SUBJETIVIDAD Y SABER
 


©José Luis Catalán Bitrián
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Skinner califica de tradición inútil la de mirar a nuestro interior en lugar de poder observar las condiciones antecedentes específicas. Resulta obvio, en cambio, que sin exterior dejaría de tener sentido el concepto de interior: es un par de términos que reparten el espacio a partir de una línea divisoria, que se especifica cada vez que entran en juego en un marco semántico.

Hay interior o exterior de algo. Si estoy dentro de mi casa, la puerta de la calle es la línea divisoria que, traspasada, me haría salir al exterior. También podría entrar en el interior de la sala de estar, o informar a alguien que estoy en el interior de mi casa estando efectivamente dentro de ella.

Si digo que estoy protestando en mi interior, que estoy dando a entender?. Seguramente el dato básico a que haga referencia es a la línea de la piel: podría estar protestando visiblemente, con gestos airados, pero no es el caso, puesto que en el marco que encuadra lo que se ve y lo que no se ve de mi cuerpo señalo precisamente lo in-visible.

El espacio interior invisible es un tipo de espacio más informativo que físico. Podríamos, efectivamente, hablar del espacio interior del cuerpo para referirnos al corazón o a determinada área del cerebro. Mas no debemos olvidarnos de que también existen espacios imaginarios, como existen los cuentos de hadas, o como los escenarios oníricos, donde se desenvuelven las historietas del sueño, o los espacios en un mapa que representan con círculos coloreados los relieves de una región. Por lo tanto, no es tan sorprendente que podamos hablar de espacios interiores imaginarios, es decir, que el otro no puede observar directamente, sencillamente porque no estamos haciendo lo que alguien podría creer erróneamente: protestar visiblemente, por ejemplo.

Describimos una acción indirectamente diciendo que no es una acción de tipo visible, sino esa acción en forma distinta: puedo contar las ovejas de un rebaño, pero puedo estar antes de dormir contando imaginariamente ovejas, o soñar que las cuento, o dibujar una en el mapa simbolizando la riqueza bovina de una comarca.

Nos pondríamos en un apuro si pretendiéramos demostrar si alguien miente cuando dice que está imaginándose una oveja, lo cual no tiene porqué desanimarnos de tener en cuenta los datos imaginarios, e incluso, llevada la cuestión a un extremo, hasta el decir mentiras es una conducta que no deja de tener algunas importantes consecuencias. Además, hay formas razonables de sospechar críticamente. Podemos conservar los datos puntualmente inverificables para situarlos en conjuntos amplios en los que forman parte coherente. Por ejemplo, se confirma que una persona es muy fantasiosa independientemente de si en cierta ocasión que nos dijo que fantaseaba con una oveja nos mentía o nos decía la verdad.

Otra utilidad no menos interesante se nos ofrece cuando aseveramos que determinado hecho es imaginario y no real, o comparamos una descripción de lo imaginado con lo realizado.

Supongamos la siguiente historieta. Un soldado queda arrinconado en una trinchera, rodeado por sanguinarios enemigos que torturan salvajemente a sus prisioneros. El soldado piensa (porque piensa, no quepa duda) "estoy perdido, no puedo escapar con vida. Si me rindo me torturarán y moriré, y si salgo disparando moriré, pero sin vejaciones". De poder estar seguro de tener una posibilidad de huida, hubiese intentado escapar, pero ante la situación de encerrona decide salir de la trinchera y morir dignamente. Efectivamente, lo hace y le liquidan.

El soldado ha creído actuar del mejor modo, ha confiado en la verosimilitud de su hipótesis, que consiste en una argumentación con dos partes, una que sostiene que de salir fuera le matarán, que se ha confirmado, y otra que sostiene que rindiéndose le torturarán, que no se confirma. La argumentación completa se confirma a sí misma: es cierto que se decide por una entre dos opciones que explora, y no por lo que pudiera ser mejor para los demás, puesto que aunque otros crean que hace mal, el soldado muere convencido de que está en lo cierto.

Si a pesar de que le pareciese mejor morir honrosamente no se acabase de atrever a hacerlo, o no le diera tiempo, se encontraría con la hipótesis de la tortura confirmada o refutada, quedando entonces por demostrar lo que hubiese sucedido de haber osado, o haberlo hecho a tiempo.

Como se ve, las cavilaciones hipotéticas existen para el sujeto. No se puede negar que cree estar convencido de hacerlas, y es por esta razón que describimos su acción como una cavilación y no, por ejemplo, como un discurso o una petición, que tendrían otra lógica interna.

También el científico tiene en un momento dado hipótesis en su interior, que todavía no ha escrito en un papel, que no ha demostrado o dejado de demostrar. La hipótesis que imagina tiene la forma que solemos denominar pensamiento o en general conciencia(1).

Una hipótesis confirmada es una creencia que llamamos verdadera, de que algo que suponemos que sucede, sucede realmente. Los hechos sobre los que el científico no hace hipótesis y pruebas no tienen interés para su actividad particular, no forman parte predilecta del conocimiento que le interesa.

La ciencia se edifica en la medida en la que sus hipótesis probadas pueden considerarse hechos de hechos, esto es, el hecho de decir la verdad sobre hechos diferentes del mero decir.

Una cosa es realizar exitosamente una acción de conocer relaciones y otra los hechos sobre los que hablamos. Probar que un gato tiene cola es diferente de un gato con rabo. Construir hipótesis, verificarlas, establecer relaciones, etc., son acciones que realizan los científicos y no los gatos. De ninguna manera, por otro lado, pueden considerarse acciones visibles por entero. Así, tocarle la cola al gato no es probar que tiene rabo, como tocar un violín no quiere decir necesariamente hacer música. No basta la manera visible de tocar la cola para estar demostrando, puesto que sólo se muestra que se palpa. De-mostrar implica algo diferente a mostrar, es decir, una aseveración previa hipotética, que no es visible, mas argumentos que tratan de persuadir con diferentes medios.

Ver conlleva saber mirar si quiere ser demostrativo. En el saber se juega esa escena completa, en el saber propio o en el que deduce otro que no ve sólo lo que le entra por el ojo. Demostrar, deducir, hipotetizar, son experiencias que circulan dentro y fuera de la piel: percibo dentro, toco afuera. En el caso de deducir, no puede tratarse de algo que ocurre fuera de mi cuerpo, es una experiencia interior.

La actividad intelectual es interna y específica, aunque para realizarla utilice medios como tocar la cola del gato, en tanto acción completa empieza y termina en el interior, esto es, planteando una hipótesis y finalmente dándola como comprobada por medio de alguna evidencia.

Ahora bien, ésta conducta global, se realiza por algún antecedente exterior o por uno interior? De ser interior, lo podríamos calificar de espontáneo?

Volvamos a nuestro soldado. Acurrucado en la trinchera mientras las balas silban siniestramente por encima de su cabeza, se sabe en peligro mortal. Un peligro no es una fatalidad, pero está tan próximo a ella que algunas de las acciones que pueden evitarla pueden utilizarse por si las moscas. Por ejemplo, protegerse, como una manera de evitar que la fatalidad todavía no cumplida acabe por suceder.

El soldado tiene la certeza de unas presencias amenazadoras, de las cuales las balas son signos demostrativos; son resultados, productos de acciones humanas que se trata de averiguar. Como productos de acciones el soldado deduce el sentido de esa acción como el lector de un relato que comienza por "yo nací en un pueblecito de montaña" deduce que va a leer la biografía de un personaje.

El sujeto lee conductas en fragmentos de acciones que no están totalmente expuestas a su vista, adivinando lo que falta, situándolas, clasificándolas. Esta actividad lectora, junto con otra paralela de redacción, son imprescindibles en una interacción compleja que se escape de un simple arco reflejo.

Puedo leer en un movimiento del caballo en el tablero de ajedrez una amenaza a mi reina y redacto un ejercicio defensivo que contrarreste el ataque del adversario. Una interacción entre personas es complicada sobre todo porque podemos suponer en el otro una inteligencia y perspicacia similar a la nuestra.

Si pretendemos alcanzar la luna tendremos que salvar la inmensa distancia que nos separa de ella, pero el hecho de que conozcamos tal distancia y el movimiento regular por el que se rige, nos ofrece la oportunidad de preparar una estrategia, un recorrido óptimo para pillarla por sorpresa.

En cambio, si la luna pudiese adivinar nuestras intenciones y quisiera hacernos una jugarreta, podría salirse de sus casillas corriendo a esconderse en la cara oculta de Júpiter, por ejemplo. Tal tipo de comportamiento nos plantearía muchas más dificultades que antes, y para ganar definitivamente la partida a la luna que anticipa no tendríamos más remedio que anticipar lo que anticipa la luna. Verdaderamente esta floritura de adivinaciones que se entrecruzan, constituyen, sobre todo cuando se acierta, la última maravilla de la complejidad, y este tipo de interrelación podría describirse con el epígrafe de quién caza a quién.

Suele sostenerse, antropológicamente hablando, que el hombre cazador pasa a convertirse en agricultor. Pero tal abandono de la caza es sólo a medias: se cambia de presa pero no de actitud. Del éxito de la celada ya no sacamos un conejo, ahora la presa es más sofisticada, bien puede tratarse de un beneficio, de prestigio o poder.

Retornando a nuestro soldado. El se sabe a sí mismo como posible presa de un enemigo al acecho. Calcula que si asoma la cabeza ofrecerá mejor blanco a un enemigo avizor que escudriña el terreno donde pueda agazaparse su víctima. Porqué se fia de sus cálculos y actúa dándolos por correctos, cuando puede tratarse de una situación que quizá experimenta por vez primera?

A veces el que se interroga demasiado puede acabar delirando. Hay una serie de datos como la trinchera, las balas, y sobre todo la guerra, que ya limitan las preguntas que pueden hacerse. Si el soldado pusiera en duda que la guerra es la guerra, que las trincheras lo son o que bailan balas, o que las disparan torvos enemigos, si presa de su renegación delirante pensase que todo es una inmensa broma que multitud de actores desarrollan sólo para asustarle o estudiar cómo reacciona... resquebrajaría toda la red de implicaciones del mundo real. Las acciones de la gente en general pasarían a tener otro sentido, conforme con el del delirio: en un cartero que le entrega una misiva de su novia creería ver una sonrisa que traiciona la guasa con la que está representando la comedia. No estaría alucinando un rictus en la cara del cartero, sino interpretando un gesto de manera acorde a la densidad de la red de informaciones coherentes con la pantomima espantosa que se representa para él. Dado por cierto que todo el mundo representa una comedia, también los gestos son fingidos, por definición: ni en el delirio se pierde ésta lógica de implicaciones, aplastante y omnímoda.

Hay entonces un límite de datos para poner en duda a la vez, puesto que un cuestionamiento radical de una porción extra de realidad destruye todo el sentido de realidad, y ello por la fuerza lógica que une a los fragmentos entre sí. El hombre sabe de un único mundo real, que es en el que ha aprendido a desenvolverse, y es más sólido y coherente de lo que podría parecer a primera vista, si nos dejamos impresionar por la apariencia de desorden y por las flexibilidades caprichosas de la acción.

Aceptando que el soldado no se vuelva tan loco de miedo que ponga en duda demasiadas porciones de realidad que conduzcan a un desastre general, puede dudar de alguna cosilla, como por ejemplo que esté en realidad en una trinchera y no en una zanja de riego, habiéndose despistado de su compañía, que está en la verdadera trinchera. O que las balas no sean de sus enemigos sino de sus propios compañeros, encontrándose frente a ellos por un efecto de desorientación mientras corría aterrorizado.

Pero no. Los enemigos son enemigos, y la trinchera la trinchera, sus especulaciones leves delirios que cruzan su red lógica de coherencia como brisas pasajeras.

Hay teóricos que acaban delirando cuando cuestionan demasiado la realidad y son llevados a la construcción de todo un mundo ingeniosamente planteado, con una nueva lógica que hace relucir todas las cosas con una perspectiva nueva, pero todo él ficticio, cual teólogos descubriendo la huella de la providencia divina en cada acción humana. Estos delirantes son ejemplares de pensadores geniales obnubilados por la ambición de descubrir, corrompidos por la intuición de que todo el mundo puede verse de una forma radicalmente distinta a la usual.

Retomemos la guerra. Los disparos ahora se han detenido, y el soldado está lleno de inquietud. Se acercan a él sigilosamente para sorprenderle? Se han ido? Qué sentido otorgarle al silencio? Se había acostumbrado a recibir el estímulo siniestro del sonido sibilino de los proyectiles, ahora el cese de tal estímulo constantemente odioso no representa ningún alivio. Paradójicamente ese silencio es una llamada de atención: ha sonado la hora en la que avanza un paso más allá el drama, compuesto por diversas secuencias, para una de las cuales acaba de bajar el telón (la escena de /agazaparse ante los disparos/ ).

A partir del momento en el que sobreviene el inquietante silencio pueden seguirse a continuación acontecimientos favorables o desfavorables. Luego, todo ese estar en vilo pasará a la memoria anecdótica, un lacónico murió o sobrevivió, compás transitorio en la gran sinfonía de la historia de la especie humana.

La historia, para pensarse en períodos, desprecia las anécdotas, que tienen sólo relevancia en los instantes a-periódicos en los que el hombre está ligado a la concreción inmediata.

Repentinamente nuestro soldado escucha un frufrú de cuerpos que reptan intermitentemente. El enemigo se aproxima. La continuación ya es conocida por el lector.

Hemos procurado describir una sucesión de acciones del soldado. Nos toca responder a la pregunta sobre esa enigmática condición antecedente específica. Vamos a aceptar que cualquier punto de la historieta sea bueno para hacerse la pregunta y elegiremos el momento final, en el que el soldado salta de la trinchera y le matan.

Enseguida nos encontramos con un problema de tiempo. Antecedente quiere decir un fragmento de segundo, un minuto, un día, un año, un siglo? Claro está que, dependiendo de lo que estemos hablando podría referirse a cualquiera de estas posibilidades. Nos encontramos una vez más con otra de esas palabras que funcionan unidas a otra y separadas lógicamente por una línea divisoria, y que tan famosas ha hecho Austin. Arriba y abajo de una división referencial, dentro o fuera, interior o exterior a.. y ahora, antecedente o subsiguiente al punto que consideremos arbitrariamente y en un marco de medidas. Si hablamos de siglos y elegimos el siglo XVI como traza divisoria, el siglo que le antecede es el s.XV y el que le sigue el s.XVII.

Nosotros ya tenemos la traza divisoria, que es el momento en el que está saltando el soldado. Dejemosle ahí, suspendido en el aire, y pensemos qué sistema de medida emplear para volverle atrás en el tiempo y el espacio.

Tomando el criterio de buscar un suceso externo al sujeto, podríamos escoger como candidato al frufrú de los cuerpos enemigos arrastrándose. Es un sonido peculiar, y aceptemos que difícil de confundir con el viento o con un roedor. Pero la contundencia física del sonido no debe ocultarnos el sentido que reviste para el sujeto: el de anunciar la proximidad de lo temido.

Si el sujeto no discriminase el sonido entre los otros sonidos y al mismo tiempo le otorgase una concreta significación, tampoco habría fabricado una estrategia para ir al encuentro del enemigo presintiéndose por ese ruido que le delata a su pesar. El enemigo no es visto, es sabido, y se sabe como enemigo porque se interpreta que se le oye.

Las reacciones que el soldado pueda tener ante la presencia del enemigo tienen que ver con que esa presencia le lleva a imaginar la muerte propia. La muerte es una especie de nada que para ser vivida tiene que convertirse en algo: la manera de ser la nada evidentemente es la imaginación. La muerte es la fantasía de verse morir, pero la realización plena de tal fantasía equivale a nuestra aniquilación, lo cual podemos ver más claramente en los otros que en nosotros mismos (no podemos entender fácilmente que nuestra individualidad deje de existir, tanto la apreciamos que no entra en nuestra cabeza dejar de ser nosotros mismos).

En la trinchera el soldado asocia al sonido un saber (saber-lector). No explicitamos la modalidad, que concluimos, de ese saber: se imagina una escena como la que podría representar un actor o recrear un escritor?, se trata de un "esquema dinámico" de los que hablaba Bergson?, de un proceso intelectual abstracto? Seguramente ésta falta de precisión puede ser explotada para desvirtuar la necesidad de recurrir a términos de la conciencia. Pero la alternativa a la conciencia siempre implicará inconsciencia, y ahí sí que no podemos acordar que el soldado no era consciente de que se acercaba el enemigo que producía ruiditos reptantes. No se trata, desde luego, de una percepción de un puro ruido cada vez más próximo, que en principio desconectado de todo sentido de amenaza, no tendría porqué inmutarle; hay en juego una deducción de amenaza a partir del sonido.

Para que el ruido tenga el efecto de hacer saltar al soldado no hay que mirar la escena bajo el punto de vista de una física mecanicista, al modo, por ejemplo, que un exceso de sonido haría saltar en añicos una cristalería de Sèvres. No se puede negar que existen entidades físicas como el sonido, el cuerpo del soldado, pero tampoco podemos prescindir de que se trata de una física cuyo nivel de complejidad produce vida, y vida humana.

En el caso del hombre, a diferencia de lo que ocurre con una copa de Champagne, el impacto del sonido sufre un proceso informacional, una transformación. La onda sonora se transforma en impulso eléctrico, que se codifica en una red neuronal. De esta forma, la onda sonora que recibe el soldado es procesada. Podemos al menos señalar los títulos de las operaciones, tales como comparar el ruido con un código de sonidos, buscar su posible fuente de emisión. En resumen, se actualiza un artículo enciclopédico pertinente a la situación presente, estar en una trinchera rodeado de enemigos.

En otra situación, pongamos por caso, en un concurso de adivinar sonidos, esa enciclopedia tendría caracteres diferentes: mientras que en el de la guerra descartaríamos del artículo enciclopédico actualizado la semejanza del sonido con el producido al estirar una alfombra por una habitación, contrariamente, en el concurso el showman puede estirar de una alfombra, pero dudosamente gatear por el piso, ensuciándose el smoking y dando una mala imagen al público.

La interpretación del sonido tiene un margen deductivo en la verosimilitud global de la que forma parte. Así, si estamos doblando la banda sonora de una película del oeste unos cocos nos servirán para producir un ruido que hace las veces de los cascos de los caballos. En cambio, si golpeamos con fidedigna cadencia de trote un baso con una cucharilla el efecto puede ser desastroso.

Ente fenómeno, aprovechado en un sentido inverso, ha abierto las puertas a algunos músicos, como sucede con J. Cage, que encuentra a su disposición los sonidos cotidianos prohibidos por un código artístico clásico, como el sonido de una máquina de escribir, los aplausos al finalizar un concierto, por el sencillo recurso de cambiar ante el público su ubicación verosímil. Resultado: que el sonido de la máquina de escribir, sacado de la oficina y manejado por un hábil músico, puede capturar timbres que ningún solista podría arrancar a su instrumento convencional, con el aliciente del regocijo de la sorpresa, a veces sazonado por la contraposición al viejo esquema de la máquina, provocado a propósito por un recurso visual como la presencia del aparato aislado y disyuntado en verosimilitudes contrapuestas.

Bastaría acudir al Staat Theater de Kagel para comprobar que ninguna de las evoluciones del actor-músico provoca el que algún espectador salte de su asiento aterrorizado y dispuesto a morir, por mucho que le disgustara la música.

Nuestro soldado no deja de saberse en una guerra, no en un concierto ni en un campo de entrenamiento, y ello limita, enmarca su lectura interpretativa de los sonidos, que será para él sonidos de guerra, los que por otra parte, podrían simularse en una película bélica o en un campo de entrenamiento.

Con los sonidos, por tanto, se pueden hacer, mediante un código aprendido, listas de interpretaciones permitidas y prohibidas para cada situación. (En música hay reglas para la armonía clásica, la música atonal, dodecafónica, aleatoria, etc.) El soldado realiza una lectura permitida dada la situación, pero la situación él la tiene que definir mediante un trabajo sintético. Nos referimos a la guerra, esa escena prototípica consistente en una atmósfera de pesadilla que vive el sujeto, escena abstracta de todas las posibles escaramuzas, anécdotas, tedios, esperanzas y melancolías: un atenazamiento de pretérito imperfecto, era la guerra, lo que va desde que se declaró hasta que se firmó el armisticio. En absoluto la guerra para el soldado es lo que le enseñaron en los entrenamientos, ni lo aprendido sobre papel, ni lo escuchado en conversaciones. El la vive en la dimensión real de la situación, de su inmediata situación presente. Posee una dimensión subjetiva, aquella de la que puede ser consciente, precisamente aquella que articula semánticamente el sonido y el instante de su vida en un resultado que es la anticipación inminente de su muerte.

Aunque la atención puesta en el sonido, el estar abocado a lo que ahora mismo está sucediendo, enclava las demás consideraciones, máxime por la gravedad de lo que se está jugando, todo el resto de su ser sigue existiendo como la masa de informaciones que ahí se vuelca bajo el punto de vista actual, potenciando lo relevante para la situación, apartando lo inútil, dando densidad neutral, peso de máxima realidad a todo lo que está sucediendo.

Pero, cómo podemos estar seguros de que el soldado tiene conciencia? No podría tratarse de un sofisticado robot? (que otra cosa podría ser si le falta conciencia). La muñeca Olimpia del cuento de Hoffmann se traiciona por cierta rigidez en el gesto y porque sólo dice "ah, ah". Pero si el robot-soldado es similar en los más obvio, en el lenguaje corporal por ejemplo, y razona, siente emociones, inventa soluciones, aprende.. es que el hombre sabe crear hombres que hacen las veces. Pero un robot así está fuera del alcance de la ciencia por ahora porque el reto de la complicación humana le desborda como también se pierde en las profundidades del átomo.

Si dudamos de que el soldado tiene conciencia, utilizando el lenguaje ordinario, es que estamos sospechando alguna forma de comportamiento distinta a la que es usual. Conciencia e inconsciencia son un par de palabras al estilo de arriba y abajo, van juntas lógicamente.

Así, alguien puede estar descubriendo oro inconscientemente cuando pretende conscientemente cavar un pozo en busca de agua. Colón descubre América creyendo descubrir las Indias, que era su propósito. Por una equivocación de propósitos, un desfallecimiento, un error de bulto, cosas en las que algo va mal respecto al funcionamiento que se espera de la acción humana, se define el campo de lo inconsciente Todo el mundo usa este par de términos para entenderse, y suele lograrlo. Cuestión aparte la representa la definición arbitraria de conciencia e inconsciencia que hacen muchos filósofos y psicólogos.

Partiendo entonces del uso común de las palabras consciente e inconsciente, qué podría querer decir que los hombres son radicalmente inconscientes de lo que hacen? Llevados a tal situación absurda tendríamos que encontrar algún ser consciente que nos lo explicara.

Pero hay más. La conciencia es un dato tan normalmente dado que no sólo se pone en juego cuando excepcionalmente se cuestiona, sino que si se cuestiona es porque se implica de todas las acciones.

Igual que cuando decimos que encima de la mesa hay un vaso de agua damos por supuesto que esa mesa es realmente una mesa, y no una escultura cubista tomada ingenuamente por mesa, también iría de suyo que somos conscientes de que existe esa mesa. Ahora bien, solamente merecerá la pena hablar de que somos conscientes de una manera expresa cuando estemos haciendo una re-flexión acerca de la manera en la que algo se nos aparece, y para deshacer precisamente el equívoco de que alguien pudiera sospechar que somos inconscientes de lo que está en juego. O al revés, alguien nos avisa de lo que no nos dábamos cuenta hasta ese instante. Mas antes de reflexionar la consciencia era un dato inmediato, no cuestionado e implícito, como todo el conjunto de implicaciones no dichas exprofesamente de cualquier acto de habla y que se dan por supuestas(2). Los supuestos de conciencia se añaden al valor informativo de las aseveraciones: la cantidad de información de los actos de habla tiene que ser tal que la transformación del mundo mediante ellos sea posible ...y no gastemos todo el tiempo en informarnos minuciosa y exhaustivamente. La psicología del inconsciente no es otra cosa que la psicología de la sospecha de la normalidad.

En el campo semántico de /conciencia/ entrarán todas aquellas implicaciones que constituyen la base de toda acción, configurando su sentido. Esto sucede para cada uno de nosotros, pero también para los demás, para todos.

La experiencia subjetiva de dolor y no la expresión del rostro vista desde afuera constituye el fenómeno con el que /dolor/ tiene sentido, y es exactamente el sentido que tendrá el dolor en un prójimo, el análogo de experiencia subjetiva que se supone acompaña las muecas que vemos en él.

Tanto es así que si no suponemos o no implicamos experiencia subjetiva consciente de dolor en el otro, y vemos los rasgos convencionales en la cara, sospechamos, y hablamos de dolor fingido, como por ejemplo el de un actor, consumado manipulador de apariencias.

Sabemos que la pantomima es tan reveladora e indicadora como estafadora, y que si bien podemos estar seguros de nuestro dolor subjetivo, el del otro es siempre deducido, con lo que tenemos un margen de error. Pero la posibilidad de engañarnos con la apariencia, el disimulo o la mentira del otro, puestos tan de moda en nuestra cultura del culto a la personalidad desde la época del renacimiento, no nos desanima de la predominancia del uso correcto de las implicaciones que hacemos: acertamos mucho más de lo que se nos tima(3).

Indudablemente que el margen de error disminuiría con detectores de mentiras para el dolor, pero de todas formas, estando acostumbrados a convivir con tales márgenes de equivocación, parece una propuesta descabellada renunciar a las deducciones de conciencia, a los cálculos conscientes normales, y andar por la calle con diversos aparatitos de fiabilidad suficiente como para no equivocarnos nunca. Parece mucho más razonable mejorar el aprendizaje de la sensibilidad humana, el conocimiento profundo de las emociones y las relaciones interpersonales, conocimientos todos ellos disponibles en élites cultas, pero que en las escuelas no se enseña (los niños aprenden antes a resolver una integral que a conocer al compañero de al lado)

Con estas consideraciones tal vez quede aclarado el alcance las propuestas de Skinner de no fiarse nunca del cálculo normal de la subjetividad consciente (tónica que se mantiene en las corrientes positivistas de las ciencias sociales). Como de hecho no se instrumentan alternativas operacionales lo suficientemente extensas y prácticas, es mucho más lo que se pierde que lo que se gana, puesto que para cada aseveración científicamente probada que puede hacerse siguiendo las condiciones más perfeccionistas y puritanas, experimentales y matematizables, noventa y nueve se dejan en suspenso o tan siquiera se contemplan al no ser adecuadas a los métodos empleados.

Además, la propuesta está presentada de un modo tan radical que establece un círculo vicioso: la vía del aparato que comprueba de forma segura la existencia del dolor en el otro, no deja de emplear un considerable arsenal de deducciones analógico-conscientes: supongo que el otro me entenderá lo que quiero de él cuando le propongo colocarle unos electrodos, acepta no moverse durante el experimento o arruinarlo, etc., es decir, tendría que ser una cosa para no atribuirle propiedades que tradicionalmente se engloban como funciones de la conciencia.

La propuesta, como se ve, tomada al pie de la letra, conduce a toda clase de absurdos. Si se hablara de dos tipos de abordajes de la conciencia cambiarían las cosas: se puede aceptar dos sistemas diferenciados de condiciones deductivas y de prueba, los unos convencionales y los otros especiales, pero no se puede negar la propiedad común de conscientes de ambos sin caer en las contradicciones descritas.

El soldado diseña la acción de saltar a partir de una decisión consciente, basada en el cálculo de sus posibilidades(4).

La oportunidad o no de su acción depende del sentido de esa acción, que no es otro que el que el sujeto pretende conscientemente que tenga: morir del mejor modo, si es que tiene que morir de todas formas, sin ser capturado por el enemigo.

Esta decisión la ha tomado en el intervalo que va desde el procesamiento del sonido reptante (los enemigos están a punto de abalanzarse) y la realización del plan asumido (estar saltando de la trinchera).

La causa de la acción no es otra que la orden que se da el soldado, basada en la solución que diseña. Este sentido de causa implica la imputabilidad del acto, la autoría consciente y deliberada de la acción.

En cambio el soldado no es responsable del ruido que oye. Lo que es suyo es la interpretación de ese estímulo externo, y más aún la consecuencia lógica que le presta y a partir de la cual toma una resolución a emprender, que lleva a cabo con éxito.

El plan de saltar, que lleva a cabo, es espontáneo en el sentido de que no es causado por el estímulo externo como la ruptura del vidrio por el sonido. El soldado parte del sonido que oye, pero para darle un sentido que el sonido no tiene por sí mismo, sino que es otorgado por el soldado, es ligado a un código lector, esto es, interpretador ideológico.

Ni siquiera la aportación del soldado al sonido se puede considerar causa del salto: el salto es la respuesta final que el sujeto da al problema que se plantea interpretando el sonido.

De por medio no hay un plan desnudo, porque sí, al estilo del teorizado por Miller y Galanter(5), más bien se trata de un deseo subjetivo, consciente, emocionado, elegido en un marco ideológico.


1. No es que el pensamiento hipotético pertenezca a la conciencia y la conducta manipulativa observable desde el exterior ya no lo sea, sino que la acción es una, con un proceso temporal en el que discurre. En un momento inicial hay sobre todo preparación, diseño, cálculo, y en los subsiguientes una serie de técnicas corporales aplicadas a la manipulación de objetos del mundo exterior. La unidad cognoscitiva de la acción es algo diferente de contemplar esa misma acción bajo el punto de vista de prescindir de que el sujeto tuviera consciencia de ella. Así mismo, aun en el momento de máxima concentración en anticipaciones de acción hay una tecnología del cuerpo fisco: hay que "colocarlo" de manera tal que explorar imaginariamente sea posible.
2. Seguimos en este punto las ideas de Searle en "actos de habla", ed. Cátedra 1980.
3. La demagogia es menos seductora cuanto mayor es el nivel cultural de la población, por lo que la queja por la frecuencia de engaños expresivos sería mejor canalizarla hacia una revisión del sistema educativo, a menudo caracterizado por una falta de estimulación del espíritu crítico y un exceso de autoritarismo.
4. Tendríamos que recordar aquí los trabajos de Piaget a propósito de la riqueza lógica que se asimila en el proceso madurativo.
5. G.A. Miller, E. Galanter, K.H. Pribam, "Planes y estructura de la conducta", ed. Debate, Madrid 1983.

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