea que haya pleno empleo.

La jubilación representa por lo tanto un resultado del poder de las máquinas. El trabajador no llega al límite de sus posibilidades, sino que se le retira a "descansar" antes. Con ello desaparece el criterio de vejez que existió durante muchos siglos. No se entiende ya que jubilación sea lo mismo que vejez, aunque puedan coincidir. Recuérdese al respecto, la distinción tajante que se hace en nuestras instituciones entre residencias de ancianos y clubs de jubilados.

Porqué el jubilado no es un viejo, ni siquiera un "viejo lozano"?

Se dirá que conserva el primero sus capacidades intelectuales y físicas en un estado que le permite una considerable autonomía que el verdadero viejo no posee. Damos por supuesto que la vejez tiene tal deterioro que cambia la idea de persona autónoma y autosuficiente que tenemos. Veámoslo más despacio.

(1) La involución es lo contrario de evolución en lo que toca a la solvencia social.

El ser humano, como todo lo que está vivo en la naturaleza, permanece en constante lucha contra la inercia que le conduce a sucumbir: si no se alimenta, si no se abriga, si no aprende a adaptarse al medio, perece. Una parte de la lucha del organismo vivo consiste en ponerse en disposición de llevar a cabo la tarea de sobrevivir: es lo que hace un niño apoyado por su familia. Una vez adquiridos los elementos necesarios para desenvolverse en el mundo, que en gran medida es el artificial de nuestra cultura, cumple con un ideal, con un patrón preconcebido de lo que es el hombre en todo el explendor de su poder: sus habilidades intelectuales y su control técnico del cuerpo acumulados durante milenios. Hay tal ansia de que se alcance ese ideal que la sociedad trata al niño como el "hombre que será mañana", dedicándose a imbuirle lentamente la sabiduría necesaria y las habilidades que se le exigirán. Notemos de paso que esta es la explicación de porqué, en el transcurso de la historia, la idea de hombre y mujer adultos aumente en calidad y el niño tenga que ascender mucho más tiempo de su vida a una cima que se ha elevado. Hace tan sólo una generación, la educación escolar era un privilegio de pocos, y en cambio hay en día se vuelve imprescindible que todos los niños se preparen para un futuro altamente tecnificado.

Las metas que se traza la comunidad son cada vez más difíciles y es tal el dominio que se requiere para responder a su reto que pronto nos encontramos con que la naturaleza de nuestro cuerpo y nuestro espíritu no están a la altura. Ya que hay una natural limitación de las distintas capacidades: la agudeza auditiva es máxima hacia los 10 años, y más adelante disminuye, la vista se cansa, nuestros músculos y órganos pierden su fortaleza después de su máximo, hacia los 20 años. Realmente una persona a los 40 años ha perdido gran parte de su potencia física y de su elasticidad para adaptarse a situaciones nuevas. Pero en cambio, su experiencia de las situaciones transcurridas a lo largo de su vida y la inteligencia suplen con facilidad la frescura que ya no tiene. Su poder le viene más de la razón y de la experiencia que de una fácil conclusión de unas facultades exuberantes. La habilidad de responder a las exigencias modernas de la sociedad por la sabiduría y la experiencia compensa el ocaso de aquellas fórmulas de adaptación espontáneas e imaginativas de la juventud. A los 40 años, por lo tanto, ha habido cambios ( de la sensorialidad, memoria, tejidos y órganos) pero se conserva el poder que el ideal social exige: un descenso se equilibra con el ascenso de la reflexión y del hábito de forma que el resultado es una estabilización del ideal que se prolonga. Sartre, en su novela La edad de la Razón describe a su protagonista Mateo, como un hombre maduro que se siente viejo porque ahora ve las cosas a distancia, no se conmueve fácilmente y calcula lo que tiene que gastar cada día para llegar a fin de mes.

El verdadero descenso comienza cuando empiezan a fracasar los contrapesos de la razón con los que se defendía la persona hace tiempo en decadencia orgánica. Aumenta la fatiga física e intelectual, comienza a fallar la memoria inmediata y la capacidad de improvisar, se pierden automatismos y aumentan los trastornos. Entonces la persona se da cuenta, o se lo hacen ver, que no está a la altura del prototipo de adulto. Se desmorona su orgullo de estar en la cima de la vida, presentándosele por el contrario el abismo de la muerte, que primero es social y después de cada uno de sus poderes, hasta la muerte física inevitable. Mientras vive sigue siendo persona, pero ahí está lo doloroso, persona de segunda clase para los demás e incluso para sí mismo.

(2) La vejez como compromiso entre la potencia física y la potencia intelectual.

Cuando hablamos de deterioros, pérdidas, degradaciones, descensos, deficiencias, indirectamente aceptamos que antes existen finalidades respecto a las cuales observamos estos "fracasos".

En toda empresa, y la de responder a la madurez de una época de alta tecnología es de mucha envergadura, hay en juego una finalidad que compromete al individuo en su obtención con todo su saber, y con el cuerpo del que el saber no se puede desligar.

Potencia física y potencia intelectual se juntan en proporción variable para conseguir los proyectos de vida deseados. Cuando el trabajo corporal es la materia básica por encima del trabajo intelectual para llevar adelante el rol social desempeña, la fatiga física, que se da antes que el deterioro intelectual, precipita la vejez, de modo que bajo el punto de vista estadístico la vejez varía mucho según el tipo de profesiones ejercidas. Estrechamente relacionado a la profesión está el status social y la calidad de vida. La alimentación, la higiene general, el agotamiento, la angustia, la riqueza de los intereses, todo ello tiene una influencia fundamental en el modelamiento del cuerpo y de las capacidades intelectuales u ejercicio equilibrado de ambas cosas prolonga la salud y atempera el deterioro, si es que no logra detenerlo en medida considerable.

Antes de la aparición de la rama médica de la geriatría se entendía que las enfermedades de la vejez eran la vejez misma, como si no fuese posible que un viejo conservase la lucidez intelectual y una capacidad corporal relativa. La gerontología toma en cuenta además los factores de deterioro que hemos mencionado, y parte de la creencia de que el anciano será muy diferente según se organice la vida social de los hombres. Sin embargo es una ciencia incipiente que pocos cultivan, aunque todo parece indicar que en un futuro próximo los problemas de su campo de estudio serán enormes.

Se impone por lo tanto una idea de equilibrio en la vida que ya los griegos, inventores del "humanismo", en la época de Pericles sostenían: ni desmesura (ellos la llamaban hybris) en el cuerpo, para lo que todos cultivaban el gimnasio y procuraban no realizar excesos de trabajo, alimentación ni glorificación de los placeres; ni desmesura del espíritu que se olvida del cuerpo. Este programa significaría hoy el elevamiento de la gran masa de la población hacia una cultura física, dietética , higiénica y hacia intereses espirituales de los que sólo disfrutan una minoría. Para todo ello se oponen fuertes resistencias en el sistema económico y en una mentalidad estrechamente materialista.

Como se ve, es cambiando las finalidades de los ideales del adulto como obtendríamos los tipos de viejos más lúcidos y lozanos.

Las cualidades y defectos, en general, tienen mucho que ver con saber por un lado trazar los mejores modelos de vida, y por otro como se valoran las finalidades. Muy bien puede ocurrir que los viejos tengan muchos defectos y deficiencias porque socialmente no hemos logrado implantar una adecuada ordenación. La muerte es biológica, que duda cabe, como también los resultados de nuestra sociedad en el organismo del individuo. Simplemente venimos a decir que la cultura no es inmutable y por consiguiente los resultados negativos de ella que se transforman nos proporcionan un tipo de vejez sin tantos deterioros como los que hoy observamos. Por el contrario, si tomamos lo que vemos hoy por la "vejez natural" no pretendemos cambiar las cosas, dando este trabajo por absurdo.

(3) Ni las deficiencias frecuentes ni las irremediables eliminan totalmente un grado de solvencia.

El paso del tiempo es sinónimo de cambio constante. Ya hemos dicho que mientras este cambio está dirigido a alcanzar una finalidad ideal lo llamamos ascenso, y cuando el sujeto se aleja del ideal, porque se agotan los medios de permanecer en él una vez alcanzado, lo llamamos declinación, descenso. La pérdida de posiciones conlleva la del status social, la marginación, la soledad, la penuria. El sufrimientos que todo ello comporta hace que la vejez sea vista como horrible, al punto de que muchos jóvenes piensan que nunca llegarán a viejos, se suicidarán antes o se imaginan idealmente una ancianidad feliz en la que su fuerza juvenil se eternizará. Se ve al viejo con horror, lleno de defectos, fealdad y locura. Ser viejo para muchos es peor que la misma muerte, o por lo menos tan temido como ella. Esta, es en conjunto la reacción social frente a las deficiencias de la vejez. Que el sujeto pierda en parte su memoria, disminuyan sus sentidos, se arrugue su piel, tenga los achaques que el deterioro de su cuerpo produce, y sobre todo, el que el anciano ya no pueda suplir todo ello de forma que sea un igual, todo esto hace que se agudicen las diferencias.

Un niño es muy diferente a nosotros, presenta incapacidades, pero a pesar de ello se le quiere y se le ayuda, porque promete devolver a la sociedad el esfuerzo que se invierte en él. El anciano es promesa de muerte y horror, lo que hace la sociedad es angustiarse frente a eso que será en el porvenir. Rechazando al anciano se rechaza a sí misma en el futuro, por una ceguera defensiva similar a la del avestruz, que esconde su cabeza en un agujero cuando ve un peligro, creyendo que al no verlo desaparecerá. De la misma forma se comporta la sociedad con la tercera edad: se desolidariza del viejo, contemplándolo como una carga para la economía y como exigiendo un esfuerzo en atención y ayuda cuyo precio no se quiere pagar. Con qué pretexto? En el fondo hay uno fundamental: por sus deficiencias, algunas de ellas irreversibles, se aparta del ideal adulto y se supone que ya no es persona, y de esa forma de des-responsabiliza la sociedad de atender a la dignidad personal que le quita. Se viene a mistificar al anciano extendiendo sus carencias hasta el extremo de robarle toda solvencia: para gozar, para tener relaciones humanas cálidas, para ejercer la sexualidad, para poseer en suma una vida interior con sus conflictos y una situación difícil que vive con toda la fuerza de la emoción. De aquí nace por consiguiente el mito sobre la ataraxia de la vejez, esto es, el anciano no tendría necesidades, ni peticiones consistentes, ni merecimiento para un trato solidario; se convierte en una existencia vacía de sentido por dentro y con la apariencia externa de una caricatura de lo humano.

Convirtiéndolo en engendro el anciano se vuelve una maldición para la sociedad, que trata de exorcizarla por los procedimientos de un mínimo gasto.

(4) La vejez es inseparable de los otros aunque se reniegue de ello.

Las relaciones entre el individuo y el todo de la sociedad, hacen que sean posibles tanto el uno como el otro. No puede haber singularidad sin "gente" de la que distinguirse. Para existir hemos necesitado previamente de una familia y de una sociedad, y a su vez esta sociedad se basa en la existencia de individuos que existen uno a uno.

Hecha esta consideración se entenderá que digamos que, comprender lo que es un viejo, es también referirnos a un joven que ese viejo no es. Nos distinguimos unos de otros, pero necesitamos a los demás para definir lo que somos. Yo estoy vivo, lo que quiere decir que un campesino cultiva el trigo que como en forma de pan, o tengo un sueldo que es como es, dependiendo de cómo lo reparto en solidaridad con el que no lo tiene. En un extremo, si los individuos quisieran todo lo que hacen para sí no habría nada para otros, la sociedad no sería posible, y la especie humana se extinguiría.

En la medida en que sobre-vivimos quiere decir que existe una cierta solidaridad que permite la existencia de todos. Pero cuenta también la calidad de esa vida, y así mismo la posibilidad de una desproporción entre la abundancia de unos y la miseria de otros. Si predicamos la ley del más fuerte pagaremos las consecuencias de esa ley que sostenemos cuando seamos débiles. Vista a vuelo de pájaro la vida de un ser humano se parece a la de la cigarra corta de miras: devora todo en verano y pasa penurias en el invierno. Más grave aún es que este error de estrategia no se da a nivel de un individuo aislado, si no lo que es peor, a nivel de toda la colectividad. En el compromiso de las necesidades a corto plazo y en las de largo plazo, está el secreto del equilibrio de las desigualdades. Todavía somos una civilización hedonista, guiada por placeres inmediatos y que nos cuesta pensar en términos de serenidad en proyectos de largo alcance: nos impacientamos y nos quejamos de los esfuerzos y sacrificios inmediatos cuya recompensa se pierde en la lejanía de los años.

En el mundo de fábulas hay un conflicto moral entre ser cigarra o ser hormiga. en el mundo real lo podríamos dibujar en un campo de tres fuerzas distintas:

a) afirmar lo que somos por no ser como los otros (somos jóvenes porque no somos viejos, viejos porque no somos jóvenes).

b) afirmar lo que somos por lo que queremos ser (somos jóvenes que quieren triunfar a toda costa, viejos que queremos ser atendidos).

c) afirmar lo que somos por lo que seremos (somos hombres que están en la época de la juventud y que luego serán viejos, viejos que viven bajo la amenaza de una muerte próxima). Esta dimensión es la más difícil de tener en cuenta. De ahí que el joven prefiera "olvidarse" del viejo que será o el viejo renuncie a un interés por la vida que la muerte eliminará pronto o bien que no viva por acordarse demasiado de que morirá.

(5) La normalidad jurídica, económica, afectiva y médica.

Lo normal y lo anormal son pautas, normas culturales que la sociedad fabrica para aceptar y premiar lo uno o rechazar y combatir lo otro. Es difícil que encontremos que un individuo sea normal en todo o absolutamente anormal, ya que no se trataría desde luego de un ser humano con normas que a veces cumple y otras no cumple.

Bajo el punto de vista jurídico el anciano es normal: es responsable ante la ley, puede como tal realizar actos jurídicos, como hacer testamento, votar o pleitear, y está sometido por lo demás al mismo respeto a las leyes como no robar o no matar. Esto no quita para que se cometan atropellos cuando su comportamiento no es convencional: puede ocurrir que un anciano quiera dejar su herencia a una persona a la que quiere y sus hijos califiquen este hecho de castigo y liberalidad, alegando que estaba "loco", o bien se impide un matrimonio del anciano con una joven alegando que "chochea". De todas formas son casos de violencia, hasta de burla de una ley que teóricamente el menos ampara al anciano.

El régimen de prestaciones a la vejez tiene sus propias normas económicas, que a su vez tratan de justificarse por un lado en las necesidades del país (los economistas se quejan del peso de las clases pasivas para el avance económico, viniéndose a pedir que se sacrifiquen para que se beneficien del progreso de la economía gracias a lo que se hace con la inversión de lo que se les niega) y por otro lado se especula con las necesidades de la vejez que se suponen son pocas: el viejo como frugalmente, no sale, no se compra ropa y no valora sino el estar tranquilo sin preocuparse de nada.

En lo que respecta al mundo afectivo, al anciano se le somete a un mundo reducido, suponiéndole una angélica falta de necesidades y predicándole un ascetismo. Se ve como "fuera de tono" la expresión de violencia, malhumor, celos, amor y sexualidad, que en los adultos se consideran normales. La norma que el anciano debe respetar es la de quedarse a solas con sus afectos, en todo caso tener nostalgia sin abusar ni agotar la paciencia de los demás y en ningún caso apasionarse por un presente: se le aconseja como a un moribundo que no se altere. Esta especie de presión para evaporar los honores del anciano está lejos de responder a la viveza de los conflictos que le inflaman, aunque acostumbrado al silencio que se le impone, acaban por tener muchos la única salida de la angustia y la depresión, a otros signos de un "mal carácter", por el que se le acusará en todo caso.

La vejez es una época de cambios por lo que el sujeto pierde poderes que tenía, eso es cierto, pero a menudo se cae en el error de pensar que es una etapa de la vida completamente desligada de la historia anterior. El anciano no pierde todas sus capacidades, es más, tiende a conservar hábitos antiguos con mayor facilidad que adquiere otros nuevos. Su propia historia le define como persona digna, lo que en parte propicia desinteresarse de un presente que parece escatimarle el reconocimiento. Conserva gran parte de su edificio de valores, y con ello sus virtudes y defectos, aunque también algunos ancianos abandonan convencionalismos mantenidos toda la vida. En ocasiones le resulta difícil realizar cambios de personalidad adecuados a su nueva situación y prefiere emplear antiguos modelos, que no encajan bien, a molestarse en retocarlos.

En el terreno médico, el técnico es el autor principal que marca la pauta entre normalidad y enfermedad. En este apartado se ha ganado la partida de no considerar la vejez como una enfermedad, como en el pasado se había extendido la opinión. Al distinguir entre salud y enfermedad se propicia una política de aumentar la salud, bien por la vía de una higiene preventiva, bien por la investigación sintomática.

(6) El cuerpo y el saber.

Por el cuerpo somos limitados y por la imaginación todopoderosos. Surge de inmediato la idea de cómo aprovecharnos del saber para paliar los desfallecimientos de los órganos. Desde luego, no hay magia posible: el soporte mismo de la mente es otro órgano más, sujeto a decadencia. Pero las relaciones entre el cerebro y las demás partes del cuerpo son lo suficientemente distantes como para permitir un margen de aprovechamiento. Así ocurre con los hábitos y la reflexión; cuando, por ejemplo, resulta complicado aprender a cocinar a un anciano varón porque se puede despistar con facilidad, a una anciana acostumbrada a las tareas de la casa le sale solo, simplemente ha de poner el "automático": No necesita recordar cosa por cosa, sino que le surge el conjunto completo de operaciones. Es como si haciendo las cosas a ciegas salieran mejor que pensándolas. También ciertas fallas pueden suplirse mediante la reflexión: si le cuesta realizar algo puede deducir un camino para hacer aquello que no puede hacer a la primera. Cuando los recursos intelectuales disminuyen el anciano está impotente y no tiene más remedio que depender de los demás. Tanto la gimnasia física como la mental ayudan a paliar tales situaciones límite. De nuestro saber, no sólo técnico, sino el que hace referencia a conseguir un equilibrio afectivo, depende la salud. De ahí la importancia que tiene para el anciano poseer relaciones cálidas e intereses que le integran en el mundo. No es una contradicción si añadimos lo opuesto: la mala salud influye también perturbando nuestras capacidades intelectuales y por consiguiente el equilibrio afectivo. La política que conviene es la de luchar por un equilibrio que nos ahorre en lo posible la enfermedad que en la vejez precipita rápidos deterioros globales.

(7) La muerte, la agonía y el tiempo.

Sabemos de la muerte por la de los otros, pero la nuestra la adivinamos en un futuro más o menos próximo. En la medida en que vemos que se consuma, agonizamos.

Pero el trance agónico no se da exclusivamente de golpe, en el final, donde verdaderamente acaba y es más intenso que nunca. También hay preludios de muerte cuando algunos elementos importantes de nuestra vida terminan.

Así, nuestra vida social tiene un lugar en el conjunto de cosas vivas, como los órganos de nuestro cuerpo. Cuando notamos que se anula esta vida social, afectiva, de intereses que tenemos o algunas facultades orgánicas, es como si un pedazo de vida muera, aunque aún queden otros aspectos sanos.

Por esta razón, algunos despedazamientos, muertes de cosas importantes precipitan también la muerte que tan cercanamente anunciaban. Vemos que algunos ancianos inician su agonía tras la muerte de su cónyuge o un rechazo de los hijos o un aislamiento desesperado.

Aunque lo peor no sucediese, la vitalidad del anciano queda gravemente dañada. Quienes los contemplan, o incluso ellos mismos, se aterrorizan pensando: "son cadáveres ambulantes".

En general, podemos decir que los seres humanos no entendemos por vida una vida vegetal, ni siquiera de mamífero, sino que tenemos una alta idea de los contenidos que ha de tener para que sea digna de ser vivida. De lo contrario se instaurará en nosotros un terror de perder vida.
 

La marginación de la tercera edad

" Los ancianos que no tenían mujeres eran nombrados viudos o sin compañeras (kuan); la mujer de edad que no tenía marido era llamada viuda o sin compañero (kua); los jóvenes privados de su padre y madre eran llamados huérfanos, sin apoyo (ku). Estas cuatro clases formaban la población más miserable del imperio y no tenían nadie que se ocupara de ellas. (MENCIO, "Mengtse" IV libro 10-5).

El ser humano está en continua transformación, una veces creciendo de manera fulgurante, como en la primera infancia, otras para conseguir los objetivos de estabilidad, como en el adulto, o para luchar contra alguna disminución inexorable, como en la vejez.

Estas transformaciones, con sus sentidos y ritmos diferentes, y que refieren antes que nada a la psicofisiología humana, son elaborados por cada cultura social.

Sabemos que los datos de la historia, que la vejez se ha revestido muchas veces en el pasado con una aureola de prestigio, eligiéndose a los consejeros y líderes del pueblo entre los mayores, a los que se les suponía una sabiduría superior. Incluso en nuestra sociedad hay algunas versiones honorables de la vejez, como en las elecciones de Decanos de algunas instituciones.

En lo que respecta a otras edades de la vida, también encontramos diferentes lecturas sociales. En unas civilizaciones se trata, por ejemplo, a los niños con mucha dureza y en otras, con pródiga permisividad. En ocasiones se considera que la adultez viene tras un rito de iniciación, que entre los Arunta de Nueva Australia central se da a los 10 años<$FB. Bettelheim, "Heridas simbólicas", Barcelona, Ed. Barral.>, por poner un caso extremo, mientras que nosotros consideramos que los jóvenes de 18 años apenas merecen ser tratados como adultos.

Cada cultura en la que nos situemos posee su propia idea acerca de cómo es y debe ser la historia biológica y social de un hombre, con sus deberes, derechos y expectativas. Se dictamina qué se debe o no se debe hacer en cada edad. Así, en niño "debe" comenzar a leer en determinada edad, y jubilarse el adulto en otra.

No sólo hay diferencias de una cultura a otra, sino que dentro de la misma cultura hay variaciones. Entre nosotros, por ejemplo, hay niños que aprendieron los rudimentos de la lecto-escritura en el Jardín de Infancia, y otros que comienzan más tarde de lo habitual, o que incluso no empiezan en absoluto, debido a problemas socio-económicos.

La cultura actual consiste en una mezcla de costumbres modernas y pasadas de moda. Las generaciones mayores vivieron en su juventud unos usos diferentes de los vigentes ahora, y les toca coexistir con las generaciones modernas.

Por lo tanto, en una cultura existen variaciones internas, múltiples versiones, pudiéndose hacer distintos juicios del hecho mismo de tener determinada edad cronológica. Nosotros vamos a tratar de ordenar tales variaciones según dos líneas sobre las que giran las ideas sociales sobre la vejez, los criterios históricos y los criterios ideológicos.

A) Criterios históricos

1.A Generalizaciones:

Cuando un sujeto humano llega a viejo, otra generación distinta a la suya ha aparecido, y en ese lapso de tiempo cambia la sociedad en casi todas las vertientes: económicas, tecnológicas, morales, estéticas. Es decir, por el mero hecho de ser anciano, han aparecido una serie de diferencias en las costumbres con la generación que sigue.

Lo que el anciano aprendió en su época se encuentra ahora con que en el nuevo mundo que ha ido surgiendo no sirve demasiado, porque los intereses, las perspectivas de cada cual, las novedades técnicas, las modas, el cambio de mentalidad, etc. son otros, y le resulta difícil intentar adquirir, o incluso comprender.

En la vejez muchas personas se sienten fantasmas, testigos distantes de un mundo que no entienden, porque no cambiaron a la medida que transcurría el tiempo. Hay otros que se fueron amoldando al progreso social, incluso han contribuido activamente a él, y estuvieron en el corazón mismo de la vida social; éstos no se sienten "en otro mundo", sino simplemente envejecidos físicamente.

El nivel cultural influye en estas posturas encontradas. La cultura nos aproxima a lo que sucede a nuestro alrededor y la incultura nos aísla del mundo, reduciéndonos a un círculo frágil y limitado. Es por esta razón que la "honorabilidad" del anciano, el respeto y admiración, suelen darse preferiblemente sobre aquellos que toda su vida tuvieron intereses sociales y culturales, como sucede por ejemplo, en aquellos que tuvieron la ocasión de desarrollar profesiones liberales.

2.A Individuales:

Cada individuo tiene tras de sí su propia historia al modo de una marca de origen, y algo que le va limitando en cierta forma a ser lo que ha sido.

Nacemos en determinada época, en tal lugar, con una familia, amigos, ambiente, vicisitudes concretas. El bagaje de todo ello pesa sobre el anciano al igual que se dice que las emociones sentidas en la vida moldean el rostro estampando con líneas indelebles los rasgos de los acontecimientos sufridos.

En la vejez, como en cualquier otro instante de la vida, hay una actividad pensante de síntesis y resumen de la visión de cómo han ido las cosas hasta ahora. Por lo tanto el anciano de las últimas interpretaciones a su historia. Contemplándola como una "película" está con la incertidumbre de si acabará bien o mal. Mediante la visión de su propia vida toma una postura, es decir, se sentirá frustrado, engañado, o bien satisfecho. Se relacionará con sus limitaciones e imaginación o bien con desesperanza y amargura.

De que mantenga intereses que le liguen y le integren al ambiente social, o que se desinterese herido y despechado, de un mundo que le abandona, depende en general cómo la sociedad, de vuelta, le corresponde.

La acritud, el reproche, la depresión, suscitan el rechazo de los demás. Si el viejo se hace valer se le comienza a respetar, más todavía se afirma como colectivo. Si mantiene vivo el arte de atraer el afecto de los demás, conseguirá ser mejor tratado.

El anciano suele sentirse sin recursos para conseguir amigos o conquistar una buena aceptación familiar. Está a menudo desarmado por culpa de una pobre vida anterior: una vida estrecha de miras, en la que el único canal de relación con los demás era la profesión o la familia; el llegar la hora de la independencia de los hijos, la muerte del cónyuge, etc. hace que el anciano se encuentre con que los triunfos de sus cartas no eran suficientes para tener éxito hasta el fin en su partida con la vida.

B) Criterios ideológicos

Los criterios mencionados anteriormente hacían referencia a la responsabilidad del viejo con su propia vida. Ahora veremos que también la sociedad presiona sobre el anciano.

Se le influye con una serie de ideas de su rol, a las que se pide que se ajuste. Esta presión se puede contemplar bien como las voces públicas que le aconsejan, ordenan o persuaden, o bien como la obediente aceptación de los que opinan a su alrededor, esto es, una interiorización o aprendizaje de los conceptos sociales sobre la vejez.

En primer lugar se le obliga a abandonar el trabajo, unas veces debiendo aceptar su incapacidad de seguir en él, otras convenciéndole de que merece un descanso que no ha pedido.

Ciertamente puede existir una verdadera limitación para desempeñar determinado trabajo (aunque quizás no para otro distinto) pero lo más probable es que se trate de una necesidad de organización social del trabajo. Es sabido que la sociedad tiende a limitar el trabajo porque es cada vez menos necesario, y así se comienza a trabajar más tarde, se acaba antes, se trabaja menos horas.

Lo más normal es que estos tres factores mencionados estén mezclados en cada caso, y el hecho que más cuente sea el de que jubilarse es someterse a una norma social que la sociedad se ha dictado, en nombre de sus propias necesidades de organización.

Bajo este punto de vista, es natural que se instrumenten recursos de solidaridad con las clases pasivas a las que se les pide tal pasividad en nombre del progreso común de la comunidad. Así, sucede con el anciano algo parecido que con el joven al que la sociedad forma. Pero si bien el adolescente tiene a cambio las ventajas de una formación, cierta protección y sobre todo una cultura del ocio (música, deportes, espectáculos, etc.) destinada para él, en el caso del viejo no existe una alternativa similar, y todavía está en ciernes una cultura del ocio para la tercera edad.

Este desequilibrio, podríamos añadir, desventaja del viejo, que siendo humano depende de un sistema de solidaridad social que le escatima su generosidad, necesita ser corregido para que las reglas del juego de la comunidad sean aceptables para todos. Si no es así, estaremos predicando una inmoralidad que acabaremos pagando igualmente todos.

La marginación de la tercera edad proviene, por lo dicho hasta ahora, del egoísmo social por un lado, porque no da alternativas suficientes al anciano al que se recorta la renta, y por otro lado a las vicisitudes generacionales y biográficas, que le dificultan una adecuada integración a la sociedad.

Se habla de marginación cuando un sujeto está fuera del juego de la mayoría (o él mismo se aleja por su propio pie). El hombre, siempre definido por los ideales de una sociedad, se vuelve sub-hombre, hombre de segunda categoría: lisiado, horroroso, repudiado, lo más parecido a un monstruo al que hay que alejar de la vista porque repugna.

La mirada entre iguales que sostiene, aunque se trate de enemigos que se miran, pero un sub-hombre marginal hace daño a la vista y se retira del campo de visión pública (encerrándolo, alejándolo, acomplejándolo, aislándolo)<$FFoucault, "Histoire du folie".>.

Este podría ser el tema de una película de terror: una especie de hombre que tiene la apariencia de serlo pero al que le faltan los requisitos esenciales, y por tanto que se liquida como enemigo si no se aviene a un distante sometimiento.

El problema es que hay demasiadas personas en la sociedad que entran injustamente en esta categoría de "apariencia-de-hombre-que-repugna". Así, negros, gitanos, lisiados, viejos, homosexuales, etc. solo pueden considerarse sub-hombres deformando su humanidad, esto es, negando lo que tienen de humano.

De un negro se dice que no tiene inteligencia, cuando en verdad la tiene; de un lisiado que no puede tener relaciones con los demás, cuando es cuestión de ser aceptado y considerado; de un homosexual que no está sano o en su sano juicio, cuando sus preferencias sexuales no alteran para nada su cordura ni su utilidad social.

Qué se dice del viejo? Qué es lo que no tiene de humano, al punto de que hay que retirarlo de la circulación?. Aquí se delata el prejuicio social que margina al viejo: el mito de que es anciano no tiene memoria, no razona, no se puede hablar con él, es infantil, no tiene necesidades sexuales ni afectivas, y se contenta con cualquier cosa, como estar sentado horas y horas en un banco mirando pasar a la gente embobado.

Está claro que un viejo dibujado así, no tiene cabida en esta sociedad: se le adelanta el rechazo con el falso pudor de que se le alimenta caritativamente, sin darle suficiente oportunidad de ser hombre con todos los derechos humanos, con la dignidad del resto de la sociedad.

Hay muchos ancianos que siguen el juego a los prejuicios y ellos mismos se sienten detritus, basura humana, y desesperan de cualquier trato humano por parte de los normales, como pidiendo por caridad una caricia que no sienten que merecen. Les sucede lo que a algunos disminuidos físicos, que se avergüenzan de sus defectos, anticipando el rechazo que presienten en los demás, y aislándose de los normales sintiéndose indignos de ser bien recibidos.

La imagen horrible que se da del anciano o que el anciano llega a tener es más efecto, resultado del trato que se ha tenido con él de una natural degradación, y ello no sólo al llegar el momento de la vejez, sino antes cuando se tiene una idea corta e incompleta de lo que es la vida de un ser humano.

La muerte, y una muerte paulatina, es inevitable. Pero para la mayoría de ancianos comienza la muerte (muerte social, afectiva, familiar, etc.) de una manera aguda y humillante que sí es evitable.

Viene a suceder lo que le ocurre a esos niños a los que sus padres les adoctrinan tanto que son tontos, que al final se lo creen y se convierten a la tontería por la práctica continuada de la fé. Al paso de los años son tontos: nunca han aprendido a desarrollar su inteligencia y se ha deteriorado.

Hoy sabemos que la esperanza de una vejez lúcida, solvente y relativamente autónoma no es un imposible anti-natural, sino que depende de la naturaleza de la cultura social.
 

Hacer y deshacer hábitos

...Pues ni siquiera durante este período en que se dice que vive cada uno de los vivientes y es idéntico a si mismo, reúne siempre las mismas cualidades, así, por ejemplo, un individuo desde su niñez hasta que llega a viejo se dice que es la misma persona, este individuo jamás reúne las mismas cosas en si mismo, sino que constantemente se esta renovando en un aspecto y destruyendo en otro, en su cabello, en su carne, en sus huesos, en su sangre y en la totalidad de su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino también en el alma, cuyos hábitos, costumbres, opiniones, deseos, placeres, penas temores, todas y cada una de estas cosas, jamás son las mismas en cada uno de los individuos, sino que unas nacen y otras perecen... Platón, "Simposio", 207.

Si dividiésemos las acciones humanas entre aquellas que son problemáticas, inciertas, difíciles, nuevas y creadoras, por un lado, y cómodas, seguras, fáciles, conocidas, creativas, por otro, nos daríamos cuenta de algo típico de nuestro funcionamiento: el primer tipo de acciones requieren toda nuestra atención y esfuerzo conscientes, y las del segundo nos son de tal modo familiares que podemos realizarlas automáticamente, fiándonos de que todo saldrá bien tratándose de algo tan practicado.

Lo aprendido durante nuestra existencia nos permite ser adultos de nuestra cultura actual. Todos solemos tener problemas, y desde luego la vida diaria requiere de nosotros atención y trabajo: se podría decir que siempre tenemos una u otra complicación.

Pero el nivel de complejidad no es el mismo comparando una u otra persona, sujetos medios de una cultura u otra distinta, incluso en diferentes etapas de nuestra propia historia o bien en los sucesivos siglos de la humanidad entera.

El saber-hacer es el criterio para distinguir lo conocido en un momento dado, y el poder-hacer la prueba de que se instrumenta tal conocimiento en la práctica. Un niño de tres años sabe caminar y puede hacerlo con cierta soltura. También puede "dar las gracias" o decir cuantos años tiene. No basta con que sepa y pueda hacer estas cosas arduamente conseguidas para que se convierten en costumbre, es necesario que quiera hacerlo cuando corresponde, un querer-hacer. De lo contrario diremos que se trata de un niño maleducado, o bien que "tiene un mal hábito".

Cuando se ha probado un saber, cuya frescura de adquisición reciente hacía dudar de su permanencia y consolidación, pasa al curriculum de la persona. De esta forma llegamos a comentar sobre nuestras habilidades, aficiones y méritos: escribo a máquina, ando en bicicleta, escribo felicitaciones muy originales, son bien educado...

Bien controlado, tal saber conquistado puede dejarse caer en una casilla en la que en adelante nos bastará "nombrar" su título para que se realice lo deseado. Me diré, por ejemplo, "quiero ir hasta la esquina" y caminaré exactamente hasta allí, "quiero escribir a máquina un pedido", y mis deseos traducirán en adecuados golpecitos mi propósito. La experiencia puede ser todavía más elevada, de forma que tras años de convivir en pareja, y por lo tanto de haber sedimentado en la casilla pareja multitud de pequeños conocimientos, basta que me diga "estoy con mi pareja" para que se extienda como la tela de araña una red de deseos, obligaciones y proyectos, una manera de estar atrapado en el compromiso afectivo con el otro.

Cuanto mayor es el aprendizaje construimos la vida con hábitos de forma que sea más eficaz y cómodo nuestro esfuerzo. Es como si al principio, para edificar la casa, tenemos que comenzar por construir los ladrillos y no acabamos nunca, después utilizamos ladrillos y vamos más rápidos, y finalmente, juntando prefabricados la operatividad es máxima. El hábito es una especie de pre-fabricado que usamos como bloque sin mirar qué hay dentro, ya que es de sobras conocido y seguro.

Cuando nuestra capacidad de atención y esfuerzo flaquean, es cuando más importante son los hábitos, puesto que la capacidad acumulada de conocimiento es como el tesoro con el que pagar las dificultades que nos plantea lo que nos falta de capacidad. Mientras se mantengan vivos nuestros hábitos adquiridos nos defenderemos bien de la disminución paulatina de facultades.

De ahí la importancia de adquirir hábitos útiles, como por ejemplo la lectura, la escritura, la sensibilidad artística, la curiosidad por el saber, el cultivo de la simpatía y el interés por los demás... a mayor alcance del hábito también poseeremos más riqueza personal: no es de la misma calidad el de rascarse la cabeza que el del cultivo de la gimnasia o de una afición que permite mejorar la sociabilidad.

Un hábito constituye una acción (que sabemos, podemos y queremos hacer) incuestionada, aceptada como buena y eficaz. Tiene tal solidez que difícilmente la persona la cambia, a no ser que le resulte totalmente imprescindible, y a veces, incluso prefiere destruirse a cambiar. Su ejecución depende en gran medida de sistemas automáticos inconscientes: decidimos con plena consciencia hacerlo, pero el cómo, la estrategia, funcionan maquinalmente, y tan solo hemos de vigilar de tanto en tanto que no salga ninguna pieza defectuosa.

No se piense que sólo pueden formarse hábitos sobre cosas más bien sencillas (si es que alguna en el fondo lo es) también, por poner casos mostrativos, el catedrático que explica todos los años la misma lección de física nuclear, está habituado a dictarla, o la cocinera que prepara todos los jueves paella es adicta al arroz.

A lo largo de la vida se van solidificando muchos hábitos: deseos que el sujeto asume y realiza frecuentemente. Están fijados en su cerebro como postes de señalización que marcan la ruta segura de su rumbo.

Los hay de carácter constante, como un tic; diarios, como lavarse todos los días o conversar después del trabajo con el cónyuge; semanales, como ir los fines de semana al campo; estacionales, del estilo de ir de vacaciones a tal pueblecito de la montaña; anuales, como las felicitaciones de Navidad o celebrar el cumpleaños.

Los hábitos son elecciones que se han ido realizando en el transcurso del tiempo, y por lo tanto se convierten en deseos profundos, fijos, difícilmente reformulables, y precisamente por todo ello se convierten más bien en una forma de ser y estar, que en algo sobre lo que se reflexiona o que se pudiera contar a alguien.

Cuando llega la vejez, aparece una crisis, un cambio respecto a la vida de adulto. De pronto, los hábitos desarrollados durante toda una existencia, dejan de estar gradualmente adaptados a la realidad, porque ésta última, también se transforma. Empleando una imagen política: más que una suave transición hay en juego una verdadera ruptura de los sistemas de vida.
 

Ruptura del hábito laboral

El trabajo está incorporado a la vida del adulto en forma fundamental. Ordena los horarios, la economía, y vuelve al sujeto activo partícipe de la producción de bienes sociales.

El trabajo hace de la actividad del hombre algo trascendental: por el producto del trabajo transforma la naturaleza al servicio de sistema social, para su supervivencia y desarrollo colectivos. Es decir, el trabajo articula al sujeto con las necesidades de otros sujetos. El hacer del trabajo es en parte un hacer la sociedad.

Claro está que los bienes económicos no son lo único que circula en la sociedad. Hay también valores no económicos, como la amistad, la fama, el amor, las opiniones, etc. y unos actos economicos que no responden a la ley de la oferta y demanda, como el regalo, la herencia o la ayuda.

El abandono del trabajo, por consiguiente, representa mucho para una persona, por vehicular su ser-trascendente, su ser activo productor de la sociedad.

No es de extrañar encontrar ancianos que se quejan de ser inútiles, una carga, supernumerarios, sin derechos.

También el trabajo ha configurado un hábito físico individual: la persona mantenía su cuerpo en la tensión del producir. Después, la jubilación es algo muy diferente a unas vacaciones: el relax, el vacío de la tensión fija de su antiguo trabajo, son sensaciones que al principio vive como algo irreal, desconcertante.

El jubilado se siente inquieto, torpe, y el relajamiento que del que antiguamente disfrutaba en los períodos de vacaciones, comienza a serle molesto. Su cuerpo se entumece, le pide acción, sentido de ser. Pero, "qué haré?", se pregunta, sorprendido y confuso, ya que el trabajo que hacía siempre, le está ahora vedado.

En esta disyuntiva, algunos eligen realizar pequeños trabajos o, comienzan aficiones personales. Si no es por la acción del trabajo remunerado será por otra distinta, el caso es que la persona es feliz si tiene su dosis de acción (tanto en el sentido psíquico como físico).

La aseveración anterior resulta obvia. Nuestro organismo está preparado para la acción. Manos, pies, músculos... son máquinas que exigen movimiento, o de lo contrario se entumecen. El hombre en actividad encuentra sentido a su ser. Y al revés, la depresión es una especie de sinsentido del cuerpo, una absurda inmovilidad física.

Por este motivo, el deprimido se siente "sin ganas de hacer nada", y en los casos más patológicos, cae efectivamente en un estupor inmóvil, que al mismo tiempo es sumamente doloroso.

Hoy en día, se suele ser consciente de la mencionada problemática de la inactividad, por lo que, para combatirla se viene a proponer al anciano diversas actividades que pueda realizar: recreativas, trabajos a su alcance, gimnasia, distracciones, etc. a pesar de todo, y a la hora de la verdad, sólo una minoría se beneficia de estos consejos, bien sea por falta de medios, de apoyo o de profesionales dedicados a ofrecer animación a la tercera edad. Los mejores preparados se agencian unas formas de ocupación por su cuenta, otros tienen la suerte de estar acogidos por instituciones progresistas, pero los más no resuelven adecuadamente la actividad en el último período de su vida.
 

Ruptura de los hábitos familiares.

La convivencia familiar forma un mundo peculiar, con sus ritmos cadenciales, en los cuales se encuentran los afectos de los miembros. Aunque se trate de una vida rutinaria y repetitiva, la mera presencia física del otro ser querido aparece como infinitamente más confortable que la más lujosa de las soledades.

Un primer grupo de vicisitudes familiares que se dan con la proximidad de la vejez son las debidas a un aumento del tiempo en común. El trabajo imponía a los cónyuges drásticas limitaciones, a las que a lo largo de los años se han acostumbrado. En el momento de la jubilación se abre un espacio de posibilidades nuevas, y a menudo vemos cómo la pareja no sabe bien qué hacer con un tiempo que de jóvenes tanto habrían valorado. Parece que la alternativa lógica sea volver a estrechar los vínculos afectivos, pero ello resulta frecuentemente difícil debido a la distancia ideológica entre los sexos (maneras de valorar, intereses distintos, etc.) Es decir, cuando el tiempo era escaso el margen de coincidencia era mayor que cuando aumenta el tiempo en común, que deja al descubierto una pobreza de recursos que resulta insuficiente para enriquecer la vida así extendida. En vez de propiciarse un reencuentro puede suceder que la pareja se pelee o se distancie, desaprovechando sus oportunidades reales.

En la vejez existen específicas constelaciones familiares. El paso del tiempo ha dado lugar a la madurez de los hijos, que se han casado y ampliado la familia con nietos. Algunos conviven armoniosamente, encontrando el punto justo de entendimiento entre tres generaciones sucesivas, y este alargamiento de la vida en familia proporciona al anciano la humanidad de una integración afectiva en el mundo.

Esto, desafortunadamente, no es la tónica general, por diversas razones. Muchos ancianos se encuentran distanciados de sus hijos, debido a que las necesidades laborales de éstos últimos, les han alejado de la región donde viven, debido a que los hijos desean guardar celosamente su independencia y no quieren vivir en común con la generación mayor, o bien simplemente por un mal entendimiento entre ellos. Debemos recordar aquí que estamos sumergidos en una sociedad un tanto individualista y atomizada, donde "hacer esfuerzos por los demás" es más bien visto como una pérdida de tiempo y cosa de idealistas milífluos e irredentos.

A menudo el conflicto se centra alrededor de la tercera generación. Padres y abuelos tienen concepciones diferentes respecto a la educación de los niños, surgen malentendidos, recelos y sospechas varias que crean malestar.

El trato que dan los abuelos a los nietos tienen la virtud, en ocasiones, de resucitar viejos rencores en los hijos, que ven renovadas actitudes de los padres que les ofenden, de las que les gustaría ser receptores o que rechazan.

La vida conyugal del anciano está llena de costumbres arraigadas a lo largo del tiempo, decíamos. Son costumbres de permanencia de lo conocido, y que forman parte de la biología misma de los miembros: de su alimentación, sus ritmos, sus necesidades. Están tan exactamente establecidos, que a veces uno parece ser la prolongación física del otro. Tras el período crítico de la jubilación, se ha dado la última versión a estas relaciones conyugales, acentuando ante todo la necesidad mutua. La muerte del cónyuge, en estas circunstancias, reviste cariz dramático.

Toda la sensibilidad del viudo, se proyecta a un vacío que le devuelve el eco de absurdos deseos. Se encuentra anhelando la compañía de una persona que ha desaparecido. Los hábitos de ser y estar, están de tal modo incrustados en el cerebro, que se encuentra acudiendo a citas que ya no tienen sentido: al convocar atmósferas, conversaciones, gestos, caricias, el espacio que llenaba el otro en determinado rincón, en suma, el testimonio con el que el otro avalaba su propia vida. Todo le viene recordar al cónyuge desaparecido, hasta las más pequeñas cosas, que tenían una silenciosa pero simbólica relación con él.

Una persona que está habituada a unas costumbres corporales y espirituales es como aquel alcohólico que combate contra su propio impulso a beber, cuando sabe que le destruye. Resulta una lucha feroz contra un enemigo que es uno mismo. De igual forma, el deseo nostálgico por una vida que ya no puede ser, aparece como destructivo para el viudo, y combate con la razón estos impulsos que son auto-destructivos (por lo tanto deprimentes). Muchos ancianos no resisten esta singular lucha, y caen en la desesperación, muriendo al poco tiempo. Otros cambiarán poco a poco su mundo de hábitos, adquiriendo los adecuados para sobrellevar los últimos años de su vida, que después de todo han de vivir.

Conforme el anciano va entrando en años, va resaltando en su espíritu la pura necesidad de afecto de los hijos. su presencia, su vínculo fundamental, se convierten a sus ojos en las cosas que con mayor claridad le confortan y dan vida, cuando otras facetas van sucumbiendo o atenuándose. La aspiración humana de intensidad vital le lleva a exaltar más que nunca el don del afecto, que es tal vez el paraíso más accesible. Los hijos, que llevan una vida que se alimenta con un menú variado de relaciones afectivas, pueden rechazar al anciano viéndolo como pegajoso, o les puede hacer sentir mal no responderles como desean: como el poder está del lado del hijo, fácilmente sale perjudicado el anciano de un conflicto de dos, que con generosidad y paciencia podría ser equilibrado a satisfacción de todos.
 

Ruptura de hábitos sociales.

El mundo del adulto envejece al tiempo que él lo hace. Se gastan las ideas que le rodean, la historia avanza ineludiblemente, la economía evoluciona. Todo ello se acompaña además con el hundimiento global de su generación en la noche del tiempo. La sociedad que camina a su lado, lo hace en una dirección contraria, de espaldas, incluso en contradicción con él.

La sociedad es mucho más real que un ente abstracto. Bajo el punto de vista de un anciano, es el entorno como él lo vive. Por lo tanto, se trata de un hábitat urbanístico cambiado, de una transformación de modas, técnicas, de la moral y de la estética, de las concepciones sobre el trabajo y el tiempo libre. Todavía se ve implicado más directamente cuando todo ello le afecta personalmente: cuando sus amigos de siempre, albaceas de su mundo, mueren, cuando los lugares donde vivió y esperaba reconocerse han sido reconstruidos y son irreconocibles... Muchos ancianos tenían sus amigos entre compañeros de trabajo que, al finalizar, acabó con esa red de amistades. Las de carácter vecinal, sobre todo en las grandes ciudades, suelen ser muy pobre. En fin, no es raro encontrar a un gran número de ancianos sin un sólo amigo.

Tampoco es de despreciar el desapego social que implican las limitaciones de renta económica. Muchas actividades, piénsese a modo de ejemplos en clubs recreativos, viajes, escuelas especiales o actividades que los mismos ancianos podrían inventarse como colectivo, pueden realizarse disponiendo de cierta solvencia económica, y sobre todo, son fuente indirecta para crear nuevos contactos sociales.
 

Formación de nuevos hábitos, adaptación

La adopción de hábitos nuevos en la vejez, resulta accesible en la medida en la que las condiciones de adaptación le resulten mínimamente aceptables, esto es, en una atmósfera amable y animadora, y en la que preferiblemente se conquista su propia ilusión de cambiar.

Por lo demás, la formación del nuevo hábito posee las reglas generales: para construir una costumbre se requiere un primer tiempo de lucha. Supongamos que alguien quiere adquirir el gusto por la lectura. Al inicio cualquier cosa le distraerá, se agotará rápidamente, desesperará por la lentitud con la que avanza, etc. Sólo después de reiterados intentos, se logra que la lectura sea aceptablemente cómoda, agradable y espontáneamente ejecutada, sin obligarse duramente a ello. Desde luego, que antes de este después de lograrlo parece todo el proceso como artificial, demasiado arduo y penoso, para nombrar las quejas más usuales.

El problema mayor para la adquisición de un nuevo hábito de adaptación es que el sujeto mira exclusivamente los inconvenientes y las molestias inmediatas que le acarrea el aprendizaje o el ejercicio. Frente a tales dificultades, algunos se irritan y abandonan. Quienes se animan a trabajar para obtener el premio del después, al final les compensa lo invertido, porque ven realizados sus deseos de adaptarse placenteramente a la nueva situación.

Podemos encontrarnos con el caso de que un anciano estaría encantado de encontrarse mejor, física y intelectualmente, pero que se niegue a realizar los sacrificios necesarios para ello. Los resultados no se consiguen por arte de magia.

Hay ancianos a los que les resulta muy ingrato hacer esfuerzos para adaptarse a su situación. Se deprimen con facilidad, se irritan y se quejan que, a su edad tengan que seguir soportando engorros. Su tendencia a la comodidad choca con la idea de luchar por un placer mayor. Por esta razón corren el peligro de que un excesivo conformismo les conduzca a la idea de derrota, a dejarse llevar por una idea de fatalidad, a la que en buena parte contribuyen al no luchar en lo posible contra ella a fin de evitarla..

Las personas que rodean a estos últimos ancianos se ven envueltas en un delicado conflicto moral: por un lado quieren servir al anciano, pero el anciano quiere ser ayudado en el sentido de que se le ahorre en lo posible todo esfuerzo doloroso, mientras que por otro lado, las personas que lo atienden desean hacerlo en el sentido que a ellas mismas les parece mejor para el anciano. Cómo solucionar el conflicto?.

Hay que comprender que imponer una ayuda por el otro no desea es caer en una tiranía, y que renunciar por completo a la personalidad del que tiene que ayudar para complacer al anciano en todo es caer en una especie de esclavitud. Si pensamos en términos de una solución aceptable para todos habrá que actuar afinando la puntería, y no actuando con precipitación. Para ello se ha de comenzar un proceso de seducción para llegar a convencer al anciano de en qué medida se beneficiaria de un cambio, hasta que éste le resulte espontáneamente apetecible. A continuación, valorar con él el esfuerzo que se ha de invertir, y la manera de que sea aceptable (con qué ritmo, la influencia de la aceptación, los pequeños avances que se realizan, el apoyo constante con el que se le acompaña, que no está obligado a nada si no lo quiere realmente, etc). Si es anciano acepta la transacción, y el ayudante también tiene en cuenta las dificultades específicas del anciano, la relación de ayuda reviste las características más productivas y benéficas, en las que hay tanto afecto libre y generoso como afán de superación. Después se trata de acompañar al anciano durante todo el proceso, de manera de no dejarlo en la estacada cuando tiene dificultades, o de corregir los ritmos cuando no sean los adecuados, así como para poderlo animar en los momentos de desánimo que en todo aprendizaje hay.

De esta forma podemos llegar a la conclusión de que la solución frente al problema moral des desacuerdo en el sentido de la ayuda es superada a satisfacción de todos con un mínimo de comprensión y paciencia. Ello de un cierto apoyo para intentar esta vía de superación, antes de dar por perdida la causa...
 

La soledad

Ser uno mismo quiere decir, al mismo tiempo, no ser otro. Es distinguirse entre Yo y Tu. Por consiguiente, nunca hubiéramos llegado a ser nosotros mismo sin los demás.

Todo ello resulta obvio si pensamos que debemos nuestra existencia a nuestros progenitores, y por extensión, al conjunto de la sociedad. Nuestro mundo es de socios, mundo social, y en él estamos rodeados de las posibilidades y realidades que nos envuelven. Nuestra vida se hace impensable sin un entorno que la alimente y proporciona una razón de ser.

El sentido de nuestra vida, el placer y la satisfacción, dependen del hilo de nuestras relaciones con los demás. De ese ir y volver de los otros a nuestros deseos y de estos a los otros.

Claro está que el camino de ida y regreso, el constante intercambio con nuestro medio social, puede ser fácil y exitoso, o bien conflictivo y frustrante. Cuando las relaciones con los demás fallan, sólo tenemos el movimiento de retorno, de repliegue sobre nosotros mismos, y entonces, nuestro aislamiento es triste, doloroso e incluso torturante.

Cuando las relaciones sociales se rasgan, se trunca a la par la ilusión de vivir, inundando a la persona que no sale de sí misma, con una angustia que le corroe.

El sujeto que no se vierte al exterior, que no se manifiesta, guardándose su mundo íntimo, sus anhelos y preocupaciones para sí, acaba teniendo para los demás una semi-existencia: se le puede responder con amabilidad y cortesía, pero la relación con ella es hueca, evanescente, no deja huella ni conmociona. tampoco a la persona se sirven en una situación así, tales conversaciones superficiales ni los formalismos educados, tópicos y formales. Se siente vacío, nostálgico, y en su fuero interno experimenta tristeza. Incluso en ocasiones se pregunta a sí mismo si existe o es una marioneta sin la fuerza y la garra de las personas auténticas y verdaderas.

A medida que pasa el tiempo, la soledad se acentúa en forma de acritud y desaliento. El sujeto sólo habla lo imprescindible, si es que alguna vez cruza palabra con alguien al que no tiene otro remedio que hablar. Contra más reconcentrado en sí mismo y hostil al mundo se vuelve, más lacerante es la nostalgia de relaciones humanas cálidas, pero mayor la parálisis que le embarga para emprenderlas.

La mirada del solitario pasa de la hostilidad a un mundo que parece haberle abandonado a su suerte como una especie de castigo injusto por un delito que no se sabe cual es, hasta una mirada desolada que espera aún algún milagro. Estas últimas especies de llamadas de socorro no suelen surtir ningún efecto, o peor, provocan la reacción contraria a la ansiada.

El solitario emite, para los que le ven, una especie de tufo mortal que les hace sentir un religioso temor y recelo. Tal suspicacia del espectador al que se dirige en potencia el solitario con la mirada (a menudo está tan solo que no mira de frente, sino cuando sabe que no es observado, de reojo, o disimulado entre la multitud, u oculto) desespera al solitario más si cabe.

Desearía atraer a los otros, acercarlos, que se volcarán sobre él, y ve que los espanta con esa sobre-dosis de necesidad.

La gente no quiere hacerse cargo de sus dificultades y carencias, esperan que el solitario haga el esfuerzo de superarse y lugar por ser aceptado, "como hace todo el mundo".

Hay un profundo desacuerdo entre lo que el solitario pide con la mirada, y lo que los otros estarían dispuestos a hacer sólo si se cumplen los requisitos corrientes de reciprocidad de vínculos (en los que el que más quiere, por ejemplo, es el primero que tiene que pedir e insistir que se le dé un extra).

Desde la perspectiva del solitario lo que se le exige para ser aceptado y querido es abusivo, es una crueldad, y en ese sentimiento de injusticia basa su despecho, y centra allí el pretexto para no intentarlo. Pero a no tardar, la necesidad de compañía, de calor humano, le vuelve a girar el círculo donde está aprisionado.

Bajo el punto de vista de las personas integradas, la reciprocidad y la norma de que quien pide ha de tomar la iniciativa, son intocables. El que se rige por tales pautas en su vida corriente, da y recibe en una proporción que le parece la justa (de lo contrario protesta y lucha hasta conseguir su equilibrio). Intuye que el solitario le va a pedir más de lo que le dará a cambio. Lo ve como un pozo sin fondo, que no va a saber contenerse y tenerle suficientemente en cuenta, y piensa algo así: primero que se modere, que se calme, y después todo lo que quiera. Está mal dispuesto a darle un crédito a fondo perdido.

La persona integrada, al pensar de esta manera, puede ser egoísta en exceso, pero también puede no serlo especialmente. Esto es, en lo que toca a su prójimo está dispuesto a dar, pero en lo que respecta a sí mismo quiere tratarse bien, tan bien como el solitario le gustaría que le tratasen, o mejor aún, de una manera equilibrada.

La persona necesitada puede pedir aquel tipo de cosas que quien quiere que se las dé está dispuesto a concederselas respetándose a sí mismo, y no ayudar tanto que luego sea él mismo el necesitado.

El problema, aparte del egoísmo, suele consistir en que el que pide, más que pedir suele exigir, ordenar o presionar con alguna suerte de rencoroso chantaje, con lo cual ataca la versión de dignidad del posible donador, que para dar necesita sentirse libre, ser generoso a su aire. Las relaciones amistosas nunca podrán tratarse con la obligatoriedad que conllevan las comerciales.

Cuáles son las causas de esa discordia entre el sujeto y su mundo? Vamos a encontrarlas como resultados de sucesivos fracasos en los planes del sujeto. Puede ser que falle el plan mismo, los medios para lograrlo o las personas con las que contaba. Analicémoslo un poco:

(i) El fallo del plan de vida:

Una persona va tejiendo y destejiendo, a lo largo de su vida, proyectos a medida que corrige imposibilidades y cambios de orientación. Pero en la madurez suele haber un mayor aclaramiento respecto a lo que se desea de la vida.

El diseño de los deseos más importantes que se seleccionan, pretenden responder a las facetas humanas que más importantes son para el sujeto: confort material, vida amorosa, profesional, socio-cultural. Cada una de estas áreas ocupa un lugar en su vida cotidiana, y por lo tanto su bienestar depende de varios frentes a la vez.

Claro que presentamos un ideal, una especie de hombre renacentista muy completo. Nos interesa señalar cómo una persona planifica una vida rica y bien integrada para entender el caso contrario, en el que la planificación se limita a sólo alguna faceta, y puede que hasta mal.

Las sensaciones de intensidad y placer provienen del éxito en la realización de las distintas expectativas de la vida. Si una persona planifica mal, al llegar a la vejez se encuentra vacío y empobrecido, con una penosa impresión de fracaso.

El éxito vital, por tanto, viene ligado a la integración social de la persona en múltiples roles. Lo contrario de integración es aislamiento, soledad. Se trata aquí de una soledad que proviene de haber calculado corto, de no haber cuidado de ambicionar múltiples intereses vitales. Así, muchas personas no dan importancia a las relaciones sociales fuera de las familiares, o no se preocupan de la calidad de sus vínculos intrafamiliares, o no tienen otros intereses que los de su trabajo, o viven su tiempo libre en el aturdimiento de la modorra. Tener proyectos entre manos es una fuente de motivación, interés y vitalidad. Lo contrario es convertir la vida en algo insulso y rutinario.

Especial relevancia tendrán aquellos que impliquen relaciones con los demás: intereses recreativos, culturales, cuidado de las amistades, intensas y profundas, ricas relaciones familiares... Este tipo de proyectos que llamaremos de "calidad humana" están llenos de dificultades, y por milagro o por inercia nunca aparecen: el cultivo de la amistad, la lucha por la comunicación y el entendimiento familiar, la dificultad de llevar adelante con firmeza intereses sociales y culturales, implica soportar ciertos riesgos y esfuerzos a los que muchos renuncian por comodidad, pereza, derrotismo; en nombre de alivios o bien placeres inmediatos, o por capricho, que más tarde resultan placeres efímeros o incluso conducen a la soledad y al agravamiento del deterioro en la vejez.

Hay un grupo reducido de personas a las que en vez de faltarles los planes vitales por quedarse cortos de cálculo, tienen dificultades de carácter, como excesiva timidez, impaciencia, egoísmo rematado, irascibilidad, intolerancia despótica, etc. A lo largo de este capítulo juega un papel relevante la cultura. La pobreza, en un sentido amplio, se ve agrandada por el desinterés general de la sociedad en inculcar a sus miembros, valores que se escapen de lo estrictamente económico o profesional.

Resulta chocante que podamos viajar a planetas que se encuentran a millones de kilómetros de nosotros, sin haber logrado entendernos con nuestros familiares, amigos y vecinos, y aún a duras penas sepamos disfrutar de nuestra vida.

(ii) El fallo de las estrategias

Cuando el sujeto tiene objetivos claros, y está motivado para realizarlos, puede fracasar a la hora de llevarlos a cabo. Por ejemplo, en el momento de la jubilación o finalizamiento de las obligaciones familiares, una persona puede tener una serie de planes ideales: dará más importancia a los amigos, reemprenderá aficiones relegadas, etc. Pero se atasca a la hora de conseguir amigos con los que mantener una relación afectivamente cálida, o no acierta con las actividades adecuadas, o no calcula suficientemente bien las condiciones que le plantean los demás. En suma, puede resultar al anciano y al jubilado tan difícil realizar sus aspiraciones como al adolescente integrarse en el mundo adulto.

(iii) fallo de los otros y el derrumbe físico

Particularmente trágico resulta en la vejez las separaciones que le imponen las circunstancias. La muerte de familiares y amigos, la vida independiente de los hijos, vuelven imposible la realización de los planes vitales previstos.

La muerte de un ser querido le obliga al anciano a dar un vuelco en sus costumbres, expectativas y necesidades afectivas. Es fácil que se sienta indefenso y derrotado. Algunos ancianos se prohíben a si mismos el hacerse ningún tipo de ilusión, censurándose en sus pensamientos cuando deseen nuevas relaciones afectivas. Lo mismo cabe decir en lo que hace referencia a las necesidades sexuales y de pareja.

Comenzar nuevas amistades resulta una empresa que para ellos tiene dos filos: por una parte, se necesita invertir tiempo y esfuerzo, pero por otra, es la única alternativa de vida afectiva y social que queda. Esta dificultad hace que muchos se abandonen a una soledad más o menos asumida.

El anciano, también se ve rechazado por los demás por el mero hecho de ser viejos, como un negro es objeto de prejuicios raciales. Por ello, se las tiene que ingeniar para buscarse los ambientes adecuados y en los que pueda resurgir de las tragedias en una atmósfera de calidez.

Capítulo aparte requeriría al aislamiento debido al deterioro físico o a las limitaciones de una postración por enfermedad, que viene a agravar el panorama que hemos delineado.

Algunos ancianos tienen una vivencia depresiva frente a las limitaciones que provoca una edad avanzada, o la cercanía de la muerte; renuncian a la posible riqueza que podrían obtener rebelándose en lo posible, apostando por una especie de quietud en la que piensan que no sufrirán, aunque no suele dar el resultado perseguido sino que suele agravar la situación.

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