Por: José Luis Catalán
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En la evolución del ser humano hemos desarrollado la capacidad de modular y ampliar la respuesta emocional más instintiva tal como la podemos ver funcionar en otras especies animales. Buena parte de este control consiste en la capacidad del pensamiento de conocer, elaborar, calcular los estímulos emocionales básicos, creando sofisticadas relaciones entre la corteza superior del cerebro y la amígdala, donde se activan los esquemas más ásperos y elementales.
La capacidad de poner la emoción bajo el mando del pensamiento simbólico es lo que distingue una persona con gran cultura emocional y otra que por haberse desenvuelto en un ambiente degradado (ambientes desestructurados, familiares alcohólicos, violencia, abusos, etc.) no se proporciona a los hijos una educación mínima, provocando con ello la aparición de comportamientos muy primitivos y problemáticos socialmente hablando (intransigencia, egoísmo, incapacidad de tolerar la frustración, violencia, etc.) lo que nos hace recordar que la cultura es un resultado entre la capacidad intelectual innata y un ambiente adecuado que la rellene de contenido y estimule en complejidad cualitativa.
La educación despierta y edifica las capacidades musicales, matemáticas, deportivas, literarias, pero también nos provee de un lenguaje para expresar los sentimientos que nos sirve para nombrarlos, matizarlos, diferenciarlos, comunicarlos, etc., favoreciendo con ello una modulación lo bastante fina como para permitirnos vivir en sociedad.
En el hogar tenemos la primera escuela de los sentimientos. Los adultos leen en nosotros como un libro abierto y van dictando sentencia: “el niño se ha enfadado...”, “mira cómo le gusta...”, “espérate un poco, no seas tan impaciente...”. Tienen interés en descubrirnos nuestro propio mundo interior como si fuera un exuberante jardín lleno de maravillas que nombrar.
Por su parte los niños están deseosos de ensayar lo que imitan y aprenden, experimentando con alegría los éxitos que va reportando la versión activa de lo sentido pasivamente.
Todo este panorama natural de aprendizaje puede verse oscurecido porque los adultos no muestran particular interés en la vida emocional del niño, limitando las intervenciones a los cuidados, exigencias de higiene, estudio y comportamiento decorativo.
También, por el lado de los niños, pueden padecer de falta de confianza como para explorar sus sensaciones, pensando que no interesarán , que no tienen importancia o no merece la pena ser comentados, acostumbrándose a un silencioso vivir, sin ruido, sin necesidad de explayarse, sometiéndose caninamente a la rutina que se espera de ellos . Como que son tan buenos tampoco nadie se preocupa por ellos.
Podemos observar en distintos enfermos que padecen hidrocefalia similares síntomas de desorientación. Pero, bajo una inspección más atenta, comprobaremos que la persona cultivada utilizará vocablos sueltos de cierto grado de refinamiento, su tono de voz será más conciliador y sosegado, y hasta lucirá educado sumergido dentro de su confusión. Por el contrario las personas que antes de la enfermedad se mostraban más primitivas emitirán vocablos soeces y tendrán comportamientos desagradables. También encontraremos comportamientos agresivos en personas “oficialmente” cultas, pero que aun siendo especialistas competentes en un tema, bajo el punto de vista afectivo son tan analfabetos como el más basto.
Cuando la vida emocional se expresa con toda su crudeza, sin temperancia ni respeto por el prójimo y tan siguiera utilidad propia, hablamos de una persona impulsiva y primaria.
En el polo opuesto se encuentra la persona que reprime sus sentimientos, intentando desconectarse de su interior, persuadiéndose de que “no pasa nada”, haciendo como que no hay sentimiento que por, mucho que se sienta, merezca la pena ser contemplado. Se propone, hasta conseguirlo: “no debo estar triste, no debo angustiarme, ni sufrir, mi comportamiento siempre ha de ser impecable”.
Este modelo es la forma espontánea con la cual muchos hombres pretenden resultar viriles, no llorando nunca, no siendo “débiles”, soportándolo todo con firme indiferencia. El sentimiento está mordido, aguantado. Podría ser llamado, reconocido, escrito en un diario o comunicado a un amigo en un momento de efusión, pero la persona domesticada no se lo permite, empeñado en su disciplina guerrera.
El siguiente paso de la alienación emocional lo representa el que estemos ya tan alejados de lo que sentimos que ya no se reconoce como un contenido psíquico, sino más bien como una percepción de un proceso corporal extraño, de forma que en vez de aceptar, por ejemplo, que “estoy preocupado”, me convenzo de que “algo que he comido me ha sentado mal”.
La vida de un hipocondríaco diríase que aparece como normal, sin problemas ni grandes agobios o teniendo la persona total entereza, y todo iría de maravilla de no ser por la presencia de malestares físicos incomprensibles que nunca parecen encajar en los cuadros médicos oficiales. Las nauseas, los mareos, el vértigo, el aturdimiento, son tan evidentes que sería absurdo no pensar que obedecen a alguna misteriosa enfermedad, siendo que no se ve ni reconoce el poder la ansiedad como causa de los síntomas.
Mientras que una persona preparada para reconocer sus emociones podría poder fácilmente etiquetas al aburrimiento, a la soledad, a la falta de estímulos, carencias sexuales, falta de afecto, rencor o ambición frustrada, el hipocondríaco padece de una alextimia o incapacidad de encontrar el sentido de las emociones, sólo constata dolor de cabeza, de estómago, de las articulaciones, un extraño cansancio, molestias musculares misteriosas, sensaciones internas inquietantes, y todo ello le hace sospechar alguna enfermedad que coincidiera en algunos aspectos -aunque luego el médico encontrará más diferencias que similitudes-.
La relación atormentada con el cuerpo delata la presencia oscura de lo que, al no poderse decir, elaborar o matizar, sólo obtiene atención en la superficie de la piel, en la contracción muscular, en espasmos sin sollozo, fruncido de cejas sin pensamiento, dolor sin herida que lo produzca.
Como quiera que lo que busca el hipocondríaco es la explicación de una enfermedad, también se desconcierta al ver que nunca se resuelve el diagnóstico médico, ni ningún fármaco le cura de lo que no tiene.
La preocupación por sufrir determinada trastorno que ha padecido algún conocido o ha visto en un documental, postcast o noticia médica, cree padecerla, en base a la similitud o mala interpretación de síntomas iniciales. La idea de estar enfermo captura buena parte de las energías, actúa como agujero negro que devora su paz y bienestar, amenazado por un adivinado final. Intenta despejar las dudas que le corroen acudiendo al médico para realizar pruebas que confirmen sus sospechas.
Aquí es el punto en el que entra en una encerrona, porque el médico no corrobora sus premoniciones, descarta el tipo de enfermedad que teme, pero en lugar de tranquilizarle y alegrarle la noticia, la rechaza cual hambriento que denegara la comida que le ofrecen.
Prefiere recelar del médico (se ha confundido, es inexperto, no muestra interés, se han equivocado en el laboratorio), o variar la localización (antes pensaba que podría tener cáncer de vejiga y al descartarlo, pasa a considerar que fuera de estómago). Su imaginación puede ir lejos como para representarse la evolución y tamaño de un tumor y creer sentirlo crecer, y descubre sensaciones que demostrarían su temor. Puede llegar a estar convencido, mirándose al espejo, de que su cuerpo ha cambiado, se ha deformado, carcomido por algún tipo de trastorno raro vagamente identificable.
Algunos médicos odian a esta clases de pacientes que parecen hacerles perder el tiempo y que constantemente cuestionan su profesionalidad. Pero el mensaje de “no tiene usted nada” niega la existencia de lo que el hipocondríaco ve con la evidencia de sus sentidos, y le hace vacilar entre la idea de ser locos alucinando cosas que no existen y la suposición de que tienen algo tan raro que los mismos galenos desconocen, algo que evoca la posibilidad de ser un “caso perdido”.
El hipocondríaco se ve obligado a luchar contra corriente en pos de la dignidad de un status verdadero de enfermo, pero esa verdad parece escurrirse constantemente. No proviene de las autoridades consagradas, ni de la experiencias de los seres queridos, ni aparece en las enciclopedias, ni se deduce fácilmente de las sesudas deducciones sobre el mapa de las molestias.
Esto no quita que algunas enfermedades cuesta años diagnosticarlas, son evasivas, difíciles de encontrar, pero esta posibilidad no excluye la preocupación obsesiva, aun en el caso que el hipocondríaco padeciera también una enfermedad real. Hablamos de un síndrome ansioso, de una manera de sentir una “mala gana”, un difuso malestar cuyo origen se atribuye a un proceso maligno con el que se especula constantemente, un sinvivir por una muerte supuestamente anunciada que a la vez justifica y desplaza la preocupación por los problemas personales, que son sustituidos por las especulaciones y sensaciones corpóreas.
Esta situación cambia cuando encontramos por fin un trastorno verdadero, ¡la hipocondriasis! . Es un trastorno donde confluyen la dificultad de conectarse con la intimidad de lo sentido, señales psicosomáticas de un alto nivel de ansiedad, rumiaciones fantasiosas sobre cuadros patológicos, sensaciones de incomprensión y desprecio y la justificación contante de estar pendientes de nuestro propio cuerpo.
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Psicológica Ramon Llull