DECISIONES

Todos nosotros, a lo largo de nuestra vida, nos encontramos con situaciones en las que hemos de tomar una decisión, nos vemos obligados a comprometernos con alguien o algo de alguna manera, tenemos que elegir un camino dejando otros a un lado.

Pocas personas dirán que estas situaciones son fáciles, porque no lo son. La mayoría de las veces tomar una decisión implica renunciar a pequeñas comodidades que venimos disfrutando con la ilusión de conseguir comodidades mayores.

Siempre hay que valorar ventajas e inconvenientes de las opciones que se nos presentan, para intentar elegir aquella alternativa que mejor se adapte a nuestra personalidad. Por tanto, al tomar una decisión estamos poniendo de manifiesto intereses y prioridades personales.

Sucede que en ocasiones, dejamos esos intereses personales en segundo o tercer lugar frente a intereses ajenos. Sin que nadie nos obligue físicamente, nosotros solos, podemos marginarnos de la manera más cruel, y tomar decisiones propias en función de intereses ajenos.

La tarea de decidir puede resultar más o menos sencilla cuando se trata de objetos materiales, cuando se puede recurrir a las matemáticas para repartir de manera equitativa, o cuando se puede apelar a conocimientos profesionales que nos garanticen mayor probabilidad de éxito con unas elecciones o con otras. Cuando la ciencia o los números están detrás, puede resultar sencillo. Pero cuando entran en juego otras personas y sentimientos, la cosa se complica.

Todos conocemos personas muy eficaces en su trabajo y, sin embargo, tremendamente torpes en su vida personal. Personas que a la larga, son infelices y hacen infelices a las personas que les rodean, pero a corto plazo van compensando los éxitos profesionales con las renuncias personales y van tirando, ¿qué ocurre?.

Ocurre que una decisión profesional está respaldada por conocimientos técnicos, sin embargo, una decisión personal se realiza en función de intereses propios, y aquí entran en juego variables del tipo inseguridad en uno mismo, miedo a ser rechazado, miedo a dejar de ser querido. Llegando incluso, en ocasiones, a elegir la opción mejor vista socialmente o la opción que creemos va a gustar más a nuestro entorno próximo.

El miedo a ser rechazado, a dejar de ser querido, llevado a unos extremos, puede inducirnos a vivir una vida llena de angustia e infelicidad, y sin defensa de los propios derechos. Se puede confundir el favor con la obligación y los derechos propios con las exigencias ajenas. Este tipo de personas son presa fácil de otro tipo de personalidad opuesta, los aprovechados que no dudan en sacar partido de esta situación.

Todos estos mecanismos psicológicos son fruto de un mal aprendizaje, que puede tener lugar en la infancia y que cualquier conducta posterior no hará sino reforzarlo más y más, llegando un punto en el que uno se encuentra acorralado, sintiendo que no quiere actuar como lo hace y sin embargo, no sabe cómo dejar de hacerlo.

SILVIA BAUTISTA

Publicado en MadridSureste, Marzo de 1.999

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