Agresividad

Ed. Traç Dep.Legal B-31092-86
© José Luis Catalán Bitrián

En la conducta agresiva hay una intención de causar un daño a un ser vivo o a un objeto. El tipo de daño oscila entre la muerte o destrucción total y un tipo de daño parcial (arrancar furiosos una hoja de una planta, hablar de forma antipática a alguien). El tipo de daño, como acción a desarrollar, está basado en algún tipo de esquema utilizado para agredir según diversos ajustes reguladores (normas morales, cálculos pragmáticos, coste de la agresión). El aprendizaje social nos aprovisiona de tales esquemas, a través modelos, la influencia educativa directa y por la propia experiencia.

Como ocurre con el resto de actos, tan agresión es la respuesta puntual, corta y casi refleja de pegar un puntapié a un lata que se cruza en nuestro camino como una venganza complicada cuya ejecución estudiada durase varios años. Lo que nos hace clasificar tanto un proyecto como un impulso inmediato como agresivos es más bien el tipo de intencionalidad que subyace a ambas clases de agresión: dañar, eliminar un obstáculo haciendo que desaparezca, se neutralice o altere.

La agresión aplicada a un objeto hace que ese objeto se degrade, pierda su entropía. Cambiamos su habitual funcionamiento sin que la conservación de su estado sea un factor que nos modere (como en el intercambio).

Conviene recordar que el patrón agresivo, en el sentido general del párrafo anterior, es en la naturaleza la forma en la que los sistemas vivos mantienen sus sistemas, a costa de la energía exterior. Son negantrópicos, en vez de tender a un estado más simple mantienen y aumentan su complejidad robando energía a otros sistemas.

Cada vez que mordemos y trituramos alimento repetimos el rito primario de sobrevivir aprovechándonos de otros seres. Si en vez de comer, "trituramos" la mano a alguien, o le arrancamos una oreja de un mordisco, en estas acciones no incorporamos directamente la energía de la víctima, pero en cambio obtenemos un tipo de beneficio que mantiene o aumenta nuestro estado de cosas, y además la forma de beneficiarnos implica una degradación del otro (inutilizamos su mano, le quitamos la oreja).

Si un cirujano corta con su bisturí a una persona para extirparle un quiste, está alterando en un sentido el estado de cosas habitual del cuerpo (hermético), daña el tejido que atraviesa, y degrada provisionalmente al organismo (al punto de que exista un grado variable de riesgo de que el daño no sea reparable posteriormente). Por estas razones el acto del cirujano es agresivo, y da pie a que hablemos de medicina agresiva, en contraposición al acto médico preventivo o curativo.

Este ejemplo nos sirve para entender que la agresión en unas ocasiones la consideramos útil (en medicina, en la alimentación), y en otras no (en una relación amistosa o cuando provocamos una alteración negativa del ecosistema).

Con frecuencia caemos en el error de hablar de las emociones como problemáticas fijándonos en los casos en los que realmente tienen un papel contraproducente. Pero el miedo y la agresión, que tan mala fama tienen, aparecen también en numerosos actos cotidianos que nos parecen adecuados (comer, trabajar, conducir, etc).

El acto agresivo, por lo general, forma parte de secuencias de actos de una conducta compleja. Está articulada, relacionada lógicamente con los propósitos y objetivos que nos movilizan a la acción.

La conducta odiosa se produce con frecuencia como una forma de contrarrestar la amenaza que anticipamos de una posible degradación.

No sólo la amenaza física puede desencadenar el comportamiento agresivo, también lo provoca la referida a las posesiones personales (que son una especie de extensiones de nuestro yo), a la imagen personal (méritos y capacidades que nos configuran), a los proyectos (por los que definimos en parte lo que queremos ser). Una amenaza nos dibuja todo lo contrario de una mejora. Nos representamos una degradación posible, en curso o a punto de consumarse y, lejos de contemplarla impasiblemente, en proporción al modo como aparece, inmediatamente tratamos de ver la manera pareja de desactivarla.

La lógica del acto agresivo que está motivado por un peligro, tiene un objetivo, que es el de eliminar el obstáculo (o serie de acontecimientos) que podría degradarnos. Por otro lado, la idea de degradación sólo tiene sentido en un campo normal de actuación: no se da en el aire, aislada, sino que en ella aparecen obstáculos para algo, para aquel determinado propósito que tenemos.

El proceso del acto agresivo, su historia como acto, se desarrolla en el tiempo:

 => En la concepción anticipada de la liquidación del peligro.
 => En el curso práctico agresivo.
 => En el resultado del acto de agresión.

(A) cuando sentimos que algo podría causarnos un daño, reaccionamos primero con miedo, que es el reconocimiento de un peligro. A continuación, para contrarrestar los posibles efectos de ese peligro intentamos diseñar un ataque en la medida en la que creemos que es la mejor forma de anularlo.

(B) Si algo ya nos está causando daño, de lo que se trata es de reaccionar enérgicamente con tal de detener la degradación en curso.

(C) En el caso de que el daño lo hayamos sufrido sin haberlo podido evitar, el odio es una forma de reparar el deterioro soportado, como ocurre por ejemplo en la venganza. Si un delincuente ha cometido un delito, el sentido que tiene castigarlo es el de propiciar una especie de reparación, y ello en varios sentidos: lograr evitar otros posibles daños que, un delincuente no castigado podría realizar y hacer que salga perdiendo más de lo que ganó cometiendo la fechoría.

Por lo que insinuamos, las vicisitudes de ganar o perder están en el centro de atención del sentido de la agresión como acto.

Efectivamente, lo que deseamos en el asunto es ganar, y por eso, de no lograrlo como al sufrir un revés, lo entendemos como una forma de perder. Cuanto más si es el caso de que esté en juego perder posiciones que ya dábamos por adquiridas.

La agresión es una relación con otra cosa, persona o colectivo en la cual jugamos a ganar (a no perder) a costa de que el otro lado de la balanza pierda. Se lucha, se realiza un trabajo para que surja un ganador y un perdedor, tratando cada cual de ser el vencedor.

Todo lo contrario ocurre en el amor (por eso el saber popular los ve como opuestos), en el cual se persigue el que todos ganen, y aunque para ello han de perder algo de su parte, les compensa de sobra lo que se dan mutuamente respecto a lo que reciben.

La agresión es un proceso temporal, hemos dicho, y por consiguiente como todo lo que se somete a la incertidumbre del tiempo puede fracasar en alguno de sus momentos:

(A)Al no poder pasar de lo concebido al acto, como al "quedarnos con las ganas" o cuando "la procesión va por dentro".

(B) Al no dar resultado lo que estamos haciendo para detener una degradación (posible, en acto o a punto de finalizar) y que por culpa del fracaso de la agresión seremos efectivamente perjudicados. Piénsese en una riña en la que nuestro rival vence: nos provoca el daño que luchábamos por evitar tratando de que fuese él el dañado.

(C) Al no poder dar por terminada la finalidad de la agresión. Lo cual puede suceder porque hemos enfocado mal la estrategia, o nos hemos equivocado en nuestros cálculos globales (el otro no pierde en realidad aunque parezca que le hemos ganado, o nos volvemos insaciables, ensañándonos sin razón en el odio, etc.)

El éxito de la agresión produce una serie de efectos. Después de satisfecho el odio sobreviene al placer, placer específico y placer como en todo éxito. A continuación surge la emoción que fue amenazada y que no pudimos sentir mientras teníamos miedo u odio. Así, por ejemplo, después de conseguir una reparación por un amor herido, podemos volver a sentir de nuevo el amor que habíamos perdido de vista.

La variación de modos de agredir y pretextos para hacerlo, proviene de los distintos deseos

Los deseos pueden ser, hablando de modo muy general, de tres tipos: (1) hedónicos, (2) pragmáticos, (3) éticos. Cuando tenemos deseos hedónicos se trata de buscar placeres, y entonces cualquier cosa que pudiera arruinarlos la podríamos odiar. Si el deseo es pragmático (obtener cosas útiles para alcanzar otras) el fin del odio es destruir las resistencias que encontramos. Cuando se trata de deseos éticos (como desear hacer el bien, cumplir con nuestro deber o nuestras normas) la amenaza la llamamos transgresión, y el odio es su castigo correspondiente. La transgresión a la ley puede convertirse en rebelión contra la ley: en el primer caso hablamos de culpa, y en el segundo de psicopatía (si el sujeto no pretende cambiar la ley, como sería el caso de un delincuente) o bien de revolución (si el sujeto pretende cambiar la ley).

El deseo, la ambición y el deber, son por consiguiente las tres grandes fuentes del odio. Este odio partirá del miedo, se trate de uno evidente o de otro fulgurante y apenas perceptible. Explicaremos esto último mediante un ejemplo.

James Bond parece ser un personaje que nunca tiene miedo frente a situaciones apuradas. Pero ello no quiere decir que no tenga nada de miedo: igualmente es consciente de que corre peligros. Es más, su profesión consiste en correr peligros al servicio de la Corona, es un funcionario que contratado por el Estado, y por lo tanto en sus motivaciones pesa más el deber que no la ambición económica (no es sobornable por el enemigo). Es cierto que James Bond está construido a propósito para semejar un superhéroe, pero hay que comprender bien éste hecho: él siente por los grandes peligros que a nosotros nos darían pánico, lo que nosotros podríamos sentir por el peligro de habernos dejado las llaves de casa, esto es, un leve temblor imperceptible que dura lo que tarda la mano en comprobar que afortunadamente las llevamos encima.

Algo similar podría ocurrirle a un hábil cazador de fieras. Probablemente, acostumbrado a las cacerías, no tiene un excesivo miedo a la hora de vérselas con un león, dispara con sangre fría teniendo total confianza en su puntería. Mas también es verdad que si el placer que obtiene cazando no estuviera fundado en que corre algún peligro, a ese osado personaje le resultaría aburrido cazar.

Estos ejemplos nos muestran cómo la confianza en nosotros mismos, en nuestro poder, en nuestras capacidades y méritos (siempre que sean reales y no seamos unos temerarios) conducen a un mínimo el miedo que sentimos frente a los peligros a los que fácilmente vencemos y que nos llevan a disfrutar de nuestro éxito. Más que de miedo, que es un término más bien usado en situaciones fuertes, hablaríamos de lo que pretendemos hacer con el miedo: superarlo para conseguir los goces que nos proporciona eliminar su naturaleza de obstáculo.

Mediante la conducta depredadora, en la que la autonomía, la libertad del otro es el obstáculo para la expansión de nuestro deseo, se intenta vencer la resistencia, forzar el consentimiento o simplemente suprimir una incómoda existencia que plantea limitaciones a nuestra ambición. Obstáculo y peligro son dos conceptos que implican un deseo previo que se tiene, y la concentración de la atención en el desarrollo de la hipótesis de que su curso acabe fatídicamente, arruinando nuestros planes, es una experiencia de miedo utilicemos un término u otro.

Junto al miedo, como contra-pulsión paralela, encontramos la defensa frente a ese miedo. Si la defensa es la fuga, puede que nos empeñemos en hablar de que sólamente experimentamos miedo, cuando en verdad tanto lo sentimos como intentamos defendernos de lo malo que anuncia, a tiempo de que suceda realmente. Si la defensa es atacar, nos podemos empeñar en que sentimos sólo odio, cuando en verdad al mismo tiempo que odiamos sabemos que el peligro u obstáculo que tratamos de eliminar sigue vivo. El ladrón que roba, el soldado que conquista también tienen miedo, hasta un sádico psicópata se ríe sólo cuando ha triunfado.

Tengo que desear las tierras de mi vecino para que su voluntad de no dármelas sea considerada un obstáculo, un peligro de limitar mi expansión. Si me regalara sus tierras sin mediar coacción alguna no habría agresión posible, sino triunfo directo del deseo. Si su querer fastidia mi poder, dependiendo del momento en el que me encuentre, diré que agredo porque disparo una pistola o bien temo no haber hecho puntería o bien no temo gran cosa porque inmediatamente después de haber considerado que mi vecino no iba a darme voluntariamente sus tierras lo liquido de un balazo. Estas distintas vicisitudes nos ponen sobre la pista de porqué preferimos hablar en ocasiones, de que un obstáculo provoca la agresión (no parece que estemos perdiendo nada con ello, sino que a lo sumo dejaríamos de ganar) y en otras ocasiones digamos que un peligro provoca la agresión (sufrimos una perdida de posiciones).

Los seres humanos solemos ambicionar ser felices, para lo cual tendremos, indirectamente, que vencer miedos (peligros) que nos permitan ir más lejos con nuestros deseos.

Pero hay un límite en el que tal ambición comienza a plantearse a costa de los demás. Es el mal sentido de la palabra ambición, empleado para describir un defecto. Como consecuencia de las actuaciones del ambicioso, tirano o prepotente, le exigen justicia los sometidos. Se comprenderá fácilmente que tal exigencia de justicia suscite una respuesta agresiva por parte de las personas tiránicas: tienen miedo, al igual que sucede en la mayoría de situaciones agresivas, pero en este caso, de perder privilegios a los que aspiran.

Hay un tipo de agresión moderada, como en las discusiones, la burla humorística, la ironía, o en un simple debate. En estas ocasiones hay algo muy concreto, diferenciado, que entra en juego: nuestra fama, la oportunidad de una idea, el orgullo por determinado mérito. Las agresiones consistirán en una lucha por algo mucho más puntual que por ejemplo en una masiva pelea a muerte, en la que interesa la desaparición total del individuo. En cambio, en la agresión afinada nos interesa luchar para hacer desaparecer una mala opinión, una burla, una deformación, una mentira, etc. y así lograr un mérito o derecho que creemos merecer.

Cuando hay agresión moderada se hace posible otra relación entre los individuos que sea amistosa, ya que la lucha se desarrolla sobre un punto que deja a salvo las demás cuestiones, en las que pueden haber coincidencias o coexistencias. Para que esto sea posible es necesario que los sujetos que se agreden tengan la voluntad de conservar lo que les une al mismo tiempo que no se aparten en sus ataques un ápice, de aquello que está en disputa. Algo similar ocurre, por ejemplo, en un partido de tenis, en el que ganar o perder se centra en el juego, con determinadas reglas que lo enmarcan. Si en las agresiones moderadas se respetan las reglas de juego que hemos descrito antes, ocurrirá como en el tenis, que al final del partido los contrincantes se dan amistosamente la mano.

Conforme la cultura social se vuelve más refinada, también se sofística la agresión, porque los deseos y los peligros que corren estos deseos son tan complicados que a veces caen en el ridículo o la monstruosidad.

Ciertos límites de agresión, al igual que el resto de emociones y variaciones de ánimo, son tolerables e incluso imprescindibles para vivir en nuestra sociedad. Este es el caso por ejemplo de un congreso científico, una discusión entre amigos o en el equipo de trabajo, y si se quiere, al llamarle la atención a alguien que nos está pisando en una aglomeración. Permiten una regulación de nuestras relaciones interpersonales y sociales, siendo un factor de la expresión afectiva y de la afirmación personal.

Otros niveles de violencia, en cambio, son desintegradores del entendimiento social, interpersonal e incluso personal:

=> Cuando las diferencias entre grupos se dirimen por la fuerza, por medio de la guerra, el exterminio y la tiranía, el grupo vencedor no gana más que lo que un entendimiento con el grupo opuesto le reportaría, como, pongamos por caso, podría representar el desarme para revitalización de las economías de todos ellos.

=> Un nivel de enfrentamiento entre personas con un alto grado de violencia vuelve imposible una buena relación interpersonal. Ello es debido a que la relación entre personas es positiva gracias a que se intercambian dones generosamente, y una vez perdida la generosidad y la confianza en que el otro me dará como yo le puedo dar, no hay un interés que nos una.

=> Cuando nos odiamos a nosotros mismos, nos tratamos como si fuésemos otra persona a la que estamos odiando, aunque nunca podemos ser otro como los demás. Generalmente, para odiarnos necesitamos dividirnos entre uno mismo haciendo, diciendo, o pensando tal cosa, y un espectador que mira con malos ojos tales acciones, que es el agresor. Esta es la forma en la que llegamos a criticarnos, despreciarnos, quitarnos méritos y capacidades, o simplemente a burlarnos de nosotros mismos. Hemos de hacer notar que muchas auto-agresiones las pagamos caras, ya que, si bien somos ganador cuando por ejemplo despreciamos con despecho una conducta que hemos realizado o queremos emprender, por otro lado somos perdedor, recibiendo el daño que nos hacemos. La auto-agresión tiene el efecto inmediato de des-animarnos, por el mismo mecanismo que un exceso de violencia des-anima una relación interpersonal o elimina el entendimiento de grupos: no nos damos a nosotros mismos la confianza o el mérito como para fiarnos de nosotros y al quitarnos el poder-hacer nada hacemos de lo que podríamos alegrarnos. En casos de psicosis la auto-agresión puede ser extrema: el sujeto por ejemplo se "mata" y se ve a sí mismo como un muerto, o estando "vacío" por dentro, y puede llegar incluso a mutilarse una parte del cuerpo que según él sobra o "no tiene".

Hay ocasiones en las que el odio que sentimos no lo ejercemos como quisiéramos porque nos prohibimos pasar a los hechos en nombre de algún tipo de principio. Ello sucede por dos tipos de razones:

(A) porque nos guardamos para nuestros adentros un resentimiento frente a un amigo o compañero al que nos da apuro o respeto plantearle nuestras quejas, o bien "para evitar violencias extremas". Por no odiar tanto se nos escapa un poco: un leve rictus que falsea la sonrisa, una cierta disposición distante, unos gestos cálidos que se hielan en el camino... Los diques que ponemos para retener un odio por algo que permanece en nuestro interior como una espina clavada, un día se resquebrajan y entonces inundamos de odio al otro de forma más dramática de la que tantos escrúpulos nos daba antes provocar.

A la hora de plantearnos la forma adecuada de eliminar un obstáculo odiado surge un problema de proporcionar el nivel del odio a la naturaleza del obstáculo. Al igual que ocurre con el deseo que se puede maximizar (el deseo de beber se convierte por ejemplo en alcoholismo) o minimizar (perdemos el apetito de comer) el odio puede exagerarse o quedarse corto, y hemos de equilibrar el volumen del odio con el mando de la razón. Un ejemplo de exageración lo podemos adivinar por medio de esta máxima no mates con un hacha la mosca que vuela sobre la cabeza de un amigo, porque no eliminarás a la mosca sino al amigo. El odio se queda corto cuando no es suficiente para lograr los objetivos: si alguien se ríe de nosotros injustamente, despreciándonos, nos da miedo el peligro de que nos robe la imagen personal o los méritos que tenemos, y reaccionamos, supongamos, "poniendo mala cara"; pero esta manera de odiar no "para los pies" al chismoso, que se envalentona más todavía. En cambio, "decirle cuatro cosas bien dichas", o darle una bofetada, pondría las cosas en su sitio. Muchas personas no pueden ajustarse a determinado nivel de violencia porque por educación y preferencias son muy pacíficas y civilizadas, pero se olvidan de que no todo el mundo es igual que él, y debieran estar preparadas para tales situaciones, sin que ello signifique perder su manera de pensar, que por lo demás pueden conservar.

(B) el impulso de eliminar algo, ganando con su derrota, es toda una tentación que normalmente está frenada por la ideología del respeto al prójimo. Así, si alguien nos insulta le podríamos matar, como en los duelos de honor antiguos, pero también nos sabe mal que muera por tan poco, por lo que nos conformamos con devolverle el insulto o llamarle la atención. En el sádico o en el psicópata falta ese respeto: les importa un comino el sufrimiento del otro, es más, pueden llegar a gozar torturando y haciendo sufrir. Tanto el sádico como el psicópata saben que abusan, pero no les importa. En cambio una persona impulsiva es alguien que abusa (por una crítica insignificante es capaz de que "se le salte la mano") pero después se arrepiente, sintiéndose avergonzado. Si el impulsivo aprendiera a cámara lenta se arrepentiría de lo que hace antes de asestar el golpe: simplemente no sabe hacer las consideraciones oportunas con la suficiente velocidad anticipada al hecho como para regular el odio a medida del objetivo, aunque en principio pueda estar bien dispuesto para aprender. El psicópata casi nunca quiere cambiar, más bien lo que pretende es tomarnos el pelo.

Hay ocasiones en las que hablamos de la agresividad como de una especie de humor inevitable, una pura reacción fisiológica, frente a la simple frustración, las molestias crónicas o los estados de ansiedad y depresión que producen irritación como síntoma colateral. Los experimentos de Schachfter(1) inyectando adrenalina muestran que una pura excitación química no basta para desencadenar una emoción particular si no hay una evaluación cognitiva sancionadora. La misma expresión de la irritación está regulada por esquemas aprendidos de control (una madre cansada castiga desproporcionadamente una falta de su hijo, pero no le estrangula).

El descontrol impulsivo del odio, que conduce al asesinato, necesita de un cultivo sistemático y decidido, una deconstrución de los mecanismos contenedores, o bien el sujeto no ha consolidado hábitos de demora del impulso. Por suerte, no es suficiente un mal día para crear un asesino.

La irritación, por otro lado puede magnificarse o atenuarse una vez que ha aparecido. Los dispositivos resonadores de la persona (simulación corporal, la exageración, la deformación del pensamiento, la atención selectiva, la fantasía agresiva, etc.) pueden ser utilizados para sostener y aumentar artificialmente el nivel de agresividad. Los recursos de control emocional de la persona, en el lado opuesto, permiten rebajar expresamente las dosis de agresividad una vez percibidas por el sujeto.

El dar por imposible un control de un estado emocional del que se parte puede ser una opción equivalente a el votar en blanco o el abstenerse en la elecciones. Representa muchas veces un error de cálculo de cuáles son en realidad las posibilidades de control.

1. S. Schachfter y J. Singer, Cognitive, Social and Pshysiological Determinants of Emotional State, Psychological Review, 69.

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