AMOR Y PSICOTERAPIA
Dr. Valentín
Pablo Rodríguez
psicólogo
clínico - psicoanalista
Durante
los va más de 100 años de práctica piscoterápica en el mundo, se ha escrito
mucho sobre lo esencial en ese proceso que supone la cura del trastorno psíquico.
Se
ha hablado de la importancia de la transferencia, del análisis de las resistencias del
paciente, de la contratransferencia, etc. Se ha enfatizado siempre, en última instancia,
en el poder curativo de la palabra. Ahora bien, desde mi experiencia personal, como
psicoanalista y psicoterapeuta, de ya casi quince años, creo que afirmar que lo que cura
es la palabra, no deja de
ser
un reduccionismo más, de los muchos en que, por desgracia, incurren con frecuencia las
llamadas Ciencias del Hombre.
Mi
opinión es que no cura la palabra, por docta, técnica o experimentada que sea (en el
caso, claro está, del analista), como tampoco el discurso, tímido a veces, fluido en
ocasiones, y resistente siempre, del paciente.
Es
con el amor, con la afectividad o, para ser más exactos, con la energía afectiva
que el analista insufla a su paciente, con lo único que se puede obtener ese prodigio
que constituye su mejoría o definitiva curación. Energía, eso sí, que el terapeuta
insufla a su paciente utilizando la palabra como vehículo privilegiado. Porque, en
definitiva, ¿qué es un enfermo psíquico, sino un ser con una nefasta experiencia en el
aprendizaje, vital para el desarrollo armónico de la personalidad, de dar y recibir
afecto?
Unos
pacientes presentan déficits y carencias afectivas en su infancia y adolescencia. Otros,
exceso de afectividad en la misma etapa, o, dicho de otro modo, amor inadecuado o amor
sofocante; no al servicio del niño, sino, las más de las veces, al de las necesidades,
tan desconocidas como patológicas, de sus padres y/o educadores.
Unos
padres, cuyos propios conflictos psíquicos les impiden una afectividad sana y adulta,
difícilmente pueden enseñar a sus hijos a quererse y a querer a los demás. Pueden
enseñarles muchas cosas: a andar, a comer, a tener buenos modales, conocimientos
culturales, etc.; pero la afectividad tiene que partir de una experiencia didáctica de
amor puro, no contaminado. Y es en esa experiencia afectiva defectuosa donde tienen la
base casi todos los trastornos que angustian al hombre.
Por
lo tanto, si la terapia debe constituir una experiencia emocional correctiva para el
paciente, esa segunda oportunidad de convertirse en un ser humano total y maduro, es
imprescindible que se sienta apoyado por un afecto sin condiciones, total y absoluto,
respetuoso de la totalidad de su forma de ser y de comportarse. Ese afecto debe darlo el
terapeuta con la suficiente intensidad y habilidad como para que el paciente lo sienta
-sin-saber-lo-que-está-sintiendo, esto es, sin menoscabo alguno del encuadre terápico,
máxime si paciente y terapeuta son de distinto sexo.
Si
el terapeuta no es poseedor de esa capacidad de suministrar afecto, "energía
afectiva movilizadora", corremos el riesgo de que el paciente, después de un
período más o menos largo de terapia, se encuentre con que sólo ha obtenido, como
balance, un bagaje de ideas, de términos, y, a lo sumo, de explicaciones del por qué de
su enfermar psíquico. Esto es muy trágico, pero no por ello infrecuente.
Podría
decirse aún más: esa "afectividad motora", que el analista suministra a su
paciente, debe tener, como objeto de consecución, otras dos metas: 1) Que el sujeto
recupere la fe en sí mismo y en los otros. 2) Que ese "apoyo afectivo", unido a
esa fe en su propia capacidad de remodelación psicodinámica, permitan vislumbrar la
mejoría o la curación.
Vemos
cómo, en este entramado de requisitos, fundamentales y exigibles en la terapia, hay que
movilizar tres virtudes humanas esenciales.
Y
este proceso debe ser realizado desde el primer día. No podemos exigir una fe ciega en
nuestro quehacer, y esperanza en la mejoría, a un paciente que nos ve por vez primera.
Hay que insuflarle el amor necesario para que se generen en él la fe y la esperanza.
Esa
donación de "energía afectiva", que el terapeuta efectúa sobre su paciente
desde las primeras sesiones, es lo que va a hacer posible la fe en las propias fuerzas y
capacidades de éste, y la esperanza de su curación. Sólo esa energía va a ser capaz de
hacer posible una transferencia provechosa.
Y
esa "energía afectiva", ese amor, en definitiva, que el terapeuta ofrece a su
paciente, es el producto de su propia capacidad de amar y de la total asunción, empatía,
respeto y cariño hacia éste. Todos estos factores deberá evaluarlos y discubrirlos el
terapeuta, ya en las primeras sesiones, en el silencio de la contratransferencia. Si el
terapeuta no logra sentir todo esto en un tiempo prudencial, considero que tiene el deber
ético de derivar a su pa_ ciente a otro terapeuta, afectivamente más dotado. Desarrollar
una terapia o análisis, sin estos requisitos, conduciría tan sólo a un mero juego
intelectual, más o menos atractivo para el paciente, pero a todas luces insuficiente para
promover cambios definitivos.
Es
éste, un tema capital en psicoanálisis y psicoterapia. Se habla mucho de la relación
afectiva con el paciente, respetando el encuadre. Lo patético, y que confirma la praxis
diaria, es que algunos terapeutas tienen tal pavor a implicarse, que la patología o los
afectos del paciente puedan "salpicarles", que, como medida preventiva, no se
conforman con poner meros límites, sino que oponen abismos de distancia, medida que lleva
al fracaso esa relación terápica.
Puede
aducirse que la relación terápica se basa en un sano y sabio equilibrio entre
frustración y apoyo, por parte del terapeuta a su paciente. Eso es, en buena medida,
cierto. Aunque, personalmente, opino que, salvo excepciones, opera más eficazmente el
apoyo que la frustración (claro está que aquí habría que discriminar la patología y
la personalidad específica de cada paciente). Pero aun en el caso de que ésta sea
necesaria -que, en mayor o menor grado, siempre lo es-, en lo que no puede convertirse
jamás es en una forma larvada de sadismo por parte del terapeuta (aunque dicho sadismo
sea entendido como simples residuos neuróticos de su propio análisis didáctico). Esta
experiencia puede ser definitivamente desesperanzadora y destructiva para el paciente.
Me
remito a lo dicho al principio de este artículo. El terapeuta que necesita frustrar a su
paciente, debe hacerlo desde el prisma del "amor correctivo", con la sutileza
necesaria para que éste perciba que tal frustración es algo doloroso para el propio
terapeuta, y que no revela sino su sincero deseo de hacerle mejorar. Es un caso semejante
al del padre que regaña o castiga a su hijo: o lo hace expresando su propio dolor (porque
realmente ama a su hijo), o siempre podrá caber la duda de si se estará desahogando de
sus frustraciones personales, con la agresividad canalizada hacia un objeto improcedente.
Dr. Valentín Pablo Rodríguez Fdez.
Revista LA ESTETICA. Nº 117. 1990
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