Memoria, olvido, decisión

Ed. Traç Dep.Legal B-31092-86
©José Luis Catalán Bitrián

En la antigüedad existieron mitos acerca de la memoria, como por ejemplo las series dedicadas a Mnemosine entre los griegos. Platón, en su República, nos habla de una versión, de tradición pitagórica, en la que las almas de los muertos beben en el agua del Leteo y así ocurre que olvidan sus vidas anteriores antes de renacer. Este mito apunta a la experiencia de renacimiento que implica recordar1

Efectivamente, eran una práctica común en los círculos pitagóricos los ejercicios de memoria para recordar los sucesos diarios y así llegar a tener presente la vida transcurrida, incluso vidas anteriores, como una forma, atenuada si se quiere, de inmortalidad.

Paralelamente a las distintas construcciones mitológicas se desarrollaba en Grecia una tecné del recuerdo, de la que representa un hito Simónides, con su arte de ordenar el material a memorizar de los discursos en el ágora2. Se hacía cada vez más decisivo el desarrollo de la nemotecnia en la medida que se complicaba la cultura. Estas técnicas fueron retomadas por la tradición latina y más tarde por la escolástica.

En cada momento histórico, por supuesto, la función de la memoria se ha visto según las coordenadas socio-intelectuales del momento. Nosotros en particular, somos herederos de una versión mecanicista de la memoria que arranca de los asociacionistas, experimentalistas de primeros de siglo, que por lo general soñaban con ser los Newton de la psicología. Según esta versión recibimos impresiones cuyas huellas o impactos se imprimen como en una tablilla de cera. Hoy nos vendría bien para expresar la misma idea, la imagen de la memoria como una cinta de video, en la que ningún detalle que pasase por el ojo de la cámara dejara de grabarse.

Nuestra posición en este punto es considerar la memoria dentro de un conjunto más complejo que llamaremos sistema de almacenamiento, recuperación y decisión. Hay que contemplar el mecanismo de manipulación de conocimiento como una globalidad. El sujeto humano lo que realiza son acciones, por lo tanto los datos necesarios para la acción estarán a su servicio, y ello incluido el caso especial en el que la acción de la que se trata sea precisamente la de recordar por el gusto de contar una anécdota o derivar una utilidad especial de ello.

Si tomo la decisión de presentarme a un desconocido, surgirá automáticamente mi nombre, mi edad, y los demás datos necesarios. Si lo que quiero es averiguar el coste de 5 paquetes a 2€. cada uno, rápidamente aparecerá en la pantalla de la conciencia cuanto son 5x2, dato necesario para realizar el cálculo. Es decir, recuperar datos de la memoria tiene mucho que ver con usar elementos imprescindibles para llevar a cabo los actos en curso realizativo.

Es imprescindible tener en cuenta que lo que se recuerda tiene que ver con lo que nos está interesando hacer en el presente, el resto se aparta, lo cual podemos entender como olvido, aunque no necesariamente en el sentido de que no queramos que vuelva jamás o que sea destruido o inaccesible, sino provisionalmente apartado hasta que pueda resultar útil para algo de nuestro interés. Aun si estamos interesados también puede suceder un fallo técnico en el sistema de recuperación: lo tenemos «en la punta de la lengua» pero no accedemos a esa información en contra de nuestra necesidad porque el indicador de recuperación es incorrecto Por ejemplo, creemos que empieza por una palabra y es otra, o la categoría en la que creemos está clasificada esta confundida.

Lo que llamamos olvidar en cierto modo lo podríamos rebautizar como «recondicionar» la información. Esto lo podemos ver por un lado por el filtro que pone el cerebro a la información que nos rodea: es tanta, que tenemos que seleccionar lo que nos parece más interesante: aquello que favorece lo que estamos haciendo o lo que puede ser útil en otro momento, por ejemplo un nuevo comercio que observamos mientras realizamos una gestión, un contacto potencial para los negocios que podemos conocer, una tendencia en la moda de la que conviene tomar nota, unas noticias relevantes: es conveniente coger al vuelo este botín mientras estamos ocupados porque apenas representan un gasto de energía hacerlo, ni molesta en nada el curso de la acción. El sueño es el otro aspecto esencial para fijar la memoria a largo plazo: el cerebro debe separar la purria del día para quedarnos con el grano: la mayor parte de lo que hemos percibido, todos los detalles irrelevantes, incluso buena parte de lo que ha tenido su importancia en momentos ya trascurridos pero ahora resulta caduco, todo ese material debe eliminarse, se debe «vaciar la papelera», desocupar espacio, para dejar paso a la preparación de la nueva jornada. El sueño es fantástico porque en cierto modo nos limpia de las inquietudes y vicisitudes que nos impactaron para tener la oportunidad de comenzar sin lastre la jornada.

El sistema de la memoria está subordinado al de las intenciones o decisiones. Lo que haga referencia a la memoria lo tenemos que considerar siempre desde el aquí y ahora, desde nuestro presente. Es desde el instante presente que el sujeto humano recompone otro tiempo imaginario que existe en tal presente en forma de imagen visual, acústica, esquema dinámico, o aquello que sea que, por ser un tiempo sin espacio, cabe en un momento..

La obligación de tomar las decisiones oportunas ahora -según el guion de lo que queríamos, continuamos asumiendo y hacemos avanzar según unas metas que todavía no han acabado- subordina toda la serie de datos. Tenemos que existir constantemente en presente: de lo contrario ¿no habría huecos en los que no existiríamos?.

Si ahora decido acordarme sucintamente de mi abuelo, dibujo mentalmente un primer plano de su cabeza, o si quiero acordarme mejor trato de construir la imagen completa en un día señalado. Si estudio a fondo estas imágenes me llevaré sorpresas: ¿a qué segundo exactamente obedece tal imagen? cómo es posible, si es que la imagen real está grabada en alguna parte, que pueda recortarle la cabeza? ¿llevaba precisamente tal vestido el día de que se trata? ¿en qué fondo se encuentra la imagen? ¿cuál fue exactamente mi estado de ánimo al fijar aquel segundo?...

No tendremos otro remedio que reconocer que no existe túnel del tiempo, no existe forma de estar realmente allí, frente al abuelo, siendo los que éramos entonces. En cambio, a pesar de la inexactitud, tenemos la sensación de que las imágenes son verídicas y precisas, no tanto bajo el punto de un examen riguroso como porque están hechas exactamente a la medida de nuestra intención3.

Igual de ambiguo es si describimos en veinte minutos lo que sucedió en una mañana: lo podemos hacer con tal lujo de detalles, que tengamos la sensación de decir exactamente lo que sucedió. Pero evidentemente, aquí exactitud quiere decir otra cosa que reproducida al pie de la letra, reflejando cada milisegundo de lo sucedido. Todo ello confirma que la memoria no es un video literal sino una especie de habilidad cinematográfica de resumir lo sucedido de una manera verosímil.

Un guionista que quisiera describir la vida rutinaria de un matrimonio, elegiría un prototipo, una secuencia determinada de planos, un diálogo, una escenografía. Con todo ello trataría de ser verosímil, no testigo neutro, ni periscopio indiscreto que refleje los hechos sucedidos para que el espectador los vea tal como son. Los escritores lo saben bien cuando emplean el imperfecto «había un matrimonio», «que hacía», «que era» ... para transmitir escenas típicas -que valen o representan fragmentos y repeticiones de unos acontecimientos imposibles de acceder al completo-. Hasta las cámaras de los reality show editan su material hiper-realista: el sonido no es pludimensional, hay lugares reservados que no se filman y otros que sólo tienen un enfoque fijo, nada huele, y sobre todo, la cámara no es un ojo humano.

Un artista es capaz trasmitir algo que conoce con algún tipo de medio expresivo: mediante la poesía, la música, el baile, dibujo o escritura. Lo que sabe un pintor de una batalla lo puede plasmar bajo forma de pintura sobre un lienzo, percibido a continuación por el espectador del cuadro, quien, como interpretador de símbolos, dará movimiento a los trazos inmóviles de la tela, postulando antecedentes y consecuentes al momento expresado, es decir, que imaginará a su modo, una batalla de la cual tendrá un impresión, independientemente de que en el cuadro sólo existan pinceladas de óleo.

En cierto modo todos somos «artistas de la memoria». Sabiendo como, podemos acudir a distintas áreas del cerebro donde hay procesamiento de caras, de sonidos, de oraciones sintácticamente bien construidas, y en todo ese río revuelto pescar los materiales suficientes para construir de nuevo, ahora, una escena. una evocación, un recuerdo. Hacemos lo contrario que al percibir. Percibiendo recibimos información que el cerebro desmenuza, analiza y da significado, y si merece la pena guarda la parte del resultado que tiene interés de forma que se pueda usar. En cambio, cuando recuperamos rehacemos, reconstruirnos.

Se objetará que una parte significativa de la memoria se refiere a datos o incluso a automatismos como caminar, el equilibrio, el cálculo básico, el DNI o la fecha del nacimiento. Efectivamente, los datos son demasiado literales como para considerarlos «construcciones» y por ello el aprendizaje infantil tiene una parte de fuerza bruta repetitiva: saber las capitales del mundo, los afluentes de los ríos, las partes de una flor, el autor del Quijote, el teorema de Euclides. Pero evocar al maestro que nos las enseñaba no es de naturaleza automática, debe reconstruirse en vez de reproducirse. Incluso cosas aparentemente sencillas van más allá de la mera repetición. Mientras que el resultado de sumar 4 y 2 tenemos interiorizado de antemano que son 6, sumar 34566 + 78459 puede que sea una tarea que hacemos por primera vez en la vida, y para resolverla tendremos que recordar y aplicar una regla, más que traer directamente del almacén de la memoria el resultado directamente Además necesitaremos algo de manipulación con lápiz y papel para llegar a una conclusión. Esta memoria para hacer algo hasta cierto punto mecánico como sumar es en parte automática y en parte guiada.

En la alucinación, en cambio, está claro que construimos una escena que pasa como la misma realidad presente ahora frente a mí. Si aquí en medio de la habitación alucinase una serpiente, para mí existiría esa serpiente de la misma forma que la silla o la ventana, aunque de una manera mucho más inesperada, desde luego. Sucede algo que en programación de redes neuronales se llama retropropagación que consiste en configurar un input perceptual según un output, el resultado esperado4. Esto es, de qué manera se tendría que percibir una realidad para ver en ella una serpiente que no existe. Está claro que en algún punto el cerebro tendrá que pasar gato por liebre.

El pasado se recrea cada vez que recordamos. Recordar es una forma de representarnos algo que sabemos y no precisamente una mecánica del retrato, un revelado exacto de lo sucedido. Ni siquiera tenemos grabada la cara de un ser querido que nos es muy familiar: más bien almacenamos distancias entre nariz, boca y entrecejos que nos permiten identificarla sin necesidad de haber almacenado horas y horas de grabación de su rostro. El almacenamiento ha sido digital, abstracto, y no analógico. Una determinada región del cerebro podría hacernos pasar delante de un ser querido y no verlo, pero en cambio reconocerlo si le oímos hablar o nos dice su nombre5.

Por otro lado, cuando decimos que sabemos lo sucedido en nuestro pasado, no tenemos que entenderlo forzosamente, aunque ocurra a veces, como que tenemos imágenes en el sentido fuerte del término, sino que se parece más al pensamiento verbal. Muchas veces vemos una imagen, supongamos una señal de tráfico, y lo traducimos a términos lingüísticos, «prohibido el paso». Esto último es evidente en la lectura, en la que vemos una /p/ pero la traducimos como fonema "p". Las experiencias que vemos, que sentimos, las podemos memorizar mediante métodos de almacenamiento, esto es, descompuestas por un análisis que deducirá los elementos últimos de sentido. Esta especie de estructura profunda del significado, puede ser retomada parcialmente y las partes pueden ponerse en relación mutua o con otros conocimientos previos, o ser traducidas a diferentes formas simbólicas distintas a la original.

Hay enfermos de alzheimer que tienen dañadas las estructuras cerebrales y no pueden general una frase sintáctica y semánticamente bien construida, pero en cambio pueden seguir una canción: la frase en este caso es más musical que comunicativa.

Cuando se habla de la memoria empleando metáforas fotográficas, habría que tener en cuenta que la foto vale por la persona. Hace las veces de la persona cuando a través de ella nos ayudamos para, dado un cierto vacío de formas, reconstruir el infinito continuo del tiempo. La foto, bien mirado, no se corresponde con nada de lo que exactamente pasó. Aunque nos asombre la información que puede llegar a proporcionarnos nunca deberemos confundirla con una repetición de algo ya sucedido. Por la misma razón, podemos generalizar estos ejemplos diciendo que en la memoria no hay repetición posible, sino una síntesis más o menos rica en información.

La llamada memoria fotográfica se tiene que entender en buena medida como una explotación deliberada de la recogida de datos que conlleva la acción. Pongamos el ejemplo de la mnemotécnica de Simónides: decido ahora imaginar que paseo por una mansión con columnas y estatuas, y hago como si dejase cosas en cada lugar por el que paso: la inventio del discurso la dejó debajo de Venus, la dispositio en la columna que le sigue, luego la elocutio a los pies de Atenea, y así sucesivamente6... Se trata de simular acciones, y aun siendo ficticias, tienen la suficiente intencionalidad como para subordinar los datos que se posan aquí y allá como medios de llevarlas a buen término, y susceptibles de ser recordadas como podría recordar un acontecimiento sucedido o el argumentos de una película. Similar técnica era la utilizada por el hombre prodigio que nos describe Luria7: recorría una calle muy familiar e iba colocando números y objetos en distintos sitios; más tarde sólo tenía que simular mentalmente el mismo paseo.

Podríamos preguntarnos, las acciones y cosas que se quieren memorizar ¿cómo se dejan en olvido de forma que luego las podamos recuperar? Para contestar a esto vamos a referirnos a una acción de cierto nivel de complejidad. Aceptemos el caso de que pretenda acudir al abogado para ser aconsejado sobre un litigio. Como la acción en cuestión comprende gran número de pasos -salir de casa, llevar papeles en un portafolios, mirar el número de la calle- también se multiplica el número de veces que se toman decisiones a lo largo del trayecto de la acción. Esto último quiere decir que no sólo elegimos ir a un abogado para ser aconsejados, sino también qué ropa nos ponemos ese día -no vamos a ir desnudos por la calle y arriesgarnos a que nos detenga la policía local-, qué papeles vendría bien enseñarle, y en definitiva hasta caminar por la calle a un ritmo u otro, teniendo en cuenta la hora a la que hemos quedado. En resumen hay muchas cosas aparentemente al margen de pedir consejo que están, en cambio, en estrecha dependencia a la hora de realizar concretamente la acción anticipada.

Mientras estamos ocupadísimos con el abogado tenemos aparcados, en stand by, otros propósitos que también tenemos. Están olvidados temporalmente, pero no desaparecidos. El olvido en este caso es como un sueño ligero, porque cualquier cosa los puede despertar, como por ejemplo que nos hagan esperar en la sala de espera y esté en peligro una cita que teníamos comprometida a la salida del leguleyo. El conjunto de deseos que llevamos entre manos nos pueden susurrar cosas al oído, como en este caso, diciendo «te estas pasando del horario y puedes chafar mis planes»

Estamos decantados, es cierto, pero no tanto que olvidemos tener en cuenta un máximo rendimiento junto a un mínimo coste en relación al conjunto de proyectos que nos llevamos entre manos.

Así es como, junto a lo que nos interesa en un momento realizar, y que para llevarlo a cabo elegimos sus pasos adecuados, están siendo mantenidas las demás características en suspenso activo: permitiendo aquellas cosas que ni favorecen ni estorban a la acción, aprovechando aquellas otras que lo favorecen, y tratando de neutralizar las que perjudican.

La amabilidad y simpatía del abogado favorecen la relación de ayuda al cliente, mejorando la transmisión y efectividad del consejo, pero de todas formas no puede decirse que sea siempre imprescindible. Si el abogado está serio porque tiene un familiar enfermo igual puede aconsejarnos con suficiente eficacia. La simpatía del abogado es percibida y procesada de alguna forma como conveniente, aunque en el foco de la atención lo que prime sea el consejo que buscamos. También pueden surgir inconvenientes. Por ejemplo, si el abogado me pide que le haga el nudo de la corbata, ¿qué decisión tomaré? Puede ser que su petición se convierta en un elemento tan inconveniente que hasta prefiera renunciar al consejo del abogado con tal de no fracasar en el mantenimiento de mi orgullo personal por culpa de la realización de un acto excesivamente servil.

Todos los datos que se van procesando mientras se actúa, son ordenados y agrupados, los unos como foco de lo que interesa y los otros como neutros o bien como elementos a potenciar porque favorecen o bien como elementos que hay que contrarrestar porque perjudican a la acción de que se trate o a otra colateral que se vería afectada si no se toman las medidas oportunas. Siempre hay un poco de todo, porque nosotros simplemente pretendemos imprimir un cierto orden a una realidad que siempre tiene algo de caótico e imprevisible.

Cuando las cosas van bien parecen encarriladas, sin inconvenientes que retrasen. En otras estamos contrariados porque el curso de nuestra acción esta lleno de obstáculos. Si estamos demasiado concentrados en lo troncal puede que se nos escapen detalles que pudieran ser reveladores o choquemos contra una farola o pisemos un charco; si por el contrario, nos hallamos demasiado absortos en los detalles se nos escapa la oportunidad de llevar a cabo el propósito principal.

Sucede lo mismo con el goce del amor. Cuando falla en la pareja, sus miembros discuten sobre el amor, el que se les debe, el herido, el perdido, etc. y si la relación va sobre ruedas, se olvidan de hablar sobre el amor y simplemente disfrutan de lo que realizan juntos.

Nada hay en la vida que no tenga inconvenientes y desorden. Hasta los mismos átomos poseen dentro de su aparente configuración de punto perfecto un caos de subpartículas en constante y loca ebullición.

La memoria no refiere sólo lo que una persona aislada pretende archivar para la conveniencia de sus propios asuntos, sino que también puede ser colectiva. Sabemos cosas sobre nosotros, pero más aún sabemos del mundo exterior y de las demás personas, individualmente o configurando organizaciones sociales. Por ejemplo, sabemos que en la primavera florecen los árboles, que si cometemos un delito puede que nos persiga la policía, o que cada cuatro años hay elecciones, o que en el siglo diecisiete los señores a la moda usaban peluca, o que se dice que un tal Guillermo Tell atravesó con una flecha una manzana que tenía un niño puesta en la cabeza.

Memoria, olvido y decisión, no son temas que puedan contemplarse por separado. Son cosas que en el mundo de los actos van juntas. Si decido acudir al curso a las siete, y sólo si lo decido, puedo olvidarme durante el día de este asunto con la seguridad de que en el momento oportuno, como un puntual despertador, y quizá justo cuando podría pensar en ir a tomar una cerveza después de salir del trabajo, la nota «a las siete tienes curso» aparece por arte de magia para guiarme benévolamente hacia donde me había ordenado antes ir.

La afluencia de datos necesarios para el desarrollo de la acción funciona en régimen de confianza: confiamos simplemente en que los sistemas automáticos se desenvolverán a gusto de nuestras necesidades. Suponemos que la memoria esclava cumplirá puntualmente nuestras órdenes. Es lo que normalmente sucede, aunque de tanto en tanto se rebela en forma de «despiste», para volver luego a su cauce. Es más, si desconfiamos es posible que la memoria no de su máximo rendimiento, o al menos no nos salva de las contradicciones de darle ordenes contradictorias que igualmente cumple.

La memoria del pasado no se puede tomar de forma literal como si existiese un revival de lo sucedido. Lo que ocurrió no puede volver a repetirse igual, ya que desde entonces al ahora hay el abismo de tiempo que ya no existe. Las imágenes del pasado son eso, re-presentaciones. Hay una diferencia entre presentación inmediata de las cosas que se da cuando estamos aquí y ahora en el mundo, de una re-presentación o seudo-presencia. Las imágenes del pretérito son más pobres en cuanto a densidad que las actuales, aunque afectivamente pudiera ser al revés. Aun pareciéndonos los recuerdos sumamente vivos, no van a dejar de ser construcciones a posteriori, y su sentido partirá siempre de la acción actual.

Si escribimos un libro de historia de Roma, al igual que decíamos que la imagen del abuelo era construida según una intención actual, sucederá que reconstruimos un pasado para algo: no se podrá desligar el contenido de la historia pasada de la decisión intencional de reconstruir un pasado. Al lado de los contenidos del libro que trate sobre el Imperio Romano, existirán las razones por las que se escribe: rebatir, confirmar, contribuir a un campo del conocimiento, divulgar, opinar, ganar un premio o prestigio.

No se puede olvidar, por consiguiente, que al pensar el pasado, también hay una finalidad por la que se hace tal cosa. Constantemente hacemos un resumen de lo que ha sido nuestra vida, nos situamos al vernos en una posición, y por eso necesitamos, como al leer historietas que continúan, resúmenes provisionales del estado de las cosas, por ejemplo, si vamos siendo felices o si nos perdemos por un barranco.

Constantemente necesitamos situarnos en nuestra propia historia. Por otra parte se trata de una historia colectiva, en la que funcionamos como agentes y como pacientes respecto a otros prójimos. Dicho de otro modo, hacemos balance de como ha ido y va nuestra vida social. Para nadie la vida es algo que se aísla del exterior, se mete debajo de la piel y lo demás no cuenta, sino que la persona tiene presente a la hora de realizar balance todas las relaciones en las cuales se involucra en el mundo en general a o largo de su vida.

Debido a que un individuo puede hacer un balance a propósito de su posición en la sociedad, otros individuos -que también a su vez hacen tal cosa- pueden darle, como resultado contable, balances negativos. Puede suceder que una familia, un grupo, una institución o sociedad entera estén deprimidos debido a tal suerte de juicios adversos. Se habla entonces de clima, atmósfera de grupo, en vez del «¿cómo te va?» que se aplica a individuos.

Cada cual tiene un centro desde donde contempla a los demás, y los demás están, respecto a ese centro, en la periferia. Para cada uno de los miembros varía ese centro, y de la noticia que tenemos todos de los distintos centros podemos hacer dibujos colectivos, como por ejemplo una reunión en círculo de amigos o una pirámide jerárquica, las asambleas circulares del ágora griega, el modelo cosmológico de la antigüedad como una serie de círculos concéntricos, o la imagen actual de un hombre-punto minúsculo sumergido en un espacio infinito en expansión.

El balance de resultados es un elemento básico de las estrategias de acción. Constantemente nos vemos obligados a realizar ajustes y evaluaciones para imprimir un curso favorable a los acontecimientos. Lo que podemos entender por mejorar, aquello en que se basa el ánimo expansivo, no consiste precisamente en el que el desarrollo de las acciones se dé al azar o en aceptar lo que venga, sino que más bien, lo que nos proponemos todos es situarnos por encima del renglón que las experiencias vividas nos han dejado como poso en la memoria del conjunto de nuestra lista de méritos, posesiones y goces.

El paso del tiempo que vamos resumiendo constantemente nos da una posición de lo que hemos conseguido, hasta donde hemos llegado. Esto lo necesitamos para saber qué es para nosotros mejorar o degradarnos. Saber lo que es mejorar o empeorar es tener una regla con la que regular las experiencias de expansión y reducción.

Cuando uno desea y realiza su deseo, está a gusto, pero ese gusto tiene que ver más que con la mera realización, con la apuesta de mejora que tiene para la persona su deseo. Por el contrario, cuando la persona ve que se degrada, reduce sus posibilidades, su saber, su poder, ello le crea una sensación de frustración o tristeza. Aunque ocurriese que por lo demás hace las cosas normalmente, comer pasear, etc. va a sentir una profunda inquietud, cierta pesadumbre porque sabe que no está mejorando sino que está corriendo el peligro de deteriorarse. Aparece la sombría posibilidad de que muera su aspiración social, que es parte de la vida humana, y agoniza por adelantado mientras se devana en el estudio de cómo salir del atasco.

Los grandes planes de vida sintetizan el pasado al mismo tiempo que predican determinado rumbo de ascenso para lo que queda. De esta forma siempre tenemos un criterio para enjuiciar nuestra posición actual.

Los ancianos tienen mucho pasado por sintetizar pero poco futuro para darse esperanza. Si su vida está llena de fracasos y conflictos les resultará muy difícil alimentar una buena solución a ese panorama. Están amenazados por otro lado con la pérdida de poder que representa un deterioro físico y una disminución de las vinculaciones sociales. En resumen: verse perdedor es morir un poco. Los animales agonizan cuando mueren físicamente, pero el ser humano comienza a agonizar cuando muere su dignidad social, de forma que alcanzando al nivel de vida puramente animal o vegetal se considera semi cadáver.

La síntesis que produce la memoria tiene que estar subordinada a la acción, pero esta acción muy bien puede referirse a otra de la que a su vez depende. Proyectos inmediatos que tenemos, por ejemplo durante el día, están subordinados a planes semanales que a su vez lo están de otros a largo plazo. Así, un chico pide el número de teléfono de una chica. Acordarse del número de teléfono es un elemento necesario para llevar a cabo un posible contacto posterior, que a su vez forma parte -el contactar- de la necesidad de encontrar una pareja con la cual formar una familia, es un supuesto. Cuando se trate de momentos electivos claves, como formar una pareja, tener niños, comenzar una nueva profesión, etc. tendremos que memorizar cosas fundamentales de nuestra vida8, y no tan sólo un número de teléfono. Incluso a la hora de fallecer parece ser que muchos moribundos, para morir bien, necesitan hacer un último balance de lo que ha sido su vida.

De hecho, procesar la cultura recibida es vital para sobrevivir y orientarnos, para tomar posición, para ver qué hacemos y dejamos de hacer. Cuando una persona no construye su propio orden no sabe bien hacia donde dirigirse. El ordenamiento es para el hombre sus normas, su idiosincrasia, que a su vez son apropiaciones de propuestas culturales para el deseo. Así, querer formar una pareja, obtener recursos, estar seguro.

No tenemos ideologías para salir perdiendo, sino que estamos convencidos, tenemos confianza en que esas grandes propuestas resumidas para planificar la vida son las mejores lecciones que podemos haber sacado de nuestra experiencia -o así nos lo han hecho ver-. Aceptamos ordenamientos que provienen en gran parte de la cultura heredada, de la tradición. Asumir una cultura nos parece bien porque nos proporciona una posibilidad de goce que creemos buena. Las ideologías nos llegan porque se difunden, bien sea a través de libros, por la prensa u otros medios de comunicación, bien por medio de la tradición oral del ambiente que nos ha rodeado.

Necesitamos del tiempo pasado y futuro para poder dar un sentido al presente y podernos desenvolver en el presente según programas previos o teniendo en cuenta expectativas de futuro.

¿Dónde están el pasado y el futuro? El único lugar donde esa clase de tiempo puede estar es en el presente. En presente estamos haciendo algo. El sentido que tiene esa cosa que hacemos no lo vamos a encontrar jamás ateniéndonos a lo que ven nuestros ojos en un instante. Supongamos que vemos a alguien que está con el tirador de la ventana en la mano, ¿qué hace? ¿cierra o abre la ventana?. Aunque no hayamos visto el inicio de tal acción, si vemos que la persona se retira soltándolo, podemos deducir que la deja cerrada.

El presente actual, inmediato, es intencionado, a diferencia de otro actuar que fuese movido por otro tipo de reglas, como podría ser la del empuje del viento.

Algunos sabios griegos, preocupados por el estudio de los elementos que componían al hombre, al preguntarse qué movía al hombre, su alma-motor, especulaban si se trataba de un fuego o del éter. Nosotros decimos hoy que lo que guía la acción humana es la información. No son otra cosa los tiempos imaginarios de futuro y pasado de los que estamos hablando.

Esta clase de tiempos imaginarios nos ayudan a podernos guiar en el presente a nuestro gusto, según nuestros deseos. Igualmente podríamos añadir, que esto quiere decir tener intención o bien ser libres de hacer.

A veces se discute tontamente acerca de si tenemos libertad absoluta, como si la pregunta por la libertad fuese acerca de si podemos hacer todo lo que queremos. Evidentemente hay muchas cosas imposibles para nosotros, como pueda ser reducirnos de tamaño a capricho, correr a la velocidad de la luz, estar en dos sitios al mismo tiempo, por poner algunos ejemplos.

En el vocabulario ordinario ser libres quiere decir que entre varias posibilidades, aquella que finalmente elijo no la escojo empujado por alguna enfermedad que me obligue ineludiblemente a ello, ni por casualidad. Al decir que hago libremente distingo el modo de hacer de estos dos que acabamos de nombrar.

Libertad es un concepto que tiene sentido en un contexto de varios términos ordenados, como cuando hablamos de temperatura y distinguimos entre lo frío y lo caliente, situándonos de esta manera. Teniendo la serie completa, y compartiéndola con los demás, sabemos decir si hace frío o calor. De la misma forma podríamos comunicarnos diciendo que las acciones las hacemos por obligación, por posesión diabólica, por providencia divina, por sugestión hipnótica o trastorno cerebral. O bien, ello sería un extremo de la serie, por libertad, porque queremos voluntariamente.

Así, junto a lo hecho voluntariamente u obligatoriamente, una corriente cultural como la psicoanalítica añadiría el actuar inconscientemente, o bien una religiosa el actuar por inspiración divina, o una conductista el actuar determinado por las contingencias de refuerzo o en cierto marxismo el actuar por los dictados económicos. Este conjunto de problemáticas de la intención las podemos agrupar en torno a la imputabilidad del acto, esto es, los problemas de autoría y responsabilidad.

Se comprenderá entonces lo importante que es memorizar los méritos y deméritos de las cosas buenas o malas que nos vienen ocurriendo. De esta forma podemos estar dispuestos en cualquier momento a dirimir qué cosas son nuestras, cuáles podemos utilizar como medios de conseguir finalidades, en qué debemos corregirnos para creer que somos interesantes a los demás, o por qué merecemos cierto beneplácito de los otros.

Baste recordar lo importante que resulta en los juicios a presuntos criminales esclarecer la imputabilidad de los actos que se le atribuyen, su grado de responsabilidad, las atenuantes y agravantes. En resumen, las consecuencias sociales y personales que tiene una acción dependen en buena medida, a la hora de significarla, de cómo creemos que se desarrolla esa acción en lo referente a su imputabilidad.

Cuando estamos en el curso de una acción, el pasado cuenta por todo lo recorrido provisionalmente. Supongamos un novio que ha tomado la decisión de comprar un piso. En un momento comienza a dar los primeros pasos, leer los reclamos del periódico, visitar una agencia... Cuando decide por primera vez comprar el piso no había pasado nada aún de ese deseo, sólo existía la pura expectativa. Fue un punto del presente real en el que hizo nacer un futuro, abrió una historia. En el ahora, en el que no ha decidido nada más que decidir-hacer, es el punto de máxima anticipación y de mínima densidad real, pero aun con todo, necesariamente, algo real.

Porque algo está en su cuerpo, algo hace, el estar precisamente en puro embelesamiento, lo que es un tipo de acción a igual título que pudiera serlo divagar o estar pensando sesudamente. Está anclado a la realidad a través del cuerpo que palpita, que se conmueve en la medida que se está prometiendo un futuro goce, que aun así obtiene un remedo de recompensa, gratuita.

Si tuviese ya algo entre las manos, por ejemplo papeles, llaves, ya habría una pequeña tradición, a la que desde luego le quedaría todavía el anuncio de lo que falta por conseguir. Hay también, estando a medio camino, un goce real de estar disfrutando de un trocito de piso, como pueda ser la llave de la puerta. No digamos ya si se halla dentro, aunque hipotecado: es un consumo directo, pero no cabe más remedio que llamarlo parcial.

El día en el que consigue el piso, ese día ya no puede gozar más de la expectativa de tener un piso, porque ya lo tiene. De lo que puede gozar es del éxito final y real, y tras ese final no puede volver a desearlo otra vez : esta completo, consumado.

La acción de compra se ha acabado, aunque puede ser seguida por el entusiasmo de un nuevo deseo, por la fiebre de nuevos horizontes y amplitudes, por ejemplo decorar el apartamento, lo cual le compromete de nuevo con una aventura de confort y de estética. En vez de conformarse con lo que ha ganado ahora pude utilizar el piso que ha conseguido como aval, para pedir préstamos para nuevos proyectos, decidir cambiar a otro mejor, hacer negocios con él.

La satisfacción del éxito, el relamerse en su consumo, es algo que tiene escasa duración, por lo que el ser humano acaba viviendo prácticamente siempre en modo de expectativa, de anhelo, jugando con el tiempo.

En la suma total de lo que consumimos realmente y lo que nos falta a lo largo de un día tiene que sobrar expectativa para no estar liquidados por algún peligroso hastío o vacío de consumo.

Este es el pequeño secreto de la ambición. Con ella siempre vamos a estar comprometidos en algo que desborda nuestra capacidad presente y real, de manera que nos arrancaremos hacia las diversas etapas o conquistas que, planteándonoslas, nos permiten estar cuasi-teniéndolas.

La tristeza representa la marca cognitiva que tenemos para desatender la marcha de la ambición. Damos en ella por imposible una acción, y es un duelo del reconocimiento de la ruina de un futuro goce que esa acción pudiera reportar.

Si se muere un ser querido, la vida es nueva para mí, tendré que renunciar a compartirla con él. Puede que esa novedad sea difícil de digerir: algunas cosas me surgirá desearlas como si estuviera viva la otra persona, porque he puesto en el mecanismo activo del olvido programas para la consecución de goces que tenía que ver con ella. He adoctrinado mi cerebro, he dispuesto horas de cenar, asuntos pendientes, planes a largo plazo, onomásticas. ¿Cómo podré borrar todas esas órdenes que he dejado en suspenso? Esta es la función del duelo, la de ser un borrador, un tachador que pone la cruz de imposible a los deseos para que se re-codifiquen como no volver a surgir o no realizarse ya. Desanimar un deseo, que es todo lo contrario de animarlo, requiere operaciones igualmente activas, una laboriosidad sistemática de desactivación y parálisis de los deseos que surgen sin haberse enterado de las últimas noticias.

Supongamos un niño que oye el timbre de la puerta. Se entusiasma pensando que llega su mamá, abre la puerta con alborozo dispuesto a echarse a los brazos de sus brazos, pero, oh sorpresa, ¡es el cartero!, Tiene que parar en seco la expectativa amorosa, apagar la emoción que se ha encendido de forma equivocada -no va a tirarse a los brazos del funcionario para darle besitos-, ha de ponerse serio y recuperar la compostura, emociones totalmente opuestas a las primeras. Hay que liquidar el deseo y sustituirlo por otro diferente, por ejemplo jugar a ser mayor diciéndole al cartero «¿Qué desea usted, señor cartero, en qué puedo ayudarle?».

Cada vez que se inmoviliza un deseo que todavía tenemos se produce un dolor de anular lo que justo en ese momento se encendía. El grado de dolor dependerá del número de deseos que liquidemos y cuan importantes sean para nosotros.

Si no se tachasen los deseos, se darían como absurdas pretensiones, como al querer dormir abrazados con la pareja que ha muerto, como era nuestra costumbre.

Cortar con una relación afectiva que temporalmente ha dado poca ocasión a tener expectativas a largo plazo dolerá poco, pero un vínculo consolidado y profundo, con una memoria rica en programas que canalizan el orden de la sensibilidad, el sistema perceptivo, ritmos, valores, hábitos, todo un mare-magnum de cosas arraigadas, todo eso no desaparece en un momento en el que digo «si, ha muerto». No es suficiente, se necesita más trabajo, múltiples operaciones de borrado. Lo que la persona quiere es muy amplio, y las vinculaciones por las que puede dolerse si fracasan tan extensas como variados sus deseos. están los vínculos y relaciones sociales de trabajo, de amistad, familiares, de intereses, de ambientes y aquellas ideas reconfortantes como la de tener fe en alguien que se vienen a pique.

En ocasiones es difícil remontar una crisis de cambio personal o social. Puede que con ese afán de no sufrir no queramos del todo darnos por enterados, renunciando a medias, como un alcohólico no del todo convencido a renunciar a su bebida anestesiadora. Se nos suele consolar cuando pasamos por una crisis o una pérdida con la frase «el tiempo lo cura todo». Pero queremos que la memoria no nos recuerde lo que no nos conviene, que el olvido permita rellenar el vacío de lo perdido sin tener que pasar por el via crucis de la desolación.

Una cosa es en tales momentos de ruptura arreglar cuentas consigo mismo, haciendo limpieza de costumbres y proyectos, y otra muy distinta creer que estamos perdidos frente a las imágenes, que nos asaltan sin permiso, perturban e imposibilitan cualquier intento benévolo de confort.

El pensamiento de que mi pareja pudiera estar con otra persona, ¿tiene tal poder y autonomía que no tenga más remedio que dejar todo lo que estaba haciendo para dedicarme a estudiar la posibilidad con todo de lujo de detalles morbosos?. Puedo tomar la decisión de hacerlo, desde luego, para «estar preparado», dispuesto a pagar el precio que las visiones truculentas me perturben, de la ira que arrancan, de colocarme en una posición de perder los papeles con acusaciones. La decisión no resulta armónica respecto a otras necesidades que debería contemplar: estar tranquilo, ser prudente, ganarme la confianza de mi pareja. Es una de esas decisiones del estilo me compro un capricho, pero no me alcanzará para comer. La visión celosa no es un película que se hubiera grabado, es realismo fantástico. Pero si hubiera habido una confesión anterior, cuya narración se ha rellenado de escenografía, ¿dejaría de ser por ello un auto-tormento innecesario? Los que buscan el máximo bienestar personal suelen «cortar por lo sano» cualquier provocación de un recuerdo, venga de una casualidad asociativa o de una evocación momentánea. Si la persona decide protegerse no lee más páginas de ese libro, no ve más fotos de ese álbum, y todo ello no le impedirá tomar la decisión que le convenga -separarse, perdonar, sobreponerse-.

Una infidelidad, aunque se perdone, deja en secreto un recuerdo amargo que vuelve muy difícil la reconciliación. En el momento más inoportuno puede aparecer como si se tratara de una señal de stop en la carretera. «no se merece muestras de cariño» o en un momento erótico «igual besaba así a la otra persona». El recuerdo se convierte en un inhibidor, y por eso la vuelta a la normalidad se frena, y como no se consigue la confianza y la naturalidad no hay manera de superar la herida, que sanaría si se alcanzara el éxito completo.

Hemos de comprender que el problema no es la fuerza irracional de un recuerdo que nos hubiera abducido, se trata más bien de la ambivalencia de los deseos, del conflicto que hay ha veces entre varios deseos que tenemos: el odio pide un tipo de medidas, el amor otro completamente distinto, deseamos mucho algo que nos haría felices, pero nos morimos de miedo a la hora de hacer lo que sería necesario para conseguirlo. En nuestro mundo deseante cada cosa quiere lo suyo, tiene sus propias motivaciones y razones. ¿Quien pone orden en la casa? ¿Quien lleva la batuta para decidir turnos, censuras, tiempos y medios?. El interés general es algo que requiere mucha madurez comprenderlo, y las partes aceptarlo.

La última imagen de una secuencia tiene una influencia mayor de la que debiera si se convierte en representación de la serie. Si el último recuerdo de un familiar fallecido es con la cara demacrada o llena de sangre ¿no sería injusto que esa imagen represente en el futuro al ser querido? Parece que sería mas razonable deshacerse -que es todo lo contrario de cultivarla- de esa imagen procurando elegir otra cada vez que necesitamos referirnos a la persona. Es lo que suelen hacer los familiares que se reúnen para contarse historias del fallecido: ponen en la pila de fotos las más favorecedoras, las que producen una evocación tierna y entrañable.

A veces somos ciegos respecto de algunas maniobras «sucias» que hacemos. Con una mano tiramos lo que la otra ha puesto de pie. Una persona que se ha toma muy en serio la religión católica se dispone a comulgar. Piensa: «NO debo tener ningún pensamiento impuro», pero claro está, la palabra «impuro» puede ejemplificarse por una imagen que vio en una revista. En ese caso piensa acongojado «pero ya lo estoy siendo», se espanta porque sin querer, y ha pesar de que ha ordenado a su mente que NO pensara en ello, aparece lo temido con total descaro. NO debo equivocarme, NO quiero que me tiemble la voz, que NO me ponga rojo como un tomate son otros ejemplos en los que la fuerza del no se trasforma en un maldito si. Somos quienes hemos convocado la fuerza contraria, la pelea contra nosotros mismos es por nuestro empeño perfeccionista, por escandalizarnos tan fácilmente, por atormentarnos en vano. Son ejemplos en los que nuestra propia conducta hace que estropeemos lo que pretendíamos. Puede, en descargo del asunto, sugerirse que probablemente no solemos meter la pata a propósito para fallar, sino que nuestra imperfección o desconocimiento de ciertas sutilizas nos juegan una mala pasada.

Los filtros nos ayudan a concentrarnos separando los que nos estorba o es desechable de aquellos elementos de la carretera del interés por la que circulamos. Puede ser que estos filtros no funcionen y el problema no sea ya de recuperación de la memoria sino de no podernos olvidar inmediatamente de todo lo superfluo. A nuestra mente acude todo a la vez, sea insignificante o trascendente, aturdiéndonos, bloqueando nuestra capacidad de acción. El pensamiento vuela en todas las direcciones, perdido por tantas cosas que debe atender sin poder centrarse en ninguna. Si esto ocurre al ir a dormir, torturados por la cascada de asuntos que caen unos detrás de otros, es muy posible que tengamos importantes dificultades para conciliar el sueño porque nuestra mente nos impida descansar.

En menor medida que el caso anterior, estando muy estimulados y excitados podemos llegar a un límite de tolerancia de lo que podemos seleccionar para reconducir la situación. El sistema parasimpático puede protegernos de la sobredosis de estímulos mediante reacciones vagales protectoras: nauseas, mareo, temblor, desmayo, que nos obligan de forma radical a cortar por lo sano los efectos estresantes del exceso estimular. Este fenómeno es el que explica los vómitos tras ver un cadáver o el desmayo de una madre cuando un guardia notifica la muerte por accidente de un hijo. El organismo nos protege obligándonos a claudicar ante lo que nos supera.



1Con los ejercicios de rememoración, el pitagorismo pretendía suministrar un medio de autoconocimiento, un modo de saber qué cosa es nuestra alma, de reconocer a través de la multiplicidad de sus encarnaciones sucesivas la unidad y continuidad de su historia Ignacio Gómez de Liaño, El idioma de la imaginación, Ed. Taurus 1982, pág. 60.

2Este logro de Simónides parece haber dado nacimiento a la observación de que «la memoria se ve auxiliada si se estampan lugares en la mente, lo que todos pueden creer comprobándolo experimentalmente. Pues cuando regresamos a un lugar tras una ausencia considerable, reconocemos no sólo el propio lugar, sino que recordamos cosas que allí hicimos, y comparecen las personas que encontramos y aún los indecibles pensamientos que pasaron por nuestras mentes cuando allí estuvimos». Quintiliano, Institutio oratoria III, iii.

3La tesis de Sartre es que la imaginación no es un puro hallazgo que encontramos, sino que esta atravesada por la intención de la que es expresión. J.P Sartre, La imaginación. Edhasa 2006.

4R. Rojas. Neural Networks: A Systematic Introduction, Springer, 1996

5Weibert, K; Andrews, TJ (Agosto 2015). Activity in the right fusiform face area predicts the behavioural advantage for the perception of familiar faces. Neuropsychologia 75: 588-96

6Cicerón dice que se debe emplear un amplio número de lugares, que han de estar bien iluminados, clara y ordenadamente construidos y separados por intervalos moderados; y las imágenes han de ser activas, punzantemente definidas, desacostumbradas y con capacidad de salir rápidamente al encuentro y de impresionar la psique De oratore, II, lxxxvii, 358.

7Alexander Romanovich Luria, Pequeño libro de una gran memoria. La mente de un mnemonista, KRK 2009

8De ahí esa cara de despiste que podemos poner cuando nos hablan del señor y la señora, su hijo, su marido y tardamos en darnos cuenta de que se refieren a nosotros.


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