La inseguridad

Por Jose Luis Catalán
Correo Electrónico

Contenido:
Superprotección Enervación Tardanza en recibir La impaciencia La desgana de dar y devolver Las reglas de juego Blancanieves y la manzana envenenada Tantra de la ambivalencia Descalificación Terrorismo e inseguridad .

Empezamos la vida con un grito de desvalimiento que rompe el sosiego de la vida uterina. Desde ese momento sólo la cabe a la criatura el depender de las afectuosas atenciones externas: debilidad que se cuida, necesidad que se calma, amor que proporciona los dones más preciados.

Los sentimientos de seguridad nacerán de la forma de ser cuidados, de forma que “nos convenzan” de no hay que temer. Pero como ¿cómo lo sabemos?

Superprotección

Si nuestros cuidadores nos calman con desproporcionado celo, antes de que alcancemos siquiera un grado digno de llamarse insatisfacción, aunque ciertamente nos calman, siempre es de forma tan rápida que no podemos acostumbrarnos tampoco a tolerar un grado pequeño de malestar. Por el contrario, curtidos por el disgusto, ya no necesitaríamos tanta ayuda porque somos autosuficientes gracias a una fortaleza que ha madurado en nosotros. Mimados, la confianza en nuestras capacidades no se desarrolla ni se demuestra. Precisamente, estar tan bien atendidos, impide descubrirnos como fuertes y solventes.

El que nos cuida mucho nos somete a su dependencia haciéndonos creer que le necesitamos más allá de lo que realmente requeriríamos si sólo nos diera lo imprescindible. De este modo nunca sabemos que hemos crecido, que necesitamos menos y que lo que nos dan de sobra nos atiborra. Se provoca así la idea, coherente con los comportamientos, de ser menos autosuficiente de lo que las apariencias indican.

El mimado no valida su percepción: debo tener hombre, aunque no tenga hambre porque me dan de comer. Lo habré pedido de una manera que lo han adivina ante de que fuera consciente de ello, saben más de mí que yo mismo.

Será difícil ver, oír y pensar por sí mismo porque no está nunca preparado para ello, sino que su existencia se suspenderá hasta que el dictamen del otro establezca una realidad para él, que no podrá ni ver como suya ni como prestada, sino como un vacío perpetuo de necesidad propia que se llena con lo que la tapa.

Parece lo que en cierto modo es, una forma de posesión del cuidador, que volcándose hacia nosotros, recupera lo que “generosamente” pierde instalándolo en un lugar seguro del que nunca es expulsado: dentro de la insuficiencia del cuidado para cuidarse a sí mismo del cuidador.

La víctima, intoxicada de saciedad, tiene distintas estrategias con las que intentará zafarse inútilmente, hasta encontrar la verdadera liberación, dejar de cuidarse con el cuidador.

La invisibilidad: es una táctica consistente en no hacerse notar, no llamar la atención, no pedir nada, para que este silencio permita que el cuidador se olvide de cuidarnos.

La doble existencia: consisten en la práctica de dividirse en dos, dejando un “yo marioneta” para uso y consumo de los demás, y un “yo interior” refugiado en la fantasía incorpórea, que nos proporciona la ilusión -diluida- de existir.

El disimulo: se trata de mostrar que se siente mucho lo que no se siente bastante. Es como simular un orgasmo. Poner cara de satisfacción puede ser la manera de lograr detener las ansias del mimador y lograr que de por hecha su labor, aunque simular satisfacción de una forma convincente implica desconectarse de la propia emoción interna, con lo que se corre el riesgo de no saber nunca “lo que realmente siento”. Además no hay que quejarse nunca de nada y hay que complacer en toda ocasión, aun a costa del propio sacrificio.

Enervación e inseguridad

En el polo opuesto al problema del cuidado excesivo esta el problema de que el cuidado sufre más de la cuenta por la tardanza, por la impaciencia, por la desgana, la incapacidad de dar o por la la ambivalencia, la contradicción y equivocación de no dar lo que se pide dando lo que no se pide.

La tardanza

Nos referimos no a una ocasional, ni fruto del exceso de tareas, ni a otra que responda ecuánime al exceso de peticiones, sino a la que es fruto de un profundo desinterés, de una falta de amor. Las necesidades se cubren, pero de una forma que no dan seguridad. Llega tarde, llega mal, y el sujeto desesperado aún debe satisfacerse de forma apresurada, desconfiando, con rabia aún viva. Ni el placer aprovecha ni la seguridad calma del todo como si un perro dirigido a puntapiés hacia donde se encuentra la comida comería lastimero, mezclando placer y dolor.

La tardanza en proporcionar los cuidados expone al cuidado a la acritud de la insatisfacción, haciendo que un sollozo se transforme en un llanto desconsolado, haciendo que las heridas que se abren continuamente impidan la cura de la llaga.

Puesto que esta desidia que se padece tiene más que ver con la imposición del ritmo del cuidador que con las capacidades comunicativas del cuidado para pedir atención, el cuidado se desanima de la comunicación misma como inútil remedio para frenar el insuficiente esmero que suscita.

En algunas ocasiones uno no sabe que no ha nacido deseado, que existe sin remedio, con repudio y como una obligación forzada, que eso explica porqué el dar no tiene ese aspecto raudo y ligero de la efusión amorosa. Claro que el mal cuidado -justo porque no sabe estas cosas- puede adquirir la convicción equivocada de que no merece otra cosa debido a alguna inferioridad constituyente (fealdad, mal carácter, inadecuación esencial).

La impaciencia

El impaciente ofrece sin que de tiempo a recibir del todo lo que nos da, bien porque nos lo quita en el último momento, o bien porque nos hace ir tan rápido que se nos atraganta, sin poderlo saborear, apareciendo al poco la protesta airada que hace de dar algo abusivo, y de recibir algo insuficiente: todo se agria y estropea por donde pasa el reguero de la prisa.

Como quiera que el que recibe queda un tanto insatisfecho, también resulta poco agradecido, sin que la dicha completa arranque el último suspiro de felicidad.

Tampoco se puede enfadar como al que estafan y se queda en nada, ya que ese derecho sólo se le reserva al huérfano de dones, pero no al que le dan lo bastante como para impedir echar en cara, ni tener razón de ofensa, por lo que, a pesar de todo, se irrita el que ofende por que se irrita el ofendido.

El impaciente no sólo no sabe dar el tiempo que el que recibe necesita para gozar de lo dado, sino que tampoco el goza dando, cosa que le persuadiría de darlo todo.

La impaciencia delata y contraría a quien no está convencido de qué es lo necesario, a quien está pasmado de cuanto y cómo, podrían o deberían donarse las cosas que siguen. Como exhibe su zozobra, la persona que recibe sus atenciones capta el mensaje y lo interpreta como que sobra o está entorpeciendo el paso, enlenteciendo los propósitos, contrariando la voluntad, pero sin que por lo demás sepa de qué modo empequeñecerse o desaparecer para no ocasionar tamañas molestias.

El cuidado por el impaciente se siente estorbo, inmerecedor, impostor. Se le da porque simula merecerlo, sin que en realidad sienta que le corresponda o sea digno de ello y, de este modo, el “falso” agradecido obtiene falso merecimiento del retorcido donador.

Algunas de las razones más importantes para impacientarse y, por ende, para enmendarse, son:

Toda esta manifestación del desasosiego sólo hace que intranquilizar. Lejos de brindar seguridad, el empeño supervisor provoca dudas, la precipitación equivocaciones, los circunloquios innecesarios interferencia artificial.

Desgana

Cuando se nos escatima, se nos aparta y deja en último lugar, dando a entender que cualquier otra cosa es prioritaria y cualquier otra demanda es más digna de atención, acabamos presintiendo que no tenemos en realidad valor suficiente.

Merecer el tiempo y dedicación significa ser validados como receptores y como gratificadores: como personas que aportan lo que se espera de nosotros. Requerimos el visto bueno del agasajado, que en esto no sólo tiene tiene pereza en el mostrarse agradecido, sino que puede simular insatisfacción para que todavía el dador no piense que ha acabado su turno ni que su parte está hecha o merece siquiera un mínimo beneplácito. Podemos encontrarnos frente a un egoísta rematado y no darnos siquiera cuenta de ello.

No sólo hay desgana para recompensar sino también gana avariciosa de sacar ventaja de esa desgana.

La mala voluntad del que recibe de forma exigente e insaciable, acaba por convencer al que da de que da mal, y que no sirviendo tampoco cabe esperar ser digno de amor recíproco.

Al percibir que la señal de haber complacido con éxito no se ha devuelto, el dador multiplica los afanes viendo que su necesidad de ser satisfecho pasa por lograr satisfacer al otro y que sólo entonces -tras gigantescos esfuerzos- le llega su hora de ser receptor de lo que se ha ganado a pulso.

Al diagnóstico penoso de no haber merecido suficiente por lo que ha hecho, estar suspendido, se suman tanto su propia necesidad demorada de recompensa -que, como toda necesidad, es más compulsiva contra menos satisfecha- y además el temor de no saber cómo ni porqué lo que contribuyó fue insuficiente (confusión, desconcierto).

Esta penosa incertidumbre le hace ir más allá de lo que sería ecuánime, dando con tal generosidad y entusiasmo los extras, que pareciera que añadir tan generosamente fuese ya una costumbre superflua y decorativa de agradecido, en vez de una desesperación de pedigüeño.

Es entonces cuando el desganado experimenta un triunfo por haber obtenido tanto por tan poco. Esta satisfacción -no una legítima, sino una nacida de la impostura-, es vista por el parco dador como algo tranquilizante, porque cree complacer con alguna migaja, que aun siendo pequeña parece entusiasmar al destinatario. ¿Por qué?, debido a que el receptor encuentra en lo poco promesa de lo que queda, renueva la esperanza de merecer pronto todo lo que falta para calmar la insatisfacción acumulada.

No tarda esta esperanza de completitud en verse defraudada por la proverbial pereza del desganado, que comienza a exigir, a cuenta de lo que falta, que le de más. Es decir, cada pizca que se recibe aumenta la deuda al punto que será pronto imposible de saldar.

¿Y qué propondrá el desganado al frustrado como solución final? Que el que da, para contrarrestar su irritante insuficiencia, encuentre su satisfacción en satisfacer al abusón egocéntrico, y este, a cambio de esta condición, le dará por fin un beneplácito que consiste en mostrase complacido en vez de enfurruñado, porque por fin la otra parte ha entendido que hay que darlo todo a cambio de nada, y que su satisfacción sea ese darse, como un ser que renunciara a su ser para fusionarse y consistir en ser subsidiario de la parte privilegiada. Se predica así la ilusión de ganar volcando el yo en el tú para que un tu sea doble a costa de un yo nulo.

Las relaciones de cuidador-cuidado presuponen que el cuidado es objeto de consideración y amor, pero no al revés, que el cuidado está destinado a complacer al cuidador y que su misión sea dedicarse a cuidar del cuidador para que el cuidador lo considere digno de cuidado, cosa que correría a cargo de su caprichoso arbitrio.

El desganado impone que lo que debe recibir, el premio que se le debe por portarse bien -cosa por cierto que rara vez sucede- es el permiso para que la parte escatimada siga aspirando , acatando de paso, de una vez por todas, el “inmerecimiento”, la baja estofa o una supuesta obsesión reivindicativa, para que sólo en ese reconocimiento canino reciba, estremecido, la tajada de pan seco.

Y se pensará, ¿porque la parte “vaciada” se presta a la operación de fagocitación del chupóptero?. La respuesta tal vez sea que todavía no ha desesperado de tener esperanza de ser resarcida.

Está esperando el milagro de, por fin, ser persona digna de amor y que le sea devuelto con creces todo lo que ha perdido: un cielo, un paraíso cuyo advenir le hace tolerar las cadenas de lo injusto.

Oscuridad de las reglas

La mala fe del que da, los abusos, el escatimar, tacañear y hacer caer al cuidado en la maraña de la celada, para que perdido en el laberinto del qué es lo que ya te dí, del que no dije lo que dices que dije, del que como entendiste al revés lo que quería que hicieras, queda por lo tanto en que no me has dado nada, y con estos ardides venza la resistencia del confundido por el quebradizo papiro en el que se establecen las reglas en que consisten los contratos verbales, y no digamos los supuestos verosímiles e implícitos.

Como quiera que la actividad vindicativa y aclaratoria de las reglas hace aparecer protestón, poco elegante y egoísta al que las esgrime, el estafado claudica y cede, aunque fuera para aliviarse de la murga de las explicaciones y justificaciones, y porque el buenazo siempre duda de ser lo bastante bueno y está dispuesto a reconocer la posibilidad de haberse equivocado en algo -a pesar de las apariencias y convicciones- ya que la evidencia es para él algo con menos peso que la exigencia, que el mandato de amor del que supone que le ama (en vez que le miente).

No quiere ver lo que esta viendo, sin aceptar ese escamoteo que es un parloteo de feriante, como si engañar fuera una imposible interpretación en el que corriera el riesgo de caer !y llegar a ser injusto siquiera por un segundo por un error de percepción!.

Tan asustado está ante la posibilidad de malinterpretar que la misma angustia vela con su ciego prestar atención a las propias dudas lo que el otro está haciendo, de forma que nunca ese disgusto le sirve de punto de partida ni de punto de rechazo.

De esta forma se perpetra impunemente, con total descaro, toda suerte de tropelías, porque el desconcierto del débil escrupuloso envalentona más aún si cabe la osadía del abusador, que perdiéndole el respeto al abusado pervierte la relación de amor mismo, transformando al dador en perdedor inseguro, víctima impenitente y sistemática, y a él mismo en robador inmerecido de bienes, y por eso mismo, por saberlo tan bien, ya no sirve lo que se ha robado de igual manera de lo que se ha merecido, como si una depreciación lo disminuyera y misteriosamente dejara de tener el valor y la eficacia que la ambición abusica esperaba , por lo que tendrá que abusar más todavía para compensar el malestar.

El regalo envenenado

Blancanieves recibe una manzana de la madrastra y, engañada por la lozana apariencia de la fruta y del amable agasajo conciliador, sucumbe a la droga inyectada, y cae en letargo hasta ser salvada por el beso de un príncipe.

Parece una bonita descripción para otras “manzanas envenenadas”, por las que podemos ser destruidos por los que, aparentando dar, en realidad nos quitan, y en buena medida somos destruidos a costa de nuestra propia credulidad ya que, ingenuos, creemos recibir lo que en realidad rechazaríamos de saber lo que tiene oculto, aturdidos por la blanda ceguera de pensar que los malos son buenos arrepentidos.

Aunque podamos disculpar a Bancanieves, porque después de todo es admirable su candor, y porque de no mediar una artimaña hubiera seguramente estado en guardia, en cambio tiene un punto débil que no debemos dejar caer en el olvido: su dificultad para creer lo que percibe (le parece imposible que la madrastra siempre le odie), su incapacidad para distinguir que los comportamientos e intenciones son agonistas y por consiguiente adaptarse a reglas de juego diferentes, unas para las “almas gemelas” y otras las “almas negras”.

También la figura del príncipe representa una ascensión, una salvación y una recuperación de la caída en la treta, de la desgracia, por medio del otro sin más trabajo que dejarse besar, sin siquiera ver ni desear ser besados: en total estado de pasividad, por la magia del azar o de un destino.

Ambivalencia

Un te doy pero no te doy. Con generosidad te doy, pero qué me das si te doy. Te voy a dar cuando no esperes en vez de cuando desesperes. No te doy porque no te mereces que te de, aunque te doy a pesar de que no lo mereces. ¿A que no sabes si te daré o no te daré? Aunque no quieras te daré, pero cuando quieras no te daré.

Descalificación

Descalificar es rebajar méritos, quitar razones que avalen o entrañen recompensa. De forma que cuando el cuidador, con la cuchilla de su crítica, arranca impurezas y amontonadas en el recipiente de la basura hieden y repugnan, justificando la asqueada retirada de la vista, la mueca del atufo, el aleteo nasal que el hedor provoca, pero todo ello aplicado a un comportamiento incorrecto del cuidado.

La conducta odiosa es etiquetada como horrible, asquerosa, insoportable, indigna y toda otra suerte de aumentativos que intentan señalar el resultado de una degradación digna de interrumpir el confiado curso de las cosas.

Los modales de mesa, los poses, las formas de sentarse, la falta de finura o inadecuación al elegir una palabra, todo es detectado y fotografiado con la cámara instantánea del desprecio. “Comes como un cerdo”, luego esa comida que te doy podría ser rebajada a sobras; “camina con porte”, o desde luego desmereces una compañía tan elegante como la mía.

Todos los añadidos justicieros hieren con su saeta certera el placer de disfrutar lo que se recibe, transformándolo en inmerecido.

Contra más incómodo se encuentra el cuidado sintiéndose tan “amorosamente” vigilado, controlado y rápidamente cazado al vuelo de un fallo, más esa tensa espera de una expresión airada aguafiestas le incomoda y hace cometer nuevas torpezas, que a su vez confirman la fama contumaz de imperfectos empedernidos, reincidentes desconsiderados, inútiles aprendices de las sabias lecciones de cómo recibir correctamente el bien que se te da.

El modo como el cuidador quiere que el cuidado se comporte requiere una exactitud esencial para que el cuidador disfrute cuidando, al precio de renunciar el cuidado a su “libertinaje”.

En ocasiones, es más importante la ceremonia, la liturgia de dar y recibir, pautada, reglamentada con precisión relojera, que el disfrute derivado de ver disfrutar al cuidado por lo que le damos.

Dar con magnanimidad, sin obligar cuando, cómo, de qué manera y con qué palabras adecuadas exactas, es lo contrario de dar censurando, ensañándose el cuidador en demostrar, escandalizado, que el cuidado le ha estafado con sus feos, haciéndose inmerecedor de lo que se le da.

La labor corrosiva que suscita la constante desaprobación -el activo desaprobar nunca se ve digno de verse desaprobado por su exceso desaprobador- no consiste en la verdadera actuación de un “monstruo”. Este último, en vez de constante atacar, perdonar con conmiseración y dar una nueva oportunidad que nos vuelve a decepcionar, suscitaría un radical rechazo que impediría la clase de misión entre redentora y exquisita de la que estamos hablando.

En cambio el despreciado sistemático es intermitentemente descalificado, quizá cuando menos lo espera, como si su inferioridad, para quien se escandaliza a su costa, diera como contraste una superioridad en la que se ve ajeno a torpezas y ganando con ello un prestigio, no tanto por ser realmente espléndido en el sentido de hacer disfrutar a los demás, como alma bella se digna bajar de las alturas intentando complacer a los cuidados, y siendo obligado por el demérito y la repugnancia de éstos a volver, ofendido, al refugio de sus alturas solitarias, en las que languidecer de pena por verse dador incomprendido.

A no tardar, harto el cuidado de ser repudiado cuando le dicen que le cuidan, trata de escabullirse del afán despreciador del cuidador, y esta maniobra de huida es rápidamente atajada como despreciable, y de este modo la vícnima se apresta a ser de nuevo despreciado por sus incorregibles tendencias huidizas -pasivas, cobardes- de zafarse del desprecio.

Terrorismo

Sea sobre una persona normal, de la que excluimos el deber de ser heroica, sea, con mayor razón, el alma frágil de los niños, la violencia desproporcionada desata una congoja que retira inmediatamente la seguridad de ser merecedores de amor, aunque no siéndolo por momentos, esperaríamos a pesar de todo que el amor amortiguara un fallo, volviéndolo pequeño contratiempo.

La amenaza que busca, haciéndose más feroz y mordaz, proporcionar mayor sufrimiento, para que evitar que un sufrir más pequeño fuera confundido con permisiva complacencia, destruye en la víctima a la que se cuida la confianza de aun con todo recuperar la estima futura, ya que esa misma tranquilidad futura es la que se pone en duda, como si el castigador presintiera y coartara nuestras especulaciones tranquilizadoras.

El terror busca impresionar la memoria para que no podamos evitar, cuando esperamos, lo que tememos, y de esta forma el terrorista ha consumado su fin de instalarse como cerrojo, como barrotes, permitiéndose al mismo tiempo el don de la ubicuidad, de la impunidad, e incluso en ofrecerse en salvador del incendio que ha creado, sometiendo así al tiranizado por congraciarse con el que le puede dañar de nuevo, tanto para evitarlo como para someterse a él por no tener otro remedio.

Dar por miedo es arrancarnos el don a la fuerza, y esa motivación negativa, forzosa, impide dar lo que empero no dejamos de dar como cosa nuestra, tal como las cosas que disfrutamos dando, como si dar no pudiera dejar de producirse una esperanza de amor, aunque la persona a la que va dirigida no lo merezca. De esta confusión vive el violento, que tiene la ilusión de recibir algo, a pesar de que lo que recibe no lo recibe, sino que lo asalta, corriéndose de este modo el subterráneo efecto de que un verdugo hace una víctima y una víctima un verdugo.

Peor aún es aterrorizar sin parecer terrorista, cuando el que parecía afín, el que lo prometía todo, el que aun podemos evocar sus mieles dadas, de pronto se agríe, enrojezca de ira y arrase con todo. De pronto, con total impunidad y sorpresa, todo lo asesina, y cuando ya nos parece estar muertos de pronto aparece como niño que no ha roto un plato, pidiendo perdón por sus excesos, e impidiendo con ese perdón que le obliguemos a perdonarle para ser bueno siendo el malo que sabemos que puede aparecer en cualquier otro momento.

Ya la confianza no es la misma, y la seguridad comienza a cavar una madriguera donde refugiarse, mientras que en la superficie todavía creemos en el arrepentimiento. Y tanto es el empeño del intempestivo en hacerse perdonar y compensar con mil detalles lo sucedido, y limpiando su imagen con singular cuidado, que logra relajarnos y hace que volvamos a respirar tranquilos. Y entonces, sorpresa, vuelta a empezar, y vuelta a continuar la construcción de la madriguera donde el topo de la inseguridad vive mientras con el tiempo parecemos estar seguros cuando nos seducen, descreídos ya por ser reiteradamente sorprendidos, pero sin tener derecho a protesta, bien porque estamos en fase de bienestar (entonces no merece la pena estropearlo) bien porque estamos en fase de ataque (entonces es mejor esconderse y esperar sin creer demasiado que esa espera se corresponda con un fin definitivo del terror).


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