EXTRALIMITACIÓN DE REDUCCIÓN
©José Luis Catalán Bitrián
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Nuestro cerebro está preparado, tras miles de años de evolución, para organizar la información necesaria en el actuar humano sobre el mundo. Constantemente diseña deseos, estudiando su viabilidad. El ánimo es el resultado de esa producción constante de acciones: la forma que poseemos de vivir el éxito o el fracaso de ellas.

Las sensaciones del ánimo dependen del hecho de traernos cosas entre manos con un relativo éxito acumulado y con la promesa de futuros goces. Es consecuencia de los deseos, tanto por el hecho de tenerlos, y así encontrar un sentido a la vida; bien por estar realizándolos, y así estar cerca de un placer ansiado; o finalmente, por están gozando de lo ganado y de esta forma haber ampliado el poder personal, con lo que entraña de nuevas posibilidades de goce -un placer de consumo y una conciencia de aumento de recursos por los que atreverse a desear mejoras antes lejanas y confianza en un mayor éxito de las empresas. En resumen, hay tres fuentes de ánimo según los momentos de la acción:

el ánimo por lo que vendrá.
el ánimo por lo que está sucediendo.
el ánimo por lo sucedido.

Siempre que ansiamos un logro debemos contar primero con las condiciones necesarias acumuladas por nuestros méritos y capacidades a lo largo de nuestra experiencia, y a continuación tener la habilidad de plasmar en la realidad lo deseado. Es decir, para realizar algo debemos:

La acción en el mundo que nos rodea es la forma de ir adquiriendo poder. Aumentar nuestro poder es expansionarnos, llegar más extensamente al mundo de nuestro entorno (tener más amigos y mejores, más y perfectos conocimientos, etc.) Por el contrario, disminuir nuestro poder implica reducirnos, estar pasivos frente al mundo, sin sacar prácticamente nada de él. La máxima reducción de un ser humano es el punto que representa una inmovilidad general.

Cuando decimos que podemos-hacer tomamos conciencia de un nivel de nuestras posibilidades de conseguir y obtener ciertos rendimientos deseables, o evitar otros desagradables. Ello va acompañado de orgullo personal, de una excelente imagen de uno mismo, de un sentido de valía propia, de una especie de certificado de nuestros méritos a partir del cual hemos de contar y arriesgarnos en consecuencia.

La conciencia de poder-hacer nos empuja a la ambición, esto es, puesto que tenemos los medios podemos a través de un hacer llegar más lejos en el disfrute de la vida y en la adaptación al mundo social e histórico que nos toca vivir. Esta ambición en unas ocasiones es socialmente aceptada y premiada, como cuando un músico logra entusiasmar al público o un padre ambiciona el éxito en la vida de su hijo, y no digamos ya la ambición modesta de sobrevivir; en otras ocasiones es censurada y castigada por la ley o por el desprecio público, como la ambición de un ladrón, la de un presumido, la pretensión de ser original en un medio poco proclive a las innovaciones.

El ánimo, la ilusión o desilusión, tienen como punto de partida creer que uno mismo tiene poder, posibilidades de dibujar en su horizonte futuro deseos a conseguir.

Los juicios que hacemos sobre nuestro poder-hacer deben ser justos con nuestros verdaderos méritos y capacidades. Si calculamos por encima, soberbiamente, chocaremos con la realidad, que no alcanzaremos como esperábamos ilusoriamente. Si calculamos por debajo, por falta de ambición de vivir con placer o por la falsa creencia de que no tenemos los méritos y capacidades suficientes, nos perderemos placeres que si hubiésemos previsto mejor obtendríamos con el trabajo adecuado.

En principio no resulta imposible, aunque sí difícil, saberse ajustar siempre a lo que precisamente podemos-hacer en cada momento para sacar el mayor partido a la vida.

Una forma de desajuste la representa el exceso de euforia, que vimos en el capítulo de la extralimitación de extensión, debido a un sesgo en el juicio sobre nuestras posibilidades y las auténticas dificultades de realización. Ello puede ocurrir de diversas maneras:
 

-por soñar con quimeras, con imposibles. Por ejemplo alguien puede creer que llegará a ser Rey de Dinamarca, lo cual resulta en principio imposible. O alguien que se le ocurre empezar a escribir novelas y esté convencido de que le darán el Nobel de literatura, lo cual, si bien tiene la virtud de estimularlo no debe creerselo demasiado si no quiere sentirse cruelmente decepcionado.

-por inflar soberbiamente los méritos, entrando en una especie de inflación entre lo que puede realmente y lo que no puede hacer, lo que a su vez tiene que ver con haber sobrevalorado los éxitos alcanzados. Pintarse la fantástica maravilla de un éxito irreal es un recurso auto-estimulativo que no es problemático en la medida en la que el sujeto lo discrimine y controle, utilizándolo como medio de un proyecto que no coincide con en ensueño. Al lector no se le escapará la zona de anhelos que provienen de una seducción que la oferta de mercancías lujosas suscitan en la población más desfavorecida, aumentando considerablemente la sensación de frustración y fracaso por no poder alcanzar el nivel de consumo de los bienes que exhiben impúdicamente los escaparates y los medios de comunicación, al punto de que podríamos hablar de expansión consumista -frustrada por razones de clase social, en el caso que estamos considerando. Finalmente tenemos que hacer otra distinción, que es la contraria de las anteriores: cuando el sujeto no ambiciona lo que podría por un exceso de humildad, inseguridad o insuficiente afirmamiento. Se da la paradoja de que en ocasiones quienes menos valen se hacen pasar por genios, y las personalidades más creativas se ven a si mismos como modestos personajes de segunda fila.

-por infravalorar el trabajo y las resistencias que la realidad plantea a sus deseos.

-por quedarse en el puro deseo y no dar siquiera los primeros pasos para traducir el deseo imaginario en realidad conseguida.


Cuando nos encontramos con personas exaltadas sin auténtico fundamento vemos que el fallo que suelen cometer es no tener suficientemente en cuenta las limitaciones propias y de la realidad. A menudo la persona no acepta el ser nacido con determinado cuerpo, en determinado momento histórico y social. El cuerpo es el limite de nuestra imaginación: nosotros quisiéramos hacer algo que concebimos pero tenemos de mover nuestro cuerpo en el tiempo disponible, rodeados de los otros independientes de nuestro antojo y del mundo palpable que nos envuelve y nos devuelve a la dimensión de una realidad cuyo estado no es el de nuestro deseo.

Por este motivo, si una persona sube ilusamente a las alturas en las que no puede sostenerse, luego cae con estrépito. Contra más irreal es el ánimo más cruel y crítico resulta después el reconocimiento de la verdad, pasando de vivir en las nubes a una amarga decepción.

Para el ser humano tiene mucha importancia el sentimiento de progreso, o lo que es igual, tener la idea de que "le van bien las cosas". Así, la búsqueda fundamental del hombre es conquistar bienestar (en el doble sentido de conquista: alcanzar y conservar lo conseguido).

La intensidad del placer, de la vida como goce, depende entonces de que la persona se vea en un buen lugar, según su sistema de valores. Si ve que se degrada, ello le resta placer. Su intensidad de vida disminuye, hasta llegar un momento en que está deprimido si no sabe parar de alguna forma esa pérdida de posiciones. La forma práctica de vivir más intensamente es tener deseos importantes y luchar para conseguirlos.

En cada etapa la persona se hace una evaluación: ha llegado a experimentar un grado de intensidad vital y a partir de ahí mejorar quiere decir sentir cosas igual de buenas o mejores, a través de los proyectos que puedan-hacerse.

El fracaso es la manera de tomar conciencia de no-poder-hacer un deseo que tenemos. Es reconocer que no avanzamos, que nos reducimos.

No podemos entristecernos si antes no hemos saboreado el aguijón del deseo. Es imposible des-animarse si no hay antes un ánimo que desanimar. Cuando alguien dice que se deprime porque no tiene ilusiones, eso es una manera de hablar, pero lo cierto es que sí tiene algunos deseos, lo que ocurre es que no se desarrollan, o bien ni siquiera la persona intenta realizarlos dándolos por adelantado como fracasados.

Reconocer la imposibilidad de un deseo es imprescindible para adecuarnos a la realidad. La experiencia nos impone la renuncia a algo que realmente no-podemos-hacer. Si en estas ocasiones no lo aceptáramos -con el duelo, el dolor de perder- nos dedicaríamos tontamente a trabajar para algo condenado por sistema al fracaso. El duelo es el reconocimiento de la imposibilidad, y sirve para que dejemos de desear insistentemente algo que es inviable. Es como un sistema de borrado de nuestros proyectos que se han difundido por el cerebro ordenando la información, creando pautas y rutinas que se ejecutan semiautomáticamente.

Así, cuando nos despiden del trabajo, fracasamos en una relación amorosa, nos arruinamos, etc. tenemos que aceptar que la vida no puede seguir igual que antes, que tenemos que vivir de otra manera. Ya no-podemos contar con el dinero del trabajo, o amando y siendo amados por nuestra pareja. Hay en juego un fracaso del deseo, inevitable dada la situación. Ello no implica fracasar en todo y para siempre, sino simplemente en ese conjunto de deseos que era una parte de nuestra vida, por importante que fuera. Una nueva vida no se improvisa, sino que más bien exige un profundo trabajo elaborativo. Las redes de hábitos tal vez diseñadas durante años siguen presentando sus credenciales a falta de una aprendizaje alternativo consolidado, problematizando la vida cotidiana con un constante replanteamiento -en oposición de la facilidad de diseño anterior.

Si se muere un ser querido tendré que renunciar a compartir la vida con él. Puede que esa novedad sea difícil de digerir: algunas cosas las desearé como si estuviera viva la otra persona, porque he puesto en el mecanismo activo del olvido programas para la consecución de goces que tenía que ver con ella. He ideologizado mi cerebro, he dispuesto horarios, asuntos pendientes, planes a largo plazo. Cómo podré borrar todas esas órdenes que hay programadas? Esta es la función del duelo, la de ser un tachador que pone la cruz de imposible a los deseos para que se re-codifiquen como "no volver a surgir" o "no realizarse ya". Desanimar un deseo, que es todo lo contrario de animarlo, requiere operaciones igualmente activas, una laboriosidad sistemática de desactivación y parálisis de los deseos.

Cada vez que se inmoviliza un deseo que todavía tenemos se da el dolor de esa descarga sobre el cuerpo que justo en ese momento se encendía. El grado de dolor dependerá del número de deseos que liquidemos y cuan importantes sean para nosotros.

Si no se eliminan los deseos se darían como absurdas pretensiones, como al querer dormir abrazados con la pareja que ha muerto como siempre se hacía. Cortar con una relación afectiva que temporalmente ha dado poca ocasión a tener expectativas a largo plazo dolerá poco, pero un vínculo consolidado y profundo, con un olvido-memoria rico en programas que canalizan el orden de la sensibilidad, sistema perceptivo, ritmos, valores, todo un maremagno de cosas arraigadas, todo eso no desaparece en un momento en el que digo "sí, ha muerto" No es suficiente, se necesita más trabajo, múltiples operaciones de borrado.

La depresión se convierte muchas veces en un dolor innecesario. Por ejemplo, al extender el fracaso desde una parte que verdaderamente va mal a todas las demás cosas que van bien o podrían ir bien si nos molestásemos. Otro ejemplo es cuando agrandamos la magnitud del fracaso reprochándonos injustamente una falta de méritos y capacidades, echándonos tierra encima, hiriéndonos a nosotros mismos en una escalada de ira.

Las diversas formas de deprimirse innecesariamente son las que se corresponden con las formas de fracasar por considerar una situación imposible sin serlo realmente:

-por no-poder pasar del deseo al curso realizativo:

Podemos concebir un deseo, pongamos el caso que sea el de leer para mejorar nuestra cultura o disfrutar aprendiendo, y no desarrollar el proyecto, fracasar porque el esfuerzo que implica comenzar a concentrarse en la lectura choca con nuestra pereza, nuestra impaciencia o un orgullo mal planteado, prefiriendo abandonar antes que combatir.

El esfuerzo, antes de realizarlo o mientras lo realizamos, parece penoso, el precio que cuesta llevarlo a cabo resulta demasiado desagradable, pero después de realizado nos compensa más de lo que nos hizo sufrir, porque nos acerca al premio final del éxito y gozamos por su real cercanía. También hay que saber gozar del éxito: puede ocurrir que nos fijemos más en lo que nos falta todavía que en el hecho de haber acabado de hacer un avance.

A menudo no queremos saber nada del después del esfuerzo y miramos con ojeriza el antes-y-mientras sufrimos por el esfuerzo. Esta manera injusta de mirar el trabajo nos resta un placer que podríamos sentir a medida que logramos paso a paso lo que queremos. El deprimido renuncia al deseo para no tener que movilizarse: se cuida, pero se cuida mal.

-por una versión errónea de no-poder realizar un deseo por falta de méritos y capacidades (imagen propia reducida):

Al tener un deseo podemos volvernos hacia nosotros mismos y juzgarnos incapaces de realizarlo alegando una acumulación de motivos más que sospechoso: hemos perdido el poder de concentración, de memoria, no tenemos suficiente inteligencia, nadie estará interesado en nosotros una vez que nos conozca, no tenemos valor alguno, etc. Esta larga serie de no-poder-hacer se basa en desconfiar de nuestra experiencia acumulada: al recordar por ejemplo tan sólo las cosas que hicimos mal, olvidarnos de los amigos que tenemos o las recursos que poseemos, podemos llegar a la conclusión de que todo eso se ha perdido por alguna enfermedad misteriosa o arte de magia, desgaste o existencia ilusoria. Todas estas sospechas, dichas a alguien, parecerían una crítica feroz: no porque nos las digamos a nosotros mismos dejan de tener menos efectos, ya que es esta la manera de destruir nuestros deseos.

La auto-destrucción, la auto-crítica exageradas, nacen como una respuesta de rabia frente al esfuerzo realizativo. Es decir, que el orden de acontecimientos sería el siguiente: primero el depresivo tiene un deseo, a continuación tendría que pasar a realizarlo, y por lo tanto animarse, pero el trabajo de hacerlo le resulta sumamente antipático; a continuación se dedica a cultivar esa rabia que a surgido como protesta frente al esfuerzo, complaciéndose en llamarse inútil, incapaz, etc.

De esta forma el deprimido se vuelve intolerante frente a pequeños molestias, y comienza a habituarse a renunciar a sus deseos antes que ponerse a pasar el trago de ese trabajo que tanto le cuesta tomarse. En la medida en la que decide renunciar se habitúa, como si se tratase de un adicto, a la pereza, de tal forma que en caos extremos le resulta odioso incluso moverse o levantarse del sofá. Por esta razón decíamos antes que el máximo de depresión conduce a la inmovilidad, que es una experiencia del horror de vivir (ya que vivir se traduce en actuar en el mundo)

Otro tema del deprimido, cuando se convence a sí mismo de que no-puede-hacer esto o lo otro, es el de que no es responsable de su vida, que no puede elegir hacer o no hacer un esfuerzo, que le conduciría inmediatamente a una mejora.

Supongamos que estoy deprimido por una separación amorosa. Al llegar a casa por la noche puedo tomar la decisión de matar la angustia leyendo, mirando la televisión, realizando alguna afición, etc. o bien puedo dedicarme a ahondar mi desgracia leyendo las cartas de tiempo atrás, las fotos antiguas, recordar lo felices que fuimos, lo mal que se portó conmigo, etc. Pues bien, estando deprimidos solemos tomar la peor decisión, y además nos decimos que "no podemos hacer otra cosa".

Esta idea de que no se puede elegir hacer algo que nos animaría suele partir de una falsa versión general de lo que es la depresión: es como si a un reumático se le ocurriera la idea de que no puede ver televisión; de la misma forma el deprimido cree a pie juntillas que no puede hacer esto o lo otro, y con ello se justifica a si mismo el abandono a su dolor. Y no sólo eso, también exagera y deforma su propia degradación todo lo que puede.

Es cierto que el deprimido está desanimado, pero el desánimo no anula la capacidad de esforzarse y tomar decisiones razonables, de tal manera que puede aspirar a una vida normal , aunque a él le parezca "insoportable".

La mayoría de deprimidos acostumbran a mentalizarse de que son tontos, tarados, estúpidos, no sirven para nada, etc. con la finalidad de construirse una imagen personal reducida, que a su vez les permita abandonar un mundo cuyas riquezas ellos "no están capacitados" para conseguir.

Como se ve la cuestión es amargarse como sea, y para ello cualquier pretexto es bueno: por esta razón ocurre que hablando con un depresivo se tenga la sensación de que nunca acaba de tener cosas de las que lamentarse. Las inventa sobre la marcha para sentirse mal todo el tiempo.

Cuando protestamos por su actitud y le demostramos enérgicamente sus exageraciones notamos cómo se sonríe pícaramente como un niño pillado en falta..(1)

-por no-poder seguir adelante debido a obstáculos considerados insalvables.

Los obstáculos que nos encontramos en el camino de nuestros deseos nos plantean un problemas que hemos de intentar resolver. En ocasiones se trata de aumentar la fuerza para abordarlo adecuadamente, es decir, insistir. Otras veces lo oportuno es dejar una vía y emprender un rodeo para ir donde queríamos. Ante el fracaso de un intento evidentemente nos sentiremos defraudados pero si toleramos esa frustración e intentamos buscar una salida airosa lo que reducimos al mínimo es la tristeza, y no nuestra vida general.

Así mismo, reconocer nuestros fallos y corregirnos es la salida más inteligente frente a los fallos: muchos deprimidos prefieren renunciar y sufrir antes que ver cara a cara su error. Habrá en estas situaciones algo de contradictorio: por no saber aceptar un fracaso provisional, precipita el sujeto con su desesperación uno definitivo.

-porque el objetivo mismo del deseo es pensado como imposible, insuficientemente interesante o simplemente sin sentido:

Nos podemos replantear nuestras finalidades si ello nos parece oportuno y conveniente para la felicidad de nuestra vida. Claro está que las razones por las que enterrar nuestros propios deseos han de ser buenas, ya que de la realización de deseos precisamente sacamos nuestra intensidad de vida. Y efectivamente, existen poderosos motivos para la renuncia, como darse cuenta de la imposibilidad de lo deseado o la incompatibilidad total con otros proyectos que también tuviéramos. En el caso de la depresión todo ello ocurre con irregular frecuencia, y una sobredosis de razones para abandonar nos ponen sobre aviso.

La manera como se arruina un proyecto o un deseo es volviéndolo absurdo, criticándolo tendenciosamente, apuñalándolo con un desprecio venenoso. Por ejemplo, un deprimido quiere iniciar un curso de inglés a fin de cultivarse y tener más posibilidades laborales, pero rápidamente sucumbe a la tentación de criticar encarnizadamente la idea: estudiar inglés es una pérdida de tiempo y una concesión al imperialismo americano, los compañeros de curso irán todos a lo suyo y no les resultará amistoso, no entenderá nada,... y así múltiples pegas de todo tipo actúan, por acumulación aplastante, como una losa que sepulta la naciente ilusión por el proyecto, incitando al abandono.

El deprimido trabaja mentalmente, con una especie de inteligencia diabólica, en su propia desanimación. Es su autor, el responsable de ella. Se queja mucho de ser víctima de una depresión de la que quejándose tanto hace de verdugo(2).

En la medida en la que el deprimido se viera como responsable de lo que le pueda suceder dependiendo de su voluntad(3), tomando la decisión de no auto-destruirse, comenzará a dejar su posición "suicida".

El deprimido tiene a su disposición una lista de lamentaciones, quejas, reproches, críticas y autocríticas, desvalorizaciones y derrotismos. Como Ulises puede taparse los oídos para no escuchar esa tentadora (y en su caso hipnótica) canción de sirena que le haría chocar contra los arrecifes, o bien, guiado por una ilusoria soberbia e imprudencia, abrir los odios a esa sugerente y mortífera canción que le desanima, su propia voz destructora.

Lo que la persona quiere es múltiple, y las aspiraciones por las que puede dolerse si fracasan tan amplias como sus deseos. Están los vínculos y relaciones sociales de trabajo, de amistad, familiares, de intereses, de ambientes y aquellas ideas reconfortantes que se vienen a pique.

En ocasiones es difícil afrontar una crisis de cambio personal o social. Puede que con en afán de no sufrir no queramos del todo darnos por enterados, renunciando a medias, como un alcohólico no del todo convencido a renunciar a su bebida consoladora.

En la extralimitación el sujeto, de un modo imaginario, se da un ser que no tiene si se expande y se quita ser si se reduce.

Pensemos, dentro de la última posibilidad, en un deprimido que rinde menos: no se dirá a sí mismo que simplemente rinde menos, lo que concedamos que fuese cierto, sino que no tiene ya capacidad de rendir como antes (se incluye lo que sucederá en el futuro como conclusión) Es decir, el deprimido lo pone peor de lo que es precisamente imaginando lo peor. Recordemos que como extralimitación necesitará irrealizar los hechos, dividirse y desresponsabilizarse de su conducta.

En primer lugar el deprimido suele ser considerado por los demás, pero también por sí mismo, como víctima más que como victimario. En unas ocasiones la gravedad de los acontecimientos (muerte, enfermedad, fracaso, etc.) vendrían a reflejarse en el sujeto como impactos, al modo como una gota de tinta china provocaría una mancha negra.

Cuando el acontecimiento es insuficiente para marcar al sujeto con su poder externo, entonces se apela a un interior frágil que se rompe, una enfermedad padecida, en todo caso. Como se ve, ambas versiones excluyen cualquier tipo de participación activa del sujeto, sea la de definir los hechos, o bien la de delimitar sus límites ideológicos.

Otra visión del deprimido es tomar la tristeza por un estado ahistórico e inmóvil. Considera que ha entrado en el estado sin causas razonables y que saldrá de él discontinuamente, de golpe y por milagro. Por otro lado se contempla el estado como constante: ni de disminuir es apreciada esa mejora ni de aumentar es estudiado el deterioro, con lo cual no se instrumenta la defensa frente a la anticipación de lo peor, ni el sujeto goza del alivio de una mejora conseguida. La lógica de lo inmóvil es absolutista: o se está del todo eufórico o nada cambia. Ambos extremos son irrealizaciones, puesto que en realidad el juicio de "nada cambia" es una proposición de continuación de la degradación del estado, y la exigencia de una solución vuelve imposible el trabajo de mediación por el que se haría posible.

Ya hemos señalado que la tristeza, como mecanismo de la lógica de la acción, es el reconocimiento de la imposibilidad del deseo. Como el tipo de acciones es muy variable también el grado de depresión lo será, correlativo a las valoraciones subjetivas. Aquí estamos considerando las depresiones por extralimitación reductora, por lo que nos interesarán:

. las operaciones activas de extralimitación
. la irrealización de los límites
Las operaciones activas que reducen al sujeto serán aquellas que destruyan su poder. Son auto-agresiones injustificadas, impulsos de rabia en los que el sujeto pierde en proporción a lo que ganan en ferocidad los ataques que se hace.

El sujeto se sobrepasa en el juicio sobre su grado de tolerancia y debilidad: por un lado se complace en verse insignificante y por otro cree que con tamaño empequeñecimiento no prosperaría ningún avance. También se puede dudar del valor propio hasta el punto de verlo tan inapreciable que se adelante el rechazo que el inmundo personaje puede suscitar en sus congéneres.

Hay una sed de critica y auto-crítica que nacen de fracaso en el control de la rabia, en un abuso de su ejercicio sin nada que lo contrarreste, y que le caracteriza como pesimista respecto de sí mismo y los otros. Irascibilidad hacia al mundo o autoagresión, igualmente se trata de formas de agresividad. No en vano llama la atención la falta de animación de sentimientos placenteros: todo lo inunda el lamento, la afición por lo peor.

Evidentemente el impulso agresivo está acentuado, y el sujeto no ahorra ingenio buscando la forma de elevar el tono y la extensión de sus quejas. El punto de partida ha sido la rabia natural que suscita el fracaso (fracasar es verdaderamente algo odioso). La intolerancia frente al fallo hace de una tristeza pasajera una cuestión de honor fundamental, de forma que el sujeto se cree con el derecho de protestar airadamente arrasando con todo lo que se le cruce en el camino. No le detiene siquiera el gusto por la verdad, ni le asusta maltratarse si con ello logra dar satisfacción al impulso agresivo.

Nuestro cerebro tiene un buen rendimiento frente a mandatos extravagantes. Podemos decirnos, "ahora, cerebro, me vas a dar una lista de palabras que empiezen por 'p', y efectivamente, surgen un número considerable de palabras forzadas a contracorriente. De éste mismo rendimiento se nutren buena parte de supersticiones, creencias mágicas y sospechas delirantes. Puede una persona darse una especial orden de vigilancia frente a determinados sucesos normalmente despreciados, por ejemplo fijarse si el billete de autobús, ticket de cine o cuanto recibo numerado caiga en sus manos, empieza por cuatro. El cerebro no escupirá una orden semejante considerandola inútil, más bien la cumplirá como si fuese la más importante de las misiones. A continuación el sujeto se dirá, "tanta coincidencia de recibos que empiezan por cuatro es significativa, puesto que normalmente no encontraba tantos antes!".

Pareciera sensato pensar que en una plaza pública donde numerosas personas descansan indolentemente, algunas de ellas se distraigan mirando el panorama. Pero qué ocurre si le diéramos la orden al cerebro de que nos diga si hay alguien observándonos de forma particular. Por supuesto, la cuestión no quedaría sin resolver: con facilidad se nos entregaría el candidato más importante, por ejemplo uno que nos mira fijamente y que cuando se da cuenta que le hemos pillado, oculta disimuladamente, en un gesto rápido, que nos miraba, para que no tengamos nada que objetarle. La sospecha es aficionada a la interpretación por el peor de los lados, así que puestos a hacerle fabricar sospechas a nuestro cerebro, también nos entregará una lo bastante buena, como a un novelista del género negro le daría el regalo de la inspiración para el desarrollo de la intriga.

A tal punto podemos llegar a rendir mediante órdenes intencionales que hasta podemos diseñar contradicciones. Por ejemplo, podemos apelar a nuestra memoria cual es el número de nuestra vivienda. Se nos entrega la respuesta correcta. Pero a continuación, en vez de darla por buena, insatisfechos o suspicaces respecto a la actuación automática del cerebro le pedimos que nos de otra respuesta 'correcta' que no sea la primera. Qué hará el cerebro? Mandará un mensaje de error como los ordenadores cuando les pedimos algo absurdo? Sigue contestando como si tuviera una fe ciega en la superioridad de la estructura intencional consciente! Así que podríamos imaginar el siguiente diálogo:

-Cual es el número de mi casa?
-El 158
-Dime otro que sea correcto y no sea 158
-168? tal vez
-No, no me parece que sea ese, busca otro.
-191?
-Pero si el número de la oficina!
-Perdona, pensaba que buscabas otra casa, ya que 158 no lo quieres.
-Estas seguro de que es 158?
-Si
-Pero podrías estar equivocado
-Si lo dices por alguna razón..
-Suena correcto, pero si estoy inseguro es porque algo falla, esto es, tú puedes estar fallando.

Tenemos que considerar que cuando estamos sintiendo rabia, no se trata precisamente de tirar flores. El mecanismo de control de la intensidad está en nuestras manos, así que para aumentar o disminuir el volumen también damos órdenes al cerebro. Si nos decimos "esta persona me acaba de dar un codazo en el hígado que me ha hecho ver las estrellas, pero parece que lo ha hecho sin mala intención, y además yo soy poco amigo de la violencia y de hacer escenas en la calle, así que es mejor dejarlo correr", aquí la rabia sentida es rápidamente coartada por contra-impulsos del estilo de consideración al prójimo y de estética ciudadana.

Pero este mismo punto de partida puede tener otra respuesta, por ejemplo dar rienda a la rabia, intentar satisfacerla o incluso aumentarla todo lo posible: "este tipo es un creído prepotente que va por la vida despreciando a todos, y seguro que me ha visto a mí y a pensado 'a este imbécil mosquita muerta le doy un empujón y ni se inmuta' y yo no voy a permitir que me tomen el pelo sin demostrar quien soy, y si se arma una gresca no me importa, no voy a parar hasta dejarle tumbado listo para el hospital..".

Aun si aceptásemos la intuición de que se trata efectivamente de alguien un tanto prepotente, también nos damos cuenta de que en esta segunda versión hay una actividad demagógica (pretender saber lo que el otro ha pensado) que nos señala algo deferente a la contestación a una agresión desde un determinado sistema de valores: es la facultad de amplificar la emoción, de calentar los motores mediante mentiras piadosas y otros trucos de la misma calaña.

Sucede como en esas peleas matrimoniales donde lo de menos es razonar conciliatoriamente con el otro y de lo que se trata es de encontrar en la memoria el máximo numero de reproches como quien busca palabras que empiezen por /p/, con la salvedad de que aquí el reproche es el arma arrojadiza que sirve para herir al otro, descalificarlo y degradarlo de la manera más cruel posible.

Esta facultad intensificadora de la emoción es una tecnología, sacada de nuestros recursos, al servicio de un deseo.

Si el deseo es de tipo hedónico, no hay problema: se concederá con suma facilidad que el arte de sentir el máximo placer explotando toda clase de recursos y artilugios es legítimo, usual y hasta conveniente.

Pero, porqué cuando el deseo es agresivo, o en el caso de la depresión, auto-agresivo, no se va a aceptar un fenómeno intencional similar? Lo que sucede es que ya no hablaremos de arte, sino de exageración y abuso.

De esta forma el deprimido no se critica razonablemente algo, y además controlando la operación agresiva con los contrapesos de la auto-estima, o alguna especie de estética ciudadana, más bien lo hace extremando las cosas todo lo que puede y los otros que le toman al pie de la letra le permiten. Fracasa en el control de la rabia nacida ante alguna situación adversa, o bien se decanta por un abuso agresivo en la forma en que en otro orden de cosas una persona decide cultivar el placer de la bebida hasta volverse alcohólico.

Se suele repetir con frecuencia que el alcohólico, o que el deprimido son enfermos. Estas aseveraciones tienen que ver ante todo con hechos consumados, con el final de un proceso (ya que podemos encontrar un punto histórico de arranque en el que no existía el alcohólico ni el deprimido) y en segundo lugar con la intervención del modelo médico cuando no con la necesidad de persuadir al sujeto en cuestión de que se deje ayudar o que se preste a un cambio de conducta)

No discutiremos acerca del derecho a legislar un nivel de impulsión como tan alejado de la normalidad humana que lo llamemos enfermedad. Nos interesa ahora dejar claro de que en todo caso allí se llega por decisiones intencionales que tienen que ver con extralimitaciones, con abusos.

No estará de más que recordemos otros abusos familiares a las reducciones, como el rencor y resentimiento producidos por la dificultad de expresar agresión o de hacer "el mal" ; el exceso de reflexión que teje y desteje, afirmando algo de lo que a continuación se duda, criticándose el sujeto eternamente todo tipo de posiciones; la inseguridad en calificar el propio sentimiento, volviéndolo enrarecido, hiperbólico, extrañando finalmente el cuerpo y la voz.

Y detrás de la exageración siempre encontraremos la irrealización de los límites. Así, el perpetuo descubrimiento de la corrupción, imperfección, insuficiencia y pobreza del bagaje de medios del sujeto deprimido, le lleva a una especie de persuasión repetitiva e hipnótica de estar en falta, y por ella se vivirá no sólo como menos, sino avergonzado por añadidura de pretender ser más, lo que efectivamente estaría más cerca de conseguir dejando de irrealizar sus carencias.



1. Beck, Rush, Show y Emery han desarrollado con acierto toda clase de técnicas de interregatorio racional que llevan al deprimido, por una deducción al absurdo, a renunciar a sus exageraciones. En "Terapia cognitiva de la depresión", ed. Desclee de Brouver. Bilbao 1983
2. No es que el sujeto tenga la mala suerte de poseer esquemas erróneos de pensamiento en los que creería, los "Supuestos básicos", como los llama Beck (Obra citada pág. 225 y ss.) sino que tendrían status de deseos de naturaleza agresiva que utilizan los mecanismos, que por lo demás se describen correctamente en el libro del autor citado, como medios de ejecutarse.
3. En ocasiones el deprimido oscila abruptamente entre sentirse responsable de todo y no ser responsable de nada: de ambas formas se escabulle de la responsabilidad que le comprometería a una actuación de mejora más eficaz.

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