Sudando a Mares

por José Luis Catalán
jcatalan@correo.cop.es



Uno de las respuestas comunes de la ansiedad es el aumento de los ritmos cardíaco y respiratorio. La finalidad de la activación de alerta es preparar al organismo para una respuesta inmediata de ataque o huida, que en la evolución de nuestro organismo han sido fundamentales para la sobrevivencia en las situaciones de peligro, o para prepararnos adecuadamente para acciones de alto rendimiento (cazar, resistir un sobre-esfuerzo). El mayor bombeo de sangre, la mayor oxigenación y consumo de energía traen como resultado un aumento de calor y el fenómeno de la sudoración, tanto como sistema regulador del exceso de temperatura -ventilador- como respuesta que acompaña a las respuestas mismas de ansiedad -por ejemplo al tener las manos frías y sudorosas -.

Si estamos jugando un partido de tenis o corriendo, podemos comprender que la demanda de energía extra que estamos solicitando para el “combate” sea el sistema nervioso el encargado de desencadenarla proporcionando la tensión muscular deseable y el acopio energético necesario. En estas circunstancias, el que se produzcan calor y sudoración nos resultará comprensible, incluso agradable, algunos deportistas hablan de “sudar la camiseta” como si de un éxtasis se tratara.

La producción de energía se obtiene de una forma rápida a través del consumo de azúcar y además podemos recurrir a la despensa de las grasas acumuladas. Si los mecanismos de producción de azúcar mediante la insulina generada por el páncreas fallan, se puede producir un colapso, caso habitual en los diabéticos cuando realizan ejercicio intenso, y también cuando se ponen muy nerviosos o se pelean -reacciones emocionales que demandan tanto combustible como un carrera. Factores como tener un buena provisión de insulina, grasas sobradas y alimentación con suficientes hidratos de carbono y azúcares hacen que podamos producir calor con mayor facilidad que personas que fueran muy delgadas, anémicas, llevando a cabo furiosas dietas anti-azúcar y con déficits de insulina.

El perfil de una persona capaz de producir notables cantidades de calor, y por ello mismo necesitar mayor ventilación mediante el sudor es: sobrepeso y acumulación de grasas, alta disponibilidad de combustible rápido y persona que activa en exceso su sistema nervioso: se puede añadir, por ejemplo, al esfuerzo físico de correr para coger el tren, la angustia intensa por perderlo. Hay quienes son tan buenos sufridores que se agobian incluso llegando una hora antes.

La ansiedad nos prepara para correr, gritar, pelearnos y realizar intensos esfuerzos. Su misión es encender el motor biológico, y no es asunto suyo si luego se pone el vehículo en marcha o se deja al ralenti sin hacer nada. En el caso de que no hagamos nada mas que estar en estado de alerta notaremos que nuestro ritmo cardíaco ha aumentado, que oxigenamos más, que nos estamos activando, siendo el resultado de ello el proceso de encendido y disposición a la acción, observaremos que nos hallamos en estado de tensión, con una fuerza muscular potencial digna del mejor salto de tigre. Todo este acopio de preparación puede ser totalmente ineficaz si lo que hacemos es simplemente esperar en la cola de un cine sin saber si nos vamos a encontrar sin entrada después de un buen rato esperando. Tanto calor, tanto “sudar la gota gorda”, ¿para qué?. Efectivamente en esta situación sería mejor tomarnos las cosas con calma porque de ese modo nos ahorraríamos un gasto superfluo e incómodo de energías.

También nos podemos encontrar en otra situación diferente: estamos realizando ya alguna acción como correr, gritar, movernos, realizando esfuerzos, pero eso no quiere decir que el ajuste del gasto energético y el control emocional de la tarea vayan en armonía perfecta. A menudo sucede que mientras que estamos haciendo algo evaluamos la marcha del asunto, analizando como va hasta ese momento, si se ajusta a los planes y objetivos previstos, si se avecinan dificultades, si el ritmo y tiempo empleados son los ideales según nuestros cálculos o si nos parece que el final no seremos capaces de alcanzarlo porque no estamos seguros o confiados. Todo este conjunto de evaluaciones crean la parte emocional del desempeño, de la acción física supervisada por el ojo atento del cerebro. De este modo puede suceder, a modo de ejemplo, que un corredor de elite no rinda lo deseable porque presiente que no va a ganar la carrera y va a defraudar a su entrenador.

Bajo el punto de vista de un observador externo la forma de caminar por la calle de dos personas pueden tener pocos matices diferentes (parece que vayan a la misma velocidad, y por consiguiente gastando la misma energía), pero en su fuero interno una persona puede estar preocupada por lo que le espera y la otra alegre, una puede estar sudando por el exceso de ansiedad además de por el caminar y la otra no suda porque su alegría hace que ajuste gasto energético y esfuerzo físico de una forma perfecta. Hacer las cosas con una angustia paralela activa nuestro organismo de una forma mayor de la necesaria, lo cual además de producir más calor, también puede producir despistes, golpes, ineficacias, y torpezas que todos solemos cometer en la circunstancia de estar alterados por el exceso de nerviosismo.

Podríamos pensar que angustiados o no, cuando acabamos de hacer algo ya debería parar nuestro organismo de producir energía y calmarse inmediatamente. La realidad nos muestra que el tiempo para calmarse tiene sus propias condiciones y necesidades:

Las personas con tendencia a angustiarse tienen como una compulsión de pasar de un tema de angustia a otro distinto, para no parar nunca de agobiarse por algo.

Supongamos que una persona ha ido corriendo para coger un autobús que estaba a punto de escaparse, llega en en el último segundo, encuentra un lugar libre, se sienta, ¿puede comenzar a serenarse para frenar inmediatamente la activación afanosa, que una vez sentado es innecesaria? Depende: puede que mirar distraídamente por la ventanilla y sentirse contento por la hazaña ayuden a que el tiempo de recuperación del aliento y el ritmo respiratorio sosegado sean muy rápidos siguiendo el segundo principio de “pon atención a otra cosa” para olvidarte de la angustiosa carrera, pero puede que la persona vuelva sobre sí, dedicándose a auto-observarse y además cometa el anatema contra el tercer principio, la rumiación: “mira que si no hubiera llegado a tiempo, qué imperdonable hubiera sido llegar tarde”, “y si mi corazón me fallara por haberme acelerado más de la cuenta?”, “y si no me pudiera tranquilizar y me diera un ataque de nervios, tuviera un desmayo o un rapto de locura que me obligara a bajar del autobús de forma precipitada”, “esa gotita de sudor que noto en el sobaco podría mojarme la camisa azul y aparecer como un impresentable”, “la frente y sienes mojadas, ¿no resultan antiestéticas y esas personas que me miran haciendo como que no me miran están pensando que soy raro?”.

La preocupación desde luego frena la recuperación, impide la respuesta natural, de igual modo que afectaría a la excitación sexual el considerar un embarazo posible por mal estado del preservativo o sopesar el contagio de alguna enfermedad venérea o, siguiendo otro símil, desaparecer el sueño por el temor de que no pudiéramos dormir y aparezcamos a la mañana siguiente en un estado físico deplorable.

Tal como se insinúa en estos ejemplos la persona puede hacer todo lo contrario de lo que hacemos habitualmente para actuar de una forma espontánea y despreocupada, generando con ello unas interferencias que multiplican el agobio. “Mata moscas a cañonazos” como se dice familiarmente, Pero luego se mira a si mismo con extrañeza, como diciéndose, “Qué raro, sudo, mi corazón va a mil por hora, respiro de forma incómoda, ¿porqué me sucederá esto?”. La respuesta, tan alarmista como en lo que se basa es: sucede algo anormal, debo tener alguna enfermedad.

La misma sospecha de que algún mecanismo fisiológico puede hacerle una jugarreta, colocándole a capricho en situaciones embarazosas que le lleven a tener que soportar humillaciones y vergüenzas, sólo pensarla, le sofoca y produce calores, cosquilleos y pone los pelos de punta.

Se dirá que tampoco la persona se preocuparía por el sudor si realmente no hubiera pasado situaciones anómalas en las cuales no solo ha sudado un poco, sino una cantidad totalmente anormal y desproporcionada. Este es por cierto, el argumento principal de la persona que padece ataques de pánico o fobias o crisis de angustia postraumáticas: ha tenido una vivencia desbordada que le ha llevado a acudir a un servicio de urgencias o que le ha hecho pensar por algo parecido a la agonía de la muerte. De igual modo, la cantidad de sudor, por sí misma, se convierte en algo que sorprende y llena de agoreros temores. Máxime si el temor a la repetición se confirma efectivamente, entonces la sensación de evidencia de que esta sucediendo algo que escapa al control se trasforma fácilmente en la sensación de convertiste en “víctima” desolada.

Las primeras veces que sucede son decisivas para el curso que tendrá posteriormente el problema y explican cómo se adquiere e instaura un hábito indeseable.

En primer lugar está el fenómeno inicial: comenzar a sudar a raudales. ¿Porqué ha sucedido? Probablemente intervengan una conjunto de factores que han tenido valor acumulativo, unos físicos tales como la falta de ejercicio, la alimentación, la trajín y las complicaciones, las grasas acumuladas; otros son relativos a nuestra personalidad como la tendencia a exigirnos mucho, la timidez, el exceso de preocupación por nuestra imagen y por los demás, las anticipaciones negativas. Otros factores han podido ser externos (el calor, la ventilación del lugar), y finalmente, ante la aparición de un sudor abundante, la alarma por las manchas y la cantidad de sudor juzgado excesivo, junto con los sentimientos de vergüenza y ansiedad que todo ello produce.

Si todo esto le sucediera a una persona con unas copas de más bailando frenéticamente, no pararía mientes en el asunto. No digamos se se trata de una persona que fuera a ser fusilada en un día caluroso: nadie, ni el mismo protagonista, le daría mas importancia al sudor frente al hecho dramático de la muerte. Pero como en nuestro caso se produce todo en una situación común -aunque con cierto aire problemático que el sujeto vive como “natural” en ese momento- aparece como incomprensible y anómalo. Aunque con seguridad no lo es, es decir, que si realmente no hay una enfermedad endocrina, lo que ha sucedido tenía que suceder de forma lógica dadas todas y cada una de las circunstancias que concurrieron.

De entre el conjunto de factores que han producido al principio los sudores, unos permanecerán, otros desaparecerán -por ejemplo algunas circunstancias irrepetibles como una entrevista de trabajo o una pelea que hubo- otros aparecerán de nuevo o tendrán un desarrollo que al principio no tenían, por ejemplo la anticipación de las situaciones en las que nos parece que estamos expuestos, y finalmente obtendrá un papel decisivo el aprendizaje, sin el cual sucesos, conocimientos y observaciones desaparecen de nuestra vida mental por el mero paso del tiempo.

De entre los factores que permanecen podemos destacar todo lo que produce calor: nuestros hábitos alimentarios, la temperatura del medio ambiente y posiblemente nuestra personalidad tampoco haya variado gran cosa.

Las conductas que tienen una sutil transformación son la de mejorar la percepción de la humedad. Conforme hay más entrenamiento el sujeto se vuelve experto en detectar pequeñas variaciones de temperatura, se torna agudo evaluador de humedad con la finura de un másico que percibe los cuartos de tono, la capacidad de ponerse en guardia y sobre aviso en todas las situaciones potencialmente peligrosas. Incluso antes de introducirse en ellas ya sabe “por experiencia” o “por deducción” que irán mal. Por último, cambia la imagen propia, actualizándola como “postapocalíptica”. Estaría “marcada” por un problema, es víctima de un síndrome, esta derrotada por una “impotencia” confesada para controlar el sudor.

Es importante recordar, para una mejor compresión del sudor patológico, que existe el aprendizaje sensorial: aprendemos a ver y reconocer colores, letras y toda suerte de objetos, aprendemos a distinguir los fonemas, comprender el lenguaje y diferentes lenguas, identificamos a personas por la voz, distinguimos ruidos y les asignamos causas plausibles, aprendemos el tacto, resultando, por ejemplo, que según hemos sido acariciados y acunados con una determinada presión en la piel nos haga cosquillas o nos proporcione placer. Aprendemos sabores, que incorporamos a la lista de los conocidos cada vez que hay en nuestra dieta una variación culinaria. Desarrollamos el olfato, cambiando nuestros apreciaciones de olor en función de las campañas navideñas de perfume.

Esta capacidad de aprendizaje la podemos desarrollar para cosas tan curiosas como para aprender a desarrollar movimientos nuevos -por ejemplo un nuevo baile, aprender a mover la oreja o hacer un guiño o mueca divertida- para leer a ciegas por el sistema Braille, calcular pesos a mano, o endurecer los músculos del vientre para resistir un golpe. Las redes neuronales del cerebro son en definitiva las artistas originales de estas tremendas habilidades, y en buena medida se especializan en algo a base de recibir los mismos input o entradas sensoriales -pongamos el caso, sonidos de un idioma que queremos aprender, notas musicales que queremos distinguir, letras que queremos aprender a reconocer aunque sean de un manuscrito medieval-, es decir, por medio de una repetición sistemática se agudiza una especialización.

También incorporamos lo que no nos conviene, como por ejemplo un tic que nos acompaña cada vez que pensamos sesudamente o que jugamos al poker -con la catastrófica consecuencia de que nos delatamos ante los contrincantes-, aprendemos un mal uso de las palabras utilizando un sentido incorrecto una y otra vez hasta que alguna alma caritativa nos saca del malentendido. Una mala enseñanza infantil hace estragos que se traducen en defectos de pronunciación, de lectura o en las faltas de ortografía que salen como salen porque siempre las escribimos mal. Podemos desarrollar asco hacia alimentos imprescindibles para nuestra alimentación, o repugnancia frente a determinadas prácticas sexuales o nos volvemos frioleros, adquirimos dentera, grima frente a ruidos agudos, mordiscos a ropa o a palillos de madera, nos tornamos infalibles lipotímicos ante la visión de sangre o acabamos siendo intransigentes maniáticos del orden y la limpieza.

Los mecanismos de aprendizaje siempre que estamos vivos funcionan, son consustanciales con nuestra naturaleza devoradora de información, nuestra máquina de adaptación constantemente. Unas veces aprendemos lo correcto, lo útil, lo que nos conviene, y otras nos pervertimos o nos llenamos con las pesadas piedras de los aprendizajes ineficaces.

Mejorar la capacidad de sudar es posible. A una persona en un trance hipnótico le podemos sugerir que sude y obedece la orden aunque en la habitación el aire acondicionado congele. De la misma forma una constante y permanente sugestión de que uno va a sudar, esta sudando, no puede dejar de sudar, siempre sudará, ... acaba por producir un fatídico sudador.

En parte lo aprendido se automatiza, escapando en cierta medida del control voluntario. Esto es como si por una parte hemos aprendido a andar en bicicleta, sabemos hacerlo casi con los ojos cerrados, y por otra parte vamos en bicicleta todos los días. Por cierto que este sería el criterio para hablar de hábito, ya que la persona no puede dar marcha atrás pensando que sólo con la fuerza de su voluntad y sus discursos tranquilizadores logrará domesticar a las glándulas sudoríparas, que desgraciadamente están ya bajo el dominio de otro amo poderoso que es el aprendizaje automatizado, y por otro lado se afianza la mentalidad de que la ansiedad es inevitable, cosa que a su vez facilita su disparo.

Control emocional

¿De qué forma es posible desandar lo andado? ¿Como podemos re-aprender a ser normales y llegar a controlar el sudor?.

La respuesta a estas preguntas requiere no una, sino un conjunto de medidas:

  1. La regulación de la alimentación. Suprimir las grasas y alimentos que provean de hidratos de carbono excesivos: eso no quiere decir no comer ni un trocito de pan, tampoco hay que exagerar, sino mas bien es un problema de recortar una cantidad abusiva a la que la misma ansiedad puede inclinarnos. Alcanzar el equilibrio entre altura y peso puede ser el criterio más seguro. La ingesta de líquidos no es el problema, y es necesario ingerir líquidos. Podemos beber agua y sudaremos exactamente igual que si no la tomáramos, con la diferencia que empeoramos otros mecanismos metabólicos si nos empeñamos en no beber pensando que eso nos salvará de la situación. Por el contrario, no sudaremos si estamos tranquilos, aunque hayamos bebido un vaso de agua quince minutos antes. No tenemos tanto un problema de metabolismo patológico como de una ansiedad que se dispara por el suspiro de un pensamiento.

  2. Hacer ejercicio físico de forma regular, porque las virtudes del ejercicio sobre nuestras capacidades de relajación y animación son muy interesantes y constructivas. Además nos ayuda a quemar energías sobrantes facilitando con ello que el mecanismo del sudor se frene. El hacer una actividad física o deportiva nos rompe la rutina introduciendo una agradable actividad que desdramatiza nuestra “vida de pesadilla” introduciendo una sana y divertida ocupación que propicia el olvido de los problemas y el cambio de registro. También permite sudar con la sensación de que el sudor no es “rebelde” sino pacífica concomitancia del ejercicio, introduciendo espacios y momentos en los que nos relacionamos bien con el sudor.

  3. Suprimir las conductas anticipatorias. El hecho de “prepararnos” con mucha anticipación crea en nosotros una “psicología de enfermos” en vez de normales, nos imaginamos sistemáticamente como débiles e impotentes, nos vemos a nosotros mismos sudando más que nunca y soportando las mayores angustias y vergüenzas antes de que aparezca una primera gota. Sin darnos cuenta mentalizamos a nuestro cerebro de una forma muy fatalista que va a ocurrir que vamos a sudar, lo fanatizamos en ese dirección ciega. Esta prevención anticipada puede ser responsable de un tanto por ciento (aproximadamente un 25%) de la ansiedad que experimentaremos en la situación temida y para nuestros efectos ansiedad = sudor. Este tanto por ciento es quizá el más fácil de suprimir porque de hecho no estamos en peligro, sino en un lugar seguro pensando en lo que nos va a pasar más tarde o días después. Si somos conscientes de que suprimir toda especulación nos va a representar un ahorro debemos actuar con el convencimiento de que pensar mucho sólo hace que empeorar y que distraernos hasta el último segundo de nuestra condena nos representa un alivio notable. Para lograr borrar los pensamientos conviene por un lado hacerse un discurso que nos recuerde el interés que tiene para nosotros desconectar del tema venidero y de las fantasías terroríficas, y sobreponernos por otro lado -la antes posible- a base de concentrarnos en otra cosa alternativa: leer con más atención, terciar en un conversación , sumirnos en la música o enfrascarnos en una tarea. En la medida de que encontremos un inmersor con garra suficiente lograremos el control del pensamiento terrorista cuya misión es precisamente resistirse, amenazar.

  4. Supongamos que logramos pensar lo menos posible en lo que pasará, para pasarlo lo mejor posible. Queda saber cómo reaccionar a la primera percepción de humedad. Hemos de tener mucho cuidado con el sudor que aparece porque de nosotros depende de que desaparezca como un ola que se retira de la playa o que se convierta en una bola que se crece a pasos agigantados. En primer lugar hemos de descontar de la sensación de humedad la alarma, y normalizar a toda costa la situación: la alarma es como una lupa de aumento que hace que sintamos una gota de 1 milímetro como de 4 milímetros, una extensión de pequeña en una mayor, igual que un grano en la lengua nos parece del tamaño de una cabeza de cerilla y luego resulta prácticamente invisible al comprobarlo. La misma susceptibilidad y temor por la aparición del sudor hace que toda insinuación de humedad dispare la alerta de los bomberos... que no saben bien qué fuego es el que tienen que apagar. La humedad, aunque parezca increíble, es normal y todos la tenemos aunque habitualmente nos pasa totalmente desapercibida porque tenemos cosas mejores en las que prestar atención. Pero lo que siempre esta ahí y es normal que aparezca, a la persona le puede parecer ya el inicio de un caer al abismo. Por eso cabe no dar importancia a nada que no tenga cierto criterio por ejemplo hasta que no notemos una gota correr por la mejilla no hay inicio oficial para la preocupación, o hasta que notemos la ropa pegada a la piel por la humedad, tampoco pasa nada todavía. Es importante este punto de cuando empezar a entrar en pánico, porque si entramos antes de tiempo desencadenamos sin darnos cuenta, con nuestra precipitación, la ansiedad que aumenta el sudor un paso más allá. Algo así como si, para que no nos roben la cartera, hacemos un movimiento de ocultarla llamando así la atención del ladrón que hasta ese momento no se había fijado en nosotros. Mientras se convence de que todavía no hay “criterio objetivo” de preocupación ha de hacer algo rápidamente que le ayude a recuperar la calma, desde respirar sosegadamente y caminar con tranquilidad -artificial-, hasta fijarse con mucho interés en las cosas externas y sobre todo, interrelacionar lo más posible con personas, saludando a unas, haciendo en el ascensor o en el pasillo comentarios simpáticos, curioseando y haciendo preguntas repentinas al primero con el que nos detenemos, centrarnos en el tema que llevamos entre manos recordando en qué consiste, de qué forma lo vamos a abordar, etc. Si hemos realizado ejercicios de relajación en los que hemos inducido consignas, por ejemplo “cuando apriete y suelte el puño de esta manera me relajaré como ahora mismo” utilizarlas para ayudar a hacer discurrir nuestra mente por caminos neutrales y que conduzcan a nuestra ansiada calma (= no sudor).

  5. Descentrar la atención puesta en el sudor. El observarse de una forma alarmada, la desesperada constatación de que una vez más el proceso del sudor se ha desencadenado facilita la desconexión del mundo externo -puede que no se entere siquiera de lo que le están hablando- con la conciencia volcada en las sensaciones de sudor, viéndolo crecer mientras crece, imaginando constantemente donde se encuentra la extensión y presintiendo los que vendrá un segundo después, esto es, vamos retrocediendo, espantados, mientras lo vemos crecer sin que se nos ocurra nada que pudiera frenar el proceso.

  6. Análisis del componente de vergüenza. En la medida que se alimenta el sentimiento de bochorno por tener una deficiencia “imperdonable”, se abre la posibilidad de que la mirada de los demás descubra el desaguisado, con el consiguiente repudio. Cuando el sudoroso piensa esta parte del drama adivina las voces del personaje que le mira o le podría observar y “escucha” frases como “¡suda como un cerdo!”, “¡es impresentable!”, “¡es penoso!’”, que recuerdan esa repugnancia con la cual los padres corrigen -a veces acomplejando más de la cuenta- las guarrerías de los niños. Como adelanto de ese causar asco aparece la vergüenza, que es una emoción que frena nuestra ilusión de ser competentes con la soga del juicio de inoportunidad e insuficiencia, como si nos reprochásemos “¡cómo te atreves a desear el beneplácito de los demás si no lo mereces!”. La vergüenza, como el sudor, puede aumentarse con la auto-observación que actúa como acicate y estímulo para provocar más de lo mismo, en este caso, la vergüenza por sentir vergüenza, retirando la mirada para no ver la insoportable mirada del otro. Si pudiésemos reconducir estas reacciones acomplejadas ganaríamos una buena dosis de control sobre la situación. Para ello es aconsejable:

  1. Se trata de actuar normalizando -aunque fuera de manera imperfecta- la situación, actuando como aquel que tiene media cara quemada o un espectacular grano en la nariz, y sabe por experiencia que en un primer momento desconcierta a los demás, pero que al mismo tiempo los tranquiliza atreviéndose en dirigirse a ellos con espontaneidad, “como si no pasara nada”, como obligándolos a aceptarle a pesar del “pequeño” inconveniente. Lo pequeño o grande hay que medirlo con las consecuencias objetivas en vez de por las impresiones alarmistas. El alargar las frases, el ser atrevidos -en vez de apocados por cautela- en las intervenciones, el hablar emotivamente (con énfasis, humor, asertividad, etc.) acaba por encauzar lo que podría haber zozobrado a la primera dificultad. Miraremos a los ojos al interlocutor, porque mirarle activamente evita que nos sentamos mirados despectivamente. La proximidad conviene que no sea la de quien guarda las distancias -listo para salir huyendo- sino las del deseoso de “estar por la labor” prescindiendo de si se suda o no se suda. También hemos de estar preparados para los comentarios impertinentes, y no solo para las miradas. Si a alguien se le ocurre sugerir que hemos bebido más de la cuenta o nos “avisa” que el sudor nos está manchando la ropa o que nos sequemos la cara, en vez de entrar en pánico y adquirir la congoja de víctima atrapada, en vez de eso, actuaremos minimizando el hecho, dando una somera explicación diciendo que tenemos un “ligero problema de sudor”, secándonos o reconociendo que estamos muy acalorados , pasado acto seguido con el tema que llevábamos entre manos como si lo retomásemos con muchísimo gusto y pasión.

  2. Hay que dirigir la atención hacia la causa del sudor, en vez de estar obsesionados por el control de los inconvenientes. Si dedicamos nuestras energías y esperanzas a adquirir prendas de ropa “segura”, por el color y capacidad de absorción, que propicien el disimulo, si no dejamos de analizar cada uno de los pasadizos, portales, despachos y locales el grado de humedad que tienen o lo refrigerados que están, estamos adoptando la estrategia de control externo, que tiene como precio una sutil, pero real, descalificación y sensación de impotencia en relación al control interno. El poner tanta confianza en un control de estímulos externos (temperatura, ropa, horarios, etc.) es una solución inútil que no da el resultado esperado porque siempre encontraremos “peros” o variantes imprevistas y sorpresas de todo tipo, volviéndonos día a día más pusilánimes, y sobre todo, al descubrir tarde o temprano que el exterior siempre es azaroso, incierto e incontrolable, no sentimos al mismo ritmo cada vez más “indefensos” a medida que fallan todas las condiciones de “seguridad”. El control interno, por el contrario, estimula nuestro poder y nos hace recuperar la confianza y está basado en el principio:

    calma => no sudor

    Dejamos tranquilo al sudor viéndolo como un aspecto “decorativo” aunque ingrato de la ansiedad junto a su vergüenza de tenerla. Nos dedicamos a conseguir la calma con los puntos que hemos ido mencionando:

    Esta intranquilidad, como sudorosos incrédulos y desesperados, podemos pensar que no está a nuestro alcance ya que sería el resultado posterior a que el sudor haya desaparecido para siempre, y mientras tanto es imposible tomárselo con calma. Esta es la gran equivocación: la ansiedad que tenemos produce sudoración, lo que sucede es que una vez que aparece la primera señal ya estamos un poco más allá temiendo lo peor. Veámoslo en este esquema:

    “Podría comenzar a sudar, noto algo de humedad” -> Sólo pensarlo aumenta la ansiedad y al aumentar la angustia también la humedad -> Veo que voy a más en vez de a menos, así que hoy será uno de esos días horrorosos -> Aumenta mucho la ansiedad ante el inminente peligro de humillación, con lo que también aparecen ya algunas gotas de sudor ostensibles -> “¿Y si me fuera pretextando algo?”, sólo considerarlo a hace que el enemigo del que huyo sea muy peligroso, con el consiguiente chorreo de sudor... -> y así sucesivamente hasta que se produce la derrota consumada.

    De forma que, por nuestra reacción desesperada acabamos produciendo justo aquello que estamos temiendo. Es algo similar al ejemplo de alguien que tiene quiere sacar a bailar a una persona, pero tiene miedo a que le diga que no, lo que produce en ella una torpeza que se traduce en una petición desinflada, seca o extraña que provoca como resultado la desconfianza y el rechazo, que no se habría producido tal vez si la petición fuera a otra persona que no nos gusta y que por consiguiente no nos importa nada su rechazo. Para tranquilizarnos, en conclusión, está implicada la estrategia de :

    El resultado puede ser asombroso, y nos puede llenar de júbilo descubrir que era mucho más fácil de lo que nunca habíamos imaginado, y que la explicación del desaguisado ha sido simplemente una concatenación de reacciones equivocadas y subsanables y que, por consiguiente, no estamos “condenados” a sudar si aprendemos soluciones basadas en la acción, cosa que por otro lado ya venimos haciendo después de todo en los espacios y momentos en los que no hay interferencia del sudor, todavía.

  1. La desazón, los sentimientos de humillación y merma de autoestima que representan el verse atrapados por culpa del sudor, son un conjunto de sentimientos que tienen un intenso impacto emocional. El hecho de asociarlos una y otra vez, como un castigo implacable, a la aparición del sudor, hace que lo temido se duplique (esto es: inconvenientes de sudar + sufrimiento posterior), con lo cual podemos llegar con el tiempo a estar relativamente más ansiosos por la reacción posterior que por el mal rato en sí mismo. El sudor no hace distingos y simplemente aparece como resultado abultado del conjunto de cosas que andan mal. Si lo que nos interesa es la forma de disminuirlo no nos cabe otro remedio que armarnos de valor y afrontar las verdaderas causas, entre las que encontraremos este factor de nuestra propia reacción airada y depresiva. Sería mucho más edificante dejar de enfadarnos y de deprimirnos, dedicando todo el cuidado a atajar la vergüenza, la sobre-atención del sudor y dejar de lado toda conducta “supersticiosa” : no referimos a aquellas que atribuyen el sudor al calor exterior o a una deficiencia de nuestro sistema interno de ventilación en vez de a la ansiedad. Cabe recordar que cuando la persona se siente segura y está sosegada -especialmente en el castillo de su casa- no suda. Una forma muy práctica de mejorar las reacciones es multiplicando las actividades de ocio y satisfacción personal, para que de este modo aumente nuestra sensación de capacidad y el optimismo. El realidad el mundo exterior es la cura, no el problema, y en cambio quedarse en casa es una auto-condena, una reducción de las aspiraciones que nunca puede proporcionar verdadero sosiego permaneciendo en esa medio-existencia.

  2. Valorar la conveniencia de recurrir a la ayuda de un psicólogo profesional experto, libros o foros que nos ayuden a comprender nuestro caso y la forma de adquirir destrezas de control emocional.


Volver a Asistencia Psicológica Ramon Llull
Volver a Página de Artículos de psicologia cognitiva
Volver a la Guia de la Ansiedad
Dirección del autor: correo electronico