LA DUDA Y LOS LIMITES
©José Luis Catalán Bitrián
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No tendría mucho sentido hablar de medios y fines si con ello no estamos poniendo de relieve jerarquías de acontecimientos. Un proyecto puede considerarse como un pequeño Estado en el que trata de imponerse un orden establecido y en el que pugna por implantarse un objetivo que aglutine los esfuerzos de los súbditos. Cada elemento del Estado debe sufrir por un lado las constricciones que limitan sus posibilidades con tal de que se adapte a la estructura, permitiendo el curso de un plan conjunto; y por otro lado debe gozar de la suficiente autonomía como para poder existir aunque funcione como intermediario de otro.

En nuestra metáfora, la esclavitud de las partes representa un mínimo de autonomía por parte del elemento. Lo que se consigue de máxima limitación al servicio del sistema limita al mismo sistema a causa de que la inflexibilidad del orden espanta la hipotética riqueza que un elemento no recortado pudiera esconder (aunque se podría así mismo especular sobre la versión negativa de un posible desorden) Esta fórmula de gobierno totalitario y modestamente eficaz es la adecuada para la automatización de los actos. También lo que se entiende generalmente por hábitos cae dentro del modelo.

Automatismos sencillos o hábitos refinados son unidades de rango inferior respecto al plano de las tomas de decisión acerca de proyectos abarcadores. Se dan en función de decisiones vigentes que cuentan con ambos como bagaje de medios. Ello no excluye que en una decisión utilicemos igualmente rutinas para realizarla. La diferencia la encontramos en el grado de libertad que una acción tiene, la magnitud de trabajo que una disyuntiva nos presenta antes de que logramos decantarnos hacia la bifurcación que creemos más oportuna.

Como se sabe, hay grandes y pequeñas decisiones. Si nos fijamos en las más insignificantes, podríamos caer en la tentación de considerar de que no se trata de una decisión ya que no dudamos demasiado, aunque el trabajo consciente que hemos realizado nos desanima de meter en la misma tipología lo que se da en un bloque ininterrumpido y lo que nos ha exigido un mínimo de atención para resolver aquello que se nos ha presentado como dilema.

Supongamos que estamos conduciendo por una ruta que no habíamos transitado antes. Ante una repentino cruce de carreteras que tuvieran parecida hechura y cuyos indicadores fuesen poco claros para nosotros, podríamos detenernos en la calzada y consultar en el mapa la dirección a seguir. Ciertamente, la consulta al mapa es algo cuyas convenciones dominamos como el hábito de conducir, no obstante tenemos que realizar un trabajo imprevisto -para el que estábamos preparados- a fin de improvisar una solución al proyecto atascado de llegar a determinada localidad. Cuando posteriormente, repetimos el mismo recorrido, si nuestra memoria no falla, el trabajo de elegir queda suprimido como trabajo digno de mencionar, como todo aquello que hacemos de corrido, desenrollado con oportunidad aplastante nuestros saberes asimilados, dando por buenas las cosas que vamos realizando respecto al objetivo vigente en este momento. Aun con todo, cómo no íbamos a considerar que en estas circunstancias seguimos sosteniendo lo elegido previamente?

Estamos haciendo aquello que nos proponíamos, aquello que elegimos hacer: ir a tal lugar, y no por ejemplo pararnos en un recodo para admirar el paisaje, cosa que si hubiéramos elegido hacer estaríamos ahora fracasando por haberla olvidado o bien es que hemos cambiado de elección renegando de una anterior que ya no sostenemos.

La velocidad, el hábito, no borran la elección, que es como es: haber elegido previamente y estar ahora haciéndolo, y por lo tanto no dejar de estar eligiendo lo mismo o con ligeras variantes. Aquí no hay un trabajo sesudo, sufriente ni largo; aun liviano, agradable y cómodo es un tipo de hacer-eligiendo lo que se hace. Decidir sostener lo que hemos decidido es algo vital para nuestro funcionamiento, y se trata de algo diferente a un trance hipnótico: está en juego nuestra identidad temporal, que llamamos Yo.

Si quisiéramos encontrar en el término /yo/ una especie de centro geométrico de todos los sucesivos estados sintetizados por la experiencia lo veríamos como un principio ordenador, esto es, actuando en el sentido del desarrollo de los distintos deseos y evitando las desmesuras y obstáculos que arruinan los proyectos que emprendemos. Volviendo a las metáforas políticas, lo contemplaríamos más como gobierno central que acto de gobierno local.

Paradójicamente no nos sentimos menos /yo/ absortos en instantes que estudiando los grandes equilibrios. Es más, la gran reflexión que sintetiza información de conjunto no deja de ser un locus absorto incluso a su vez susceptible de extralimitarse como deseo. Es lo que plantea precisamente el abuso de reflexión: no puede justificarse un excesivo afán de síntesis en nombre de una urgencia extrema que suponga tal catástrofe generalizada que paralice toda acción, vista como sospechosa de error.

Hacemos un querer-hacer, incluido el evitar algo u obligarnos a algo de lo que nos sentimos en el deber de hacer, y ese querer implica elegir entre algunas posibles alternativas, ya que de lo contrario haríamos las cosas sin querer hacerlas, es decir, no las haríamos en absoluto "nosotros": a lo sumo se trataría de una rígida inteligencia de la especie o bien alguna extraña negación que nos alienase como hombres.

El acto de elegir, como todos los actos, ha de llevar su tiempo. De ninguna manera puede pensarse como salto sin duración de una acción a otra subsiguiente. En qué se ocuparía entonces el proceso de elegir? Obviamente, en desarrollar los posibles, viviendo por adelantado, con una emoción como-si (estuviésemos haciendo), lo que se derivaría de cada uno de las versiones a elegir.

En tanto marco limitado el campo de posibles a elegir necesita de un trabajo previo que lo haga operativo. Cuando un sujeto entra en una crisis de desorientación, precisamente le sucede que fracasa en la delimitación del campo de posibles, se encuentra frente a un panorama demasiado abierto en el que el trabajo de elección es inagotable.

La limitación de la elección equivale al corte ideológico que enmarca el asunto a tratar. El simbolismo idéico reparte el conjunto de la experiencia en clases que puede valorarlas como buenas/malas, oportunas/inoportunas, etc. según un criterio normativo, y de esta forma una primera criba centra el problema de elegir convirtiéndolo en una tarea abordable.

Las normas de mayor nivel de generalidad, aquellas que se convertirán en indicaciones orientadoras de la acción o que vendrían a socorrer al sujeto en momentos álgidos de transcendencia fundamental, funcionarán como ideogramas primarios. Los llamamos primarios por poseer status de prioridad, no por ser elementales, ya que se trata de aquellos modelos de vida que consisten precisamente en un resumen abarcador del que se desgajan la masa de derivaciones colaterales. En la orientación práctica cotidiana se requiere todavía un afinamiento mucho mayor, una concreción de implicaciones de reglas primarias que estén ya previamente elaboradas como para ordenar ductilmente el continuum de la acción(1).

El ser humano está interesado en poseer los criterios suficientes como para garantizarse el objetivo más general de todos y no por ello menos presente, asegurarse un bienestar que se propone para su futuro. Se compromete para ello en una constante mejora de su posición, busca una expansión eufórica que únicamente podría conseguirse renegando de una reducción inmovilizante como lo sería no ambicionar conservar y superar las experiencias de intensidad que cada persona haya tenido en cuanto a su poder y goce conquistados.

Y es que elegir y gozar son dos énfasis distintos para un mismo afán de evolución superadora. A menudo hemos leído en los grandes pensadores que la búsqueda de placer era el motor de las acciones humanas, pero casi siempre este placer se aísla en tanto sensación física de los propósitos subyacentes que la provocan. Se ha estudiado poco la relación entre la elección y el placer.

En las ocasiones en las que tratamos de evitar un desastre, o renunciamos a algo que consideramos imposible, o estamos demorando el momento del éxito, el sufrimiento aparece junto a las elecciones que se toman. Pero si hay dolor es precisamente por la negación de lo deseado que representan esta clase de actos, lo que viene a delatar y reforzar la idea de compromiso con la ambición que subtiende la lógica de la tristeza, la frustración y la angustia.

La maquinaria cerebral puesta al servicio de una ambición de mejora es la base tanto de los delicados éxtasis, las virtudes más sublimes de la civilización, sus más preciados logros; como de las aberraciones y desmesuras de los hombres socialmente reprobadas. Parten de un estigma de crecimiento.

Un desarrollo premiado por la sociedad lo llamamos progreso y otro castigado abuso. Pero la evolución y el abuso son dos formas de ordenar límites, formas diferentes de entender la armonía de la personalidad, su máximo rendimiento, y finalmente, lo que constituiría el criterio de superación y preferencia: estrategias con resultados opuestos a la hora de proporcionar más goce durante más tiempo.

La placenta de la madre es un crecimiento celular parásito que permitirá la alimentación del hijo, en cambio el crecimiento celular de un cáncer entraña la muerte del organismo, es restador en vez de creador. Los dos crecimientos están regulados de forma opuesta, el uno mediante reglas de expansión que respetan al conjunto del organismo y el otro por imposición de un orden reductor(2).

Sacar partido del organismo humano es cuestión de un crecimiento de habilidades que nos permita ser lo máximo en nuestra especie, y es que cada individuo se asemeje, así fuera de lejos, a una especie en sí misma. La técnica expansiva consiste en última instancia, según ésto, en averiguar cómo una satisfacción individual garantiza al mismo tiempo la del conjunto, sin el cual ello tampoco sería posible. El término /conjunto/ tiene una vocación sistémica que puede referir al equilibrio individual, pero también al social o al ecosistema.

La conciencia, como resultado último del órgano cerebral, se ocupa en lo que a ella respecta de estas cuestiones por medio de su política de elecciones (aquí política representa todo tipo de normas éticas, jurídicas, científicas, estéticas, expresivas, etc.) ordenando la acción según el deseo.

Se trata de un trabajo de representaciones simbólicas capaces de movilizar sus instrumentos de acción en el sentido de la máxima eficacia ideo-programática, que a su vez llamamos goce cuando describimos resultados en la sensibilidad corporal, pero que está ligado indisolublemente a la lógica determinante de dichas sensaciones: el éxito de los planes de vida.

Es más que probable que a menudo tengamos planes contradictorios , y ello a todos los niveles, desde las ideologías primarias a las estrategias derivadas o secundarias.

Dos o más planes son contradictorios cuando las alternativas a la acción son varias y teóricamente aceptables según algún tipo de criterios convencionales del individuo. Estos criterios básicamente responden por un lado a la perentoria necesidad de dar un sentido expansivo al continuum de la acción y por otro a la ideología primaria del individuo que ha de proveer de contenidos su existencia temporal.

La forma de dirimir la elección es la confrontación de las posibilidades, esto es, el poder que tiene una frente a la otra, a fin de sintetizar un resultado superador del conflicto.

Los planes alternativos tienen que brillar con toda su fuerza, con el esplendor y magnificencia necesarias para eclipsar el argumento contrario a su favor.

Cada plan ha de ser explorado en cuando deseo, convenientemente dramatizado como si fuese realmente el deseo que se tiene.

No hay forma de lograr algo así a no ser que realmente se tome, provisionalmente, como medio de lograr el fin de elegir, sea que luego pueda ser transmutado en el fin que a continuación se elija, o bien resulte ser negado como tal. En el primer caso la finalidad es concreta, ya que elegir, con éxito, es tomar partido por algo que se elige; y en el segundo caso, negar un plan es conceder un fracaso en que algo sea preferido.

Por una cuestión de orden sucesivo de las alternancias que se contemplan, negar la preferencia a un plan es favorecer a los candidatos restantes al aumentar su probabilidad de ser competentes. Pero no es mérito suficiente para el plan explorado en segundo lugar ser subsiguiente a una provisionalidad no desarrollada a fin definitivo del contrario. Bien pudiera ocurrir que sea un plan, una vez explorado, igual de malo o peor. La vuelta recursiva de un plan a otro nos garantiza algo más allá de puros azares ordinales.

Porque si están claros los méritos de un plan, no hay motivo suficiente para dudar de su provecho, imponiéndose con rapidez, excepción hecha de alguna prudencia que se considere aceptable intercalar.

Los planes verdaderamente contradictorios se disputan un mismo lugar, la acción a emprender, con cierta igualdad de fuerzas.

Supongamos, a modo de ejemplo, un trabajador que se considera injustamente tratado por su jefe. Qué hacer?, se pregunta. El conflicto le surge entre tomar la decisión de contemplar la pérdida de orgullo como algo dolorosamente asumido o bien buscar el modo de castigar la ofensa. Cada una de estas dos cosas tendrá su historia evaluada. En una versión está el verse imaginariamente diciéndole al jefe cuatro cosas bien dichas, y como en un sueño, también el jefe se ofende, se irrita profundamente y dicta finalmente la fatídica sentencia con el dedo señalando la puerta. A continuación el trabajador comunica la triste noticia de su despido en su casa, y se plantea la necesidad de encontrar otro trabajo. Busca un empleo apelando a la red de conocidos, al diario, a la agencia de empleo. Y le dicen sí, tendrás mejor sueldo del que antes disfrutabas, ha merecido la pena; o no, no tenemos trabajo para ti..

En la otra versión el trabajador vuelve cabizbajo a su puesto de trabajo, desempeña con rabia su labor, llega el final de mes, cobra, compra esto y lo de más allá, pensando para sus adentros que después de todo...

Interesa mostrar la ligazón imaginaria que tratará de enlazar una y otra versión opuestas, irreconciliables como trenes que se cruzan intercambiando sordas estridencias. Y es que toda conclusión necesita de una historia unitaria.

Para lograrlo hay que utilizar el montaje. Después de no encontrar trabajo se vuelve con el rabo entre las piernas, escarmentado, al igual que hijo pródigo, al reconocimiento de una rabia desmesurada. O bien después de encontrar un nuevo trabajo se retoma una rabia realmente justificada. Quedan otras posibilidades, provenientes de distintas ordenaciones. Por ejemplo, después de largas humillaciones se acaba en tal postración que en nombre de la vida bien vale la pena pasar por la penuria de encontrarse sin empleo, o tal vez aparezca un día uno interesante.

La historia unitaria que conduce a la toma de decisión varía según se jerarquicen los distintos valores en pugna: seguridad/inseguridad frente a orgullo/sumisión, según ésta tabla simplificada:

-seguridad pero sumisión
-inseguridad pero orgullo

Estas dos alternativas se confrontan y disputan en la medida en la que las dos están teñidas con el veneno que deja un aguijón que se trata de escupir. La sumisión o la inseguridad, dos desventajas que son el precio de dos ventajas que se buscan, orgullo y seguridad, sin que al conseguir la una le siga la otra como no sea precisamente como coste del logro.

Planteado así el problema no hay otra solución (suponiendo que al sujeto no le viene a socorrer algún ideograma resolutorio por su valor privilegiado) que aceptar lo que considere mínimo precio. Es un triste consuelo, pero así es el consuelo, ese festín en el que se cuela el diablo como convidado impertinente.

Cuando la alternativa que se explora no es una historia futura como en el ejemplo sino una pasada, con la cual se realiza el montaje unitario, hablamos de melancolía. El trabajador ensueña estar en tiempos mejores, y armado de valor vuelve despectivamente su mirada al presente ingrato, de ésta guisa empalidecido como episodio despreciable al que seguirá la gloria como el sol que se recuerda vuelve a brillar aun después del estruendo de la tormenta.

La degradación puesta entre paréntesis por una historia revivida que falsamente la limita, deja fluir todo su peso sin que fuerzas tan sutiles la detengan. La melancolía es un consuelo que en realidad alienta menos de lo que despilfarra. No se trata de permitirse placeres, cosa casi siempre loable, sino de utilizar un recurso placentero en otro lugar para pretender en vano endulzar momentos amargos.

El fin de una elección entre planes contradictorios es por consiguiente establecer cual es el mínimo precio para el máximo beneficio entre valores emparejados de modo opuesto. El medio de alcanzar el fin es imaginar una historia verosímil respecto a los postulados propuestos para el fin.

Si estamos en lo cierto la duda no será otra cosa que una oscilación neutra en la que no es posible montar unitariamente las historias de las diferentes versiones. Lo que suspende el éxito de la intención de preferir es la siniestra equiparidad de pérdidas y ganancias. Lo que se pierde es tan insoportable como lo que se gana imprescindible.

No hay consuelo de mínimo precio entre alternativas que se plantean como absolutamente irreconciliables. Pero hemos de sospechar de tal pathos de imposibilidad. Daremos algunas razones para justificar la sospecha.
 

La parálisis es peor que el azar.

Efectivamente. Puesto que la duda refleja insuficiencia de razones para decantarse, al decidir el sujeto dar por bueno lo que está inseguro que sea realmente óptimo, pueden suceder a posteriori dos cosas: que sean confirmados o desechados sus temores.

Si los descarta por el resultado afortunado de la decisión, el goce del éxito quedará empañado por la falta de méritos de la empresa: lo verá como fruto de su acción, pero en parte condicionado por un azar que se ha limitado a asumir como lo que de ajeno a su voluntad incluye su propia intencionalidad. No es una acción limpiamente suya, sino es como la riqueza que proviene de acertar en la ruleta ayudando en lo posible a la suerte con la razón. Dadas las condiciones iniciales, en las que no se puede asegurar a cuenta de sus méritos lo que logra, lo conquistado es más bien el premio de arriesgarse a crédito de su poder (confianza en su improvisación, en sus capacidades).

Si los temores son confirmados, el chasco queda en parte amortiguado por lo que tiene de laguna la responsabilidad de la acción. El fracaso afectará al sujeto más como fatalidad que como error -ya que no acertar no es equivocarse. La fortuna le es adversa como accidente imprevisible, como una ceguera atribuible a las limitaciones de las que se ha visto obligado a partir.

En el caso de la parálisis hay otro fracaso distinto. Consiste en una amargura sin atenuantes, segura, totalmente atribuible a la falta de valor cuando para decidir no hay total poder de asegurarse los resultados.

Se objetará que el sujeto no sabe si tiene tal poder o no y simplemente prefiere darse tiempo para dirimir lo mejor. Lo mejor se entiende que es aclarar si es viable la acción, o si fuera inviable aceptar las renuncias deportivamente.

Este argumento sólo hace que justificar la duda sin resolverla, ya que no sería tal duda si existiese más disposición de tiempo para decidir (y decidirse en tales circunstancias sería en verdad temerario). En cambio estamos aceptando el presupuesto de que hay una oportunidad de la decisión según la cual se trata del momento de elegir. Por otra parte no se entiende cómo el sujeto acepta ese mismo riesgo cuando no puede dirimir si la acción es viable o no, a no ser que entonces no quiera dar el brazo a torcer frente a esa no menor necesidad.

Siendo el fracaso de la duda seguro y el posible fracaso soportando el azar inseguro (además de que en el caso peor tiene consuelo), es preferible decidirse a quedarse dudando, que es una solución ficticia en tanto no se reconoce en la duda que se está justificando una elección tercera que precipita el fracaso.

Para sostener esta tesis tenemos que aceptar primero un límite para la duda. La duda es un tiempo de trabajo en el que se fragua una elección, y en cuanto momento de la acción está tan limitado de tiempo como podemos decir que lo esté la acción misma que lo comprende como proceso. La transgresión de este límite es más grande (reductora) cuanto menos posibilidades de reparación del fracaso instaurado existan.
 

Falseamiento de lo mejor y lo peor

Cuando se plantea una duda acerca de dos posturas encontradas que pugnan entre sí como candidatos a una elección, están expuestos bajo forma de méritos las cosas buenas o malas para el sujeto. Hay como una actuación de valores que se presta a añadidos reformulantes.

Un valor puede ser retomado, al traerse en una confrontación, para colocarlo por su lado más acerado o más inocuo según convenga a una situación concreta de lucha. Del fragor bélico puede resultar que los valores ganen en extensión o intensidad, enriqueciéndose como un ejército que se moderniza a medida que se desarrolla la guerra. Las miradas a su desfile, la especial puesta en escena para la ocasión, todo contribuye al realce de las ideologías representadas bajo forma de drama.

Frecuentemente exageramos, falseandolo, nuestro poder. Así, cuanto mentimos aumentando méritos, o disminuyéndolos al estar deprimidos. También cuando cayendo en la tentación de orgullo nos comportamos despóticamente, traicionamos en otro plano la voluntad de ser considerados: estando diversos deseos relacionamos en un complejo equilibrio es natural arrepentirnos más tarde de los efectos causados por lo robado en una parte para otra; entonces venimos a identificarnos con el equilibrio completo y reconocer el exceso como algo que no es auténticamente nuestro deseo.

Auténtico quiere decir algo que altera la verdad del deseo, falseandolo, volviéndolo en alguna forma aparente, a pesar de que paradójicamente sea también nuestro lo es que "falsamente nuestro". Esto es debido a que hemos caído en algún tipo de espejismo, creemos encontrar un apéndice de un órgano que en ese reconocimiento redefinimos como lo que será o no será nuestro, a diferencia de lo antes creíamos como nuestro sin que ahora decidamos que fuese lo justo.

Según ésta definición lo auténtico-nuestro sufre constantes translaciones a medida que decidimos que sea. En manera alguna es una sustancia que se ve con objetividad o que se sufre de ilusiones al verla. /Auténtico/ viene a ser el resultado exitoso de reconocerse como acto.

No podríamos conocernos si al ir cambiando no nos tomásemos el trabajo de re-conocernos. Así, los auténticos deseos que pudiéramos tener en plena euforia adolescente, muy bien pudieran ser juzgados más tarde como ilusiones que no merecen permanecer como nuestros auténticos deseos actuales. Algunos jóvenes que tuvieron ardores revolucionarios se prometieron para el futuro no caer en la tentación de integrarse en el sistema social(3). Cuando se ven en la situación de parecerles bien integrarse, se traicionan a sí mismos o se hipotecan a un fragmento de su vida? Similares dudas podríamos plantearlas con los cambios religiosos. Alguien que educado en una religión juró no abandonarla jamás, puede luego ser infiel a ella y auténtico a la vez? o acaso en el juramento hay como en el contrato de Fausto con Mefistófeles una venta del alma?

Se tendrá que aceptar que si en un momento de la historia de una persona se tiene derecho de decidir lo que cree, dirimir lo que es verdad o error, justo e injusto, bello o feo, seguirá teniendo ese mismo derecho en los demás momentos de su vida.

La vida de las personas suele tener varios giros estructurales, los unos derivados del proceso de maduración, los otros por influencias del medio o exigencias de programas propios que se van desarrollando (de joven se podía desear formar una familia llevando vida de soltero y en cambio al formarla esa vida de soltería se acaba)

El derecho a definirse se apuntala en el hecho de que hay que tomar-postura frente al mundo para actuar en el mundo de una forma que no sea azarosa o totalmente dirigida por la inteligencia de la especie.

Con ello pretendemos poner de manifiesto que el sujeto humano en su funcionamiento temporal se define, se hace, según las constantes posturas que toma, y que no deja de ejercer mientras vive. Lo suyo y lo no suyo constantemente se renueva. De ahí que exista un antes y un después propio e impropio de un mismo deseo: antes "lo admiraba" después digo que "me dejaba impresionar", o antes "amaba" y después aseguro que "fue una bonita ilusión".

Como quiera que tenemos un límite para el cambio, puesto que ni podemos cambiar en todo, ni en un instante, ni desprogramar automatismos a voluntad, ni saltarnos las alternancias y ritmos de los encajes realizativos, ni las relaciones en perspectiva del haz de planes que nos llevamos entre manos a medio y largo plazo, de todo ello se deduce que el trabajo de reconocerse necesita de una mínima estabilidad para que sea posible.

De ésta estabilidad se pretende derivar por pregnancia la idea de /yo-auténtico/, cuando se trata más bien de un rigor formal, de un límite, que de una contradicción con el concepto de cambio. Es decir, no se puede minimizar el cambio, pretendiendo con ello que practicante no existe otra cosas que un origen, como tampoco maximalizar el cambio pretendiendo que se puede ser a capricho: ambas cosas son extralimitaciones de poder-ser, por defecto y por exceso.

Si convenimos que el arrepentimiento frente a lo que un deseo provoca como consecuencia negativa para otros deseos igualmente aceptados sirve para replantear ese deseo en el conjunto de lo nuestro, entenderemos mejor que quiere decir en definitiva añadir que no era auténticamente nuestro deseo: un arreglo a posteriori de lo que hubiéramos preferido ser y lo que en el futuro trataremos de ser para evitar no ser por equivocación.
 

Paradoja del contraste

Un deseo y un contradeseo que pugnan entre sí en obstinada y sistemática réplica, como en ese juego infantil de poner alternativamente una mano sobre otra en inacabable pirámide, logran alcanzar las cimas de la exacerbación. La pulsión crece proporcionalmente a los vados de la contrapulsión al igual que los amantes se enardecen traspasando barreras.

Permítasenos traer el ejemplo de San Antonio para ilustrar esta serie de fenómenos. Con un dominio poco común de las pasiones terrenales, un fervoroso y exaltado amor a Dios, una renuncia ofrecida como el más humilde de los sacrificios, un hombre tan excelso sólo podría ser visitado, como en el caso de "Las tentaciones de S. Antonio" de Flaubert, por la mismísima reina de Saba.

En el cuadro que dedica Dalí al mismo tema se ve llegar una gigantesca comitiva. El primer elemento es un corcel al que el santo retiene con la exhibición de la cruz logrando así encabritarlo. El segundo es un elefante zancudo a cuyos lomos, sobre un pedestal inestable, se soba una mujer desnuda. Le sigue un tercer elefante cargado con una pirámide puntiaguda. Finalmente un último elefante de estilizadísimos pies, que sostiene una brillante iglesia en cuyo pórtico asoma un torso desnudo de mujer como invitando a un encuentro santificado por el recinto sagrado, una asombrosa tentación que se encontraría precisamente en un relicario.

Hay en estos distintos elementos un tratamiento narrativo que nos interesa ilustrar por cuanto tiene de similitud con la mecánica de la duda.

En primer lugar el caballo, símbolo frecuente de los instintos desatados. Porqué sería una tentación? Sabemos que al ser rechazo por gracia de la cruz se ve obligado a encabritarse sobre sus patas traseras, que en virtud de ese repudio se alargan volviéndolo gigantesco. Todo ocurre como si la enérgica represión lo volviera monstruoso, dejando adivinar tras la apariencia de caballo vulgar lo que un celo exacerbado delata como asalto del diablo. Este último no tiene otro aspecto que la deformación del caballo: responder a un cruz con terror, iniciar una transformación hacia otra metamorfosis que resulte más exitosa. San Antonio ha visto un caballo y ha presentido en él una jugada del demonio, tal vez colocar una hermosa muchacha sobre él, pero en todo caso, anticipándose a toda maniobra ha precipitado una firme respuesta.

Mas precisamente porque hace fracasar el plan de Belcebú antes de que se desarrolle provoca un segundo intento del diablo en el que éste, no pudiendo ya tomar ni forma de caballo, ni evitar el estado de guardia de S. Antonio que se refleja en el extraño poder de alargar las patas de los animales para levantarlos a una altura que los delata como falsos animales, trasmuta al caballo en un exótico elefante, que a las claras se presenta como etéreo, concediendo así su derrota en cuanto al disimulo pero colocando encima de dos pedestales de malabar un objeto contundente y provocativo capaz de distraer la atención de todos los fallos bajo sus pies. El resultado es que la tentación se eleva, como volatizándose en el irreal, pero se concreta hacia su final en una mujer desnuda que excita excitándose.

En un tercer tiempo ese deseo es rechazado. Las patas del elefante se alargan. Ni siquiera pretenden ser unas patas de caballo que delatan, sino que aparecen en franca anormalidad diabólica, que simplemente están para sostener un elefante que narra una derrota, puesto que su misión es portar una pirámide como símbolo de que se da por bueno el rechazo de la mujer, insistiéndose en nuevas variaciones de tentación, tal vez a propósito de las claves del conocimiento. Al igual que ocurría con la primera secuencia, San Antonio ve al diablo, lo sigue temiendo, y por ello está presente aunque fuese devaluado como un fracaso tras otro. Es como si no se esperara menos del diablo que después de ser vencido insistiera con tretas más astutas.

No es otra cosa esa cuarta tentación figurada de lo temido. Algo así como si el diablo adivinara y respondiera al reto, puesto que se le espera con tanta devota atención. Y tiene a su favor el estar seguro de ser mirado. Por ello realiza su oferta del modo más teatral: aceptando el que es visto llega a lomos de un elefante que se diría tiene los pies ramificados, como a punto de levantar el vuelo arrastrado por el viento, y trae un objeto reverenciado por el santo, una iglesia. Una imagen que casi sería el máximo fracaso del diablo, una especie rara de conversión, y un triunfo total de la repulsión de S. Antonio, tal como sería el deseo ideal frente a las metamorfosis: ponerlas al servicio de dios para su mayor gloria. Y en el corazón de la esperanza de triunfo se evoca impúdicamente, desarmando, un torso erótico de mujer que acerca el deseo hacia su objetivo como a punto de tropezarse con él, cogerlo por equívoco o sorpresa, como indicando que ya que se está tan próximo a la carne es que se ha cedido lo suficiente como para retroceder.

La imagen de la mujer completamente desnuda es la de una invitación que puede declinarse. El torso recortado por la puerta de entrada de la iglesia propone que se ha aceptado mirar la tentación misma hasta el punto de sólo faltar caer decisivamente el ella. Se ha entrado por el amor divino, mirando al templo sagrado, huyendo de lo rechazado, que sin embargo espera allí donde la inmunidad y el descanso invitan a aflojar.

La cruz que se esgrime contra una tentación en la que se teme siquiera pensar acaba siendo temida como insuficiente para detener el asalto de la tentación, que lejos de desaparecer, parece hacerse carne y en la que lo prohibido atrae como recorte que reluce después de desfallecientes esfuerzos de apagar los rescoldos.

Tenemos una especie de modelo de contrastes paradójicos, esto es, una escalada progresiva de los impulsos en juego, en lugar de la eliminación del más débil o repulsivo. Los intentos de doblegar la posición contraria dan por resultado la intensificación de la posición enemiga.

Contemplemos el caso en el que el conflicto se diera entre miedo/defensa. El miedo es un cálculo de una posible degradación posible (o en curso). La defensa es la posible (o en curso) neutralización de la degradación imaginada en el miedo antes de que se realize.

Podemos tener diversos miedos: a olvidarnos la llave de gas abierta, a estar sucios, a no haber leído bien un número, a tener un impulso criminal, homosexual o suicida. En estos miedos, para serlos, ha de haber una figuración narrativa de lo temido, y junto a ella, o mezclado con ella, la figuración narrativa de la defensa. Estas dos narraciones pueden tomar bien la forma de personajes autónomos que luchan como dos bandos de ejército, o bien un único desarrollo en el que los movimientos de uno dejan entrever la fuerza del otro, como al ver corriendo a alguien podemos suponerlo perseguido por un personaje que no aparece en escena sino por inducción.

Hay en la duda un desarrollo del temor y la defensa que se caracterizan por mostrarnos una anormalidad de nuestro funcionamiento acostumbrado. Veamoslo más despacio.

Una persona deprimida comienza a desarrollar el temor de que se le escapan involuntariamente gestos homosexuales. Explica que cuando pasa delante de alguien se le escapa un vaivén de cintura de adelante atrás como imitando el movimiento de follar. Asegura que es un gesto exagerado que llama la atención de los demás, que le miran entonces y le hacen pasar un doloroso bochorno que le ha conducido a evitar salir a la calle en la medida de lo posible, con lo que ha acentuado más todavía su aislamiento y por lo tanto se limitan poderosamente sus recursos de superación. Está casi convencido de estar transformándose en homosexual, lo cual contempla con horror. Estudiado con mayor atención el gesto que realmente hace, filmado en video y analizado al pormenor llegamos a las siguientes conclusión: el movimiento de cintura es ligerísimo y sólamente se observa prestando gran atención, el sujeto confunde lo que temía hacer con lo que estaba haciendo, ya que tenía miedo que le surgiese el gesto de "llamada homosexual", y entonces procuraba hacer un movimiento contrario al sentido en el que pensaba que se le iba a disparar la pelvis. Cuando temía ir hacia adelante estiraba para atrás, y viceversa, de esta forma algo realmente hacía, pero lo único que hacía era retener un tic que temía apareciese, y junto a él el estigma de verse ridiculizado como homosexual (homosexualidad a su vez temida como ataque, descontrol o locura, pero no deseo positivo ni deseo que se rechazase a continuación como inconveniente). Vemos cómo un temor, el de volverse marica, desarrolla un defensa tal que alimenta más temor recursivamente por medio de seudo pruebas, del estilo de confundir lo que es miedo y lo que es deseo o defensa, llevando el grado de duda acerca de si se volvía homosexual a extremos torturantes.

Dudar de si uno está normal o volviéndose loco porque tiene temores de que le de por tirarse por la ventana o matar a su hijo con un cuchillo, son ejemplos de miedos que conducen al sujeto a concluir que no está normal, ya que piensa tales cosas, y lo que es peor, ya que tiene que agarrar con fuerza el cuchillo para que no se le escape sin estar muy seguro de si es que lo retiene o empieza el movimiento de asesinar o si lanzarse a gritar que está loco para que en el último momento de lucidez pueda llamar la atención lo suficiente como para evitar la tragedia.

Hay un grupo de dudas en las que ésta dinámica es particularmente gráfica, son las dudas más elementales, aquellas que tienen la virtud de cuestionar el correcto funcionamiento del cuerpo como maquinaria: sea la máquina de cerrar y abrir puertas, o llaves de gas, grifos, etc.

Al dudar de si hemos dejado la puerta de casa abierta o cerrada no nos limitamos al dato puntual de certificar cualquiera de estas dos posibilidades, sino que la duda en todo caso forma parte de los planes de acción, por ejemplo el estudiar los peligros derivados de dejar la puerta abierta, o bien asegurarnos de que cerrando la puerta neutralizamos los posibles inconvenientes de un despiste.

Aunque se tratase en la representación de una puerta abierta, y no de un desarrollo explícito de una historieta, ese dato aparentemente aislado no dejaría de ser intencionado en alguna forma: como una puerta abierta susceptible de permitir el acceso de un amigo, de un enemigo o de un ente neutral.

Enmarcada la duda en el momento en el que se deja la casa, la puerta que permanece cerrada o abierta refleja más bien el nivel de seguridad o inseguridad con la cual finaliza la secuencia de abandono de nuestra morada.

En realidad el sujeto ha hecho una cosa u otra, y por lo tanto teóricamente habría de saber a que atenerse. De temer un despiste, un error, sobre éste último podemos discutir dos situaciones diferentes, que se trate de uno posible o de otro ya realizado.

En el segundo caso nos encontraríamos con una confirmación de un fallo en los planes de acción, y ello suscitaría un estudio acerca de la causa del error: la prisa excesiva, una cerradura enclenque, el aturdimiento del despertar, etc. También, según sea reconocida la causa, podrá valorarse la estrategia adecuada para evitar la repetición del fallo, como podría ser prestar mayor atención la próxima vez, a pesar de las prisas, el aturdimiento o deficiencia de la cerradura.

Normalmente cerrar una puerta suele ser una acción semi-automatizada. La influencia de factores adversos puede replantear excepcionalmente el grado de confianza que podemos permitirnos para su ejecución rutinaria. De un fallo, en estas coordenadas, sólo es lógico entresacar la lección de que debemos aceptar una pequeña limitación para ciertos casos especiales. Esto, por lo demás, ocurre con muchos otros aprendizajes, de los cuales nunca sabemos del todo su poder real, y por lo tanto requieren afinamientos según la experiencia nos haga descubrir tal o cual salvedad.

Tratándose de un posible fallo es que desconfiamos por anticipado de nuestro normal funcionamiento. Puede ser que desconfiemos de un primer fallo, o bien que se repita uno ya ocurrido por un fracaso de la evitación de dicha repetición.

Con estas dos sospechas entramos en un orden de cosas diferente al del reconocimiento de limitaciones y los retoques de aprendizajes consolidados. Porque por una puerta dejada abierta por un despiste que luego se repara, lo peor que pudiera ocurrir es que hayan entrado ladrones, pero si sospechamos de nuestra competencia de memoria, o bien de nuestra competencia de reajuste, el posible robo es tan sólo el inicio de una serie de desgracias futuras.

Evidentemente el olvido de cerrar la puerta es en un caso más dramático que en otro. No es lo mismo ser robado, que además de ser robado tener un trastorno de memoria de cuya gravedad da muestra el hurto como anticipo de consecuencias más funestas que a continuación sobrevendrán.

Planteando un esquema de ambas versiones podríamos resumirlas:
 

FALLO NORMAL             FALLO ANORMAL

Puerta abierta     ->                 Puerta abierta

(-)Inseguridad     ->             (-)Inseguridad

( )Competencia     ->             Incompetencia

(+)Seguridad                           (--)Inseguridad
 

Pudiera ser que alguna razón impulsase a una persona a castigarse en demasía frente a un error, porque sea un perfeccionista o tolera mal perder tiempo en operaciones correctoras. El énfasis estará puesto entonces en la desproporción con la que se contempla la falta, la irritación que le causa la disminución del rendimiento que espera de sí mismo. La crítica no perdona un fallo, dando por supuesto algún tipo de mala fe a la que se trata severamente de corregir. Este elemento de iracundia, aunque la adorne, no es suficiente para hacer estallar la duda.

Sólo si el fallo es visto como síntoma de una enfermedad es capaz de generar el impacto aterrorizador que va más allá de las consecuencias que una falta pudiera producir.

El verdadero temor en la duda consiste en desarrollar una patología imaginaria por la cual el sujeto pierde poder de control sobre la memoria.

El recuerdo de haber cerrado la puerta se vuelve inseguro, se difumina en inciertas vaguedades sino en engañosas apariencias. La persona trata de defenderse frente a esa disipación del recuerdo, olvidándose en el camino de criticar la superstición que instaura.

Su confianza en la capacidad de control disminuye en la medida en la que corre riesgos cada vez más profundos en cada posibilidad de error que imagina: contra más detalladamente observa cómo la puerta queda cerrada, la toca, la comprueba repetidas veces, cerciorándose hasta la saciedad, más dudará de si realmente eso fue así, o si se trata de un sueño, una fantasía que entreteje los hechos confundiéndolos, un escarnio de la locura.

Al cuestionar lo muy seguro aporta como posibilidad de fraude lo muy grave.

Porqué, -se dirá- iba a temer a pesar de todo no haber cerrado la puerta si no fuera porque una anormalidad enemiga se ha deslizado alterando las certezas perceptivas, volviendo lo negro blanco, lo seguro inseguro?

Ese recuerdo de puerta cerrada que tiene es centro de sospecha, es maléfica tentación. El recuerdo que se aseguró antes es lo que ahora supone precisamente que se ha volatizado, y por consiguiente si se puede difuminar es que se trata del mal mismo.

Contra más empeño ponga en cerrar exhaustivamente, abusivamente, la puerta, tanto más esa puerta cerrada fuera de los límites necesarios para esa acción se convierte más tarde en razón negativa.

Esta regla la vemos también en otros abusos. Cuando por afán desmedido, supongamos el de originalidad, el sujeto se obligue a ser ante todo singular, sino por lo positivo al menos vía escándalo, como pasando de un deseo de fama a un rechazo de toda notoriedad, habrá un valor que es perseguido extremadamente como es la gloria, y que irá acompañado de otros valores colaterales o conformantes, como ser singular, ser distinto: frente al fracaso que implica no conseguir toda la gloria no hay una disminución acorde del apetito sino una especie de deslizamiento metafórico, como si el apetito de singularidad valiese como sustituto adecuado, provisional o superior al de gloria.

La apariencia de seguridad que desarrolla una conducta de precaución excesiva fracasa como apetencia si se confrontase con la pequeñez del peligro, en nuestro ejemplo un robo, y por lo tanto para alimentarse necesita recrear un peligro mayor, una locura. Para encontrar las pistas de la locura ha de rechazar de algún modo, desactivándolo, el poder de control. Qué artificio más eficaz para la causa podría hallar que declarar al poder inexistente o allí donde se manifieste volverlo apariencia?

El sujeto activa dos frentes a la vez. El de la defensa, para poder encontrar realmente la puerta bien cerrada a la locura; y el desarrollo narrativo de dicha locura, que consiste en insegurizar la defensa encontrándole afinados fallos, acordes con el supuesto de estar trastornado.

Una persona normal no cabe que espere el que una puerta que ha comprobado que encaja bien rebote empero saliéndose el pestillo del cerrajero -considera el dudoso-, pero una persona que está alterada, en su tonto aturdimiento puede que al comprobar si había enganchado bien la puerta la hubiese abierto y dejado entreabierta pensando que antes estaba cerrada, como si el eco de la palabra "cerrada" le hiciese olvidar que la acababa de abrir..

Se comprenderá que en esta situación la complicación en el cerrado de la puerta favorece el refinamiento de los posibles errores. Serán más sofisticados cuanto más contundentemente podría estar seguro el sujeto de que está efectivamente cerrada, y por consiguiente hay muchos más motivos para imaginar detalladamente, con minuciosidad de entomólogo, la caída en la enfermedad que tan bien dibuja.

Es como si la cercanía del retrato de una enfermedad le proporcionara la sensación al sujeto de estar dentro de él, de suceder, y esa cuasi experiencia de locura deja un poso de prueba, de confirmación de su anormalidad, con lo que incentivará recursivamente su duda.
 

Conflicto mortal o a mínimo coste

Si enfocamos el conflicto entre planes contradictorios a la luz de la naturaleza de la lucha, la agresividad contenida en ella puede ser tal que implique un resultado peor por sí misma que el fracaso de lo que estaba llamada a resolver.

Sea la confrontación entre orden y desorden, perfección o imperfección, limpieza y suciedad, gusto y disgusto, capacidad o incapacidad, o cualquier otro par de opuestos capaz a la vez de ser reconocidos el uno como único a costa de la muerte del contrario nos encontraremos en un tipo de agon destructivo.

Para ello uno de los pares ha de acabar siendo extralimitadamente deseado: perfecto amor a dios, orden incorruptible, limpieza invisible, gusto excelso, capacidad inquebrantable. Basta una ambición abusiva o bien un miedo mordaz.

En la duda, cualquier cuestionamiento, o mejor, una negación gradualmente empequeñecida, es suficiente para poner en peligro, no un impulso moderado, que por lo tanto tendría también poco que perder, sino el impulso magnificado. Un afán de limpieza extralimitado que puede ser arruinado por la mota de polvo que deja la gamuza.

Se dirá que al sujeto le resulta insoportable ver ni una brizna al mirar el horizonte del mueble, ni incluso puede llegar a imaginarla sin que le inquiete la mera posibilidad de suceder.

Ciertamente, es una forma de describir un momento de la obsesión. Pero el momento del miedo siempre nos ha de retrotraer al del deseo que teme pueda fracasar. Si este deseo fuese tener las cosas convencionalmente limpias, la mota de polvo no sería un peligro. Una de dos, o el sujeto ambiciona demasiada limpieza, o bien partiendo de una exigencia razonable fracasa empero a la hora de delimitar el nivel de insuficiencia que plantea la urgencia de defenderse contra la suciedad.

Pero de suceder ésto último la causa, partiendo de que el sujeto fuese razonablemente limpio, sólo podría ser que hay demasiada suciedad, tanta que no puede eleminarla: la duda consistirá entonces en si renunciar a ser convencional para tolerar vivir con mayor suciedad para los mismos esfuerzos limpiadores que está dispuesto a invertir, o si cambiar su concepción acerca del trabajo necesario para sentirse razonablemente limpio.

Cuando el fracaso de la limpieza es descabelladamente angustioso suele ocurrir debido a que lo sucio es demasiado pequeño, teniendo el reverso de que lo limpio gana en exigencia.

Si la exigencia va creciendo la presencia de suciedad se vuelve más insoportable, más odiada, con más poder destructor. De ahí que algo sucio acabe convirtiéndose en mortal de necesidad: bastará que tal imperativo de limpieza sea tan tiránico que sea imposible complacerlo.

No se puede pretender aniquilar la suciedad a cuenta del éxito completo de la limpieza sin que la destrucción total contamine a lo limpio con la mancha del cadáver. Y es que el supuesto vacío que se podría esperar de la desaparición de la última suciedad nunca lo podría llenar lo limpio sin chocar con la huella dejada por el enemigo.

De hecho estamos mostrando un final trágico. Pero esta tragedia tiene un desarrollo histórico. Comienza en un punto y crece, como todos los impulsos extralimitados, hacia la perdición del sujeto.

El principio lo encontramos al borde del límite, cuando dar un paso más allá implica alterar un plano en el concepto establecido, como al pasar de lo sucio visible a la sucio invisible, de lo sucio con textura a lo liso, de lo sucio formal al claro oscuro y de ahí a sucio luminoso. El cambio conceptual conlleva el del sistema completo sobre el que gira el par limpio/sucio, porque redefine las reglas de división. De resultas de ello aumenta la posibilidad de suciedad, por ejemplo al existir no sólo la visible sino también parte de la invisible.

La razón práctica que acompaña por lo demás a los repartos conceptuales se ve alterada sin que, significativamente, el sujeto acepte cabalmente las derivaciones que implica: mayores limitaciones, los recortes de sus otras obras vitales. Su propio cambio se le torna indigesto, aunque no deja de generarlo: nada mejor entonces que suponer alguna extraña locura que trastorna sus impulsos, haciéndole perder el control conceptual de la limpieza y suciedad.

Desaprende activamente lo que a continuación lamenta perder, y si pierde se dirá que no es a cuenta de un error, sino por una 'enfermedad', lo que le permite seguir equivocándose con resignación.

No pretendemos concluir que la duda consistirá en una especie de mala voluntad, o un vicio inconfesable, sino que el modo de llevar la guerra contra la suciedad, la agresión contra ese enemigo, puede extralimitarse, queriendo eso decir que se persigue más allá de lo razonable, alterando la magnitud del concepto y con ello intensificando el apetito de limpieza hacia tentaciones totalitarias.

Dicho de otro modo. La forma de regular la agresión es hacer depender su alcance del mínimo coste que representa esa guerra en el conjunto de planes con los que el sujeto trata de alcanzar su expansión vital.

Veamos ahora otro ejemplo de confrontación mortal, en la duda entre deber filial y libertad. Pero no hablaremos de un deber sentido como deuda de gratitud o pena, es decir, de demasiado deber, sino de un deber que se tuviese dudosamente o que el sujeto buscase su eliminación al modo como antes se trataba de rechazar toda sombra de suciedad, probándose hasta qué punto existe o no existe.

En este caso especial el deber filial que sólo existió como asco soportado se vuelve deber categórico por lo que aquella obediencia tenía de incorruptible: cualquier libertad arruinaría un deber insuficientemente sentido pero no menos visto como destino.

Si no se acabase de derrumbar el castillo en ruinas es porque el sujeto forma parte consubstancial con la herrumbre, podrido por la misma destrucción que vanamente combate. Nada más tratar de abandonar su perdición por la ansiada libertad, las garras de lo que le pierde agarrotan sus fuerzas.

El suplicio de la renuncia a la que se obliga en nombre de lealtades ambivalentes vuelve tan insoportable esa cercanía de libertad que no hay otro remedio que alejarse de ella al precio que sea, resignándose a ser maldito, carcomido por ese deber convertido en una razón negativa para continuar existiendo.



1. En el aprendizaje genético muy bien ha podido suceder al revés, como ha mostrado Piaget, pero el hecho de que las estructuras se hayan asimilado a partir de prácticas de orden inferior no excluye el que una vez consolidadas funcionen con prevalencia jerárquica.
2. Según Beaconsfield, en "La placenta", Scientific American, Octubre de 1980
3. Esta problemática la ha tratado exceléntemente Umberto Eco en "Apocalípticos e integrados", ed. Lumen, Barcelona 1968.

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