La mano trémula

Por: José Luis Catalán

jcatalan@correo.cop.es


Hay un momento el el que se confabulan las circunstancias adversas, se acumulan las preocupaciones y las exigencias no dejan de aumentar. Nuestra sistema nervioso se fuerza  más allá de sus posibilidades, quizá se han sobreestimado. Es este contexto se se nos presenta una situación social en la que el nuestra mano ha de estar expuesta a la vista, como al hacer un pago, firmar un recibo o simplemente tener una taza de café en la mano.

Justo en ese momento que el movimiento se ha desarrollado como de costumbre se descubre con preocupación que ¡la mano tiembla!. A la sorpresa que se produce se suma la inoportunidad del momento, ya que personas ante las que se pretende parecer competentes pueden ver ese detalle, clavar ahí la vista en ese temblor que hace descubrir no se sabe qué debilidad imperdonable.

Si se tratara de un temblor circunstancial, de uno que por cierto pudiéramos parar con una simple orden a la mano, no nos espantaríamos tanto como si lo que se descubre es una mano rebelde, que no cesa de temblar a pesar de los esfuerzos de aquietarla. La misma visión alarmista de esta circunstancia anómala genera más ansiedad incluso que la inicial que desencadenó el malévolo fenómeno.

Es más. la mano parece tan déspota y cruel que contra más impaciencia, deseo imperativo y circunstancia embarazosa se presentan, tanto más se obstina en imponer una derrota aplastante, hasta la insoportable humillación. No hay escapatoria frente al testigo. El temblor podría no cesar incluso retirando la mano a otra posición de reposo - a no ser que la hurtemos finalmente a toda observación pública.

Sucede algo tan curioso como si al preguntarnos alguien si hemos robado un objeto, al contestar que “no” nos templara la voz de tal modo que se creara la falsa sospecha de que somos nosotros. Esto es, además de la simple tensión física, se agolpa en nosotros una aguda necesidad de parecer adecuados, una preocupación extra que posiblemente delate nuestra propia incredulidad sobre si realmente ya hemos conseguido llegar a la altura de lo que se espera de nosotros.

La experiencia de un incidente de la naturaleza que venimos describiendo equivale a un ladrón que hubiera entrado en nuestra casa y que hubiera roto nuestra ingenua suposición de que estamos a salvo de sucesos terribles. Ha sucedido esa extraña vibración muscular que como el zumbido de un abejorro nos ronda y nos hace recelar de su reaparición intrusa.

Y, efectivamente, la repetición en como una sentencia: !te pasa algo!. Pero ese algo es un enigma inexplicable en la medida que se concreta demasiado. Sólo le tiembla la mano cuando coge un de cerveza con los amigos, firma un documento ante un cliente importante, por ejemplo, lo que imposibilita que tenga un problema de carácter neurológico con el que podría confundirse por similitud de síntomas. La diferencia está en que una verdadera enfermedad neurológica aparecería en cualquier momento, no sólo en los que se tiene miedo que aparezca, y por ende surge precisamente provocado por nuestro propio miedo, sentido como inmanejable.

El creencia en que “me pasa” algo raro ya excluye de antemano que participe en ello de ninguna forma, ni errónea ni descuidada, sino que se contempla tal como uno recibe un pisotón y es víctima inocente de tamaña desconsideración. Si además la persona ha acudido al médico para descartar el diagnóstico temible de Parkinson, ya tenemos la ceremonia de la confusión al completa de todos los mantra reunidos:

no me pasada nada
pero me pasa algo
sólo en determinadas ocasiones
pero parece una enfermedad después de todo
¡qué razón tengo en que me sucede algo extraño!
No lo pensaría si no fuera realmente cierto.

El convencimiento, desgraciadamente confirmado, de que tiembla, conduce a creer que se temblará siempre, “no es lo que deseo, pero es lo que ocurrirá”, piensa. Y ya que no confía, conforme se agrava, en la reparación espontánea, se adapta con resignación al “problema crónico”, tomando “las medidas” que parecen más convenientes:

En estos ejemplos de conductas “evitativas” o de “control inadecuado” vemos que la persona, al adoptar medidas extraordinarias, refuerza su idea de insolvencia. Contra más elude exponer el pulso de su mano, más admite y se persuade de la incapacidad de controlarlo.

Aunque le encantaría poder controlar la mano, lo cierto es que su fundamentalismo fanático apunta en la dirección adversa, convenciéndole de que nada puede hacer, salvo beber unas copas para coger valor y desinhibirse, lo cual no es precisamente una buena idea como remedio o recurrir a fármacos tranquilizantes.

Ya que estamos insinuando que estamos ante una falacia de impotencia, sería justo que indiquemos exactamente que puede hacer el tembloroso para recuperar su mano descarriada.



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