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Introducción

La orientación cognitivo-conductual representa el enfoque científico teórico-práctico que predomina en la psicología actual gracias a la multitud de evidencias empíricas que demuestran la efectividad del mismo a la hora de abordar desórdenes como ansiedad, depresión, trastornos de personalidad, relaciones de pareja, etc. Sus cualidades más destacadas son: operar a partir de una formulación continuada, en términos cognitivo-conductuales, del caso, es decir, atender a la formas disfuncionales de pensar y a las emociones derivadas de éstas, a los factores desencadenantes y predisponentes, esquemas cognitivos subyacentes y patrones de conducta desadaptados presentes; promover una colaboración activa para que terapeuta y cliente trabajen juntos en la resolución de los problemas concretos que se acuerden; centrarse en el presente y establecer metas claras y alcanzables, retornando al pasado en la medida en que éste sea útil para evidenciar el origen de los problemas actuales; ser educativa, no limitándose a ofrecer meras soluciones puntuales sino más bien facilitando la adquisición de conocimientos y técnicas que le permitan a la persona reorganizar más saludablemente su vida; y desarrollarse en un tiempo limitado aplicándose de manera estructurada, es decir, analizando cada estado emocional, revisando las tareas asignadas y programando otras nuevas, identificando, evaluando y rebatiendo ideas y creencias desadaptadas, haciendo partícipe al cliente de cada paso del proceso, etc. La principal habilidad que pretende desarrollar o fortalecer el enfoque cognitivo es que la persona sea capaz de conocer con el nivel de detalle y exactitud necesarios todo aquello que sucede en su propia mente en momentos determinados, para poderlo evaluar y reformular. Es preciso diferenciar, en éste sentido, las creencias profundas que se configuran en esquemas, las actitudes, asunciones y reglas derivados de éstos, los pensamientos automáticos, las situaciones desencadenantes y las reacciones emocionales y conductuales. Hay que tener presente que el enfoque cognitivo parte de la premisa de que los seres humanos construimos, a lo largo de la vida y sobre todo a partir de las experiencias de la infancia-adolescencia, periodo durante el cual nuestra mente se desarrolla, el significado que asignamos al mundo, a nosotros mismos y a los demás, es decir, los sucesos y las cosas tienen el sentido y valor que hemos aprendido a darles. Interesa, por todo ello, conocer y comprender cómo cada uno de nosotros ha llegado a pensar de la forma en la que lo hacemos en determinadas circunstancias, ya que será a partir de tal conocimiento lo que nos permita reprogramar dicha manera de entender y entendernos.

Podemos definir un pensamiento disfuncional como todo aquel que resulta contraproducente a la hora de afrontar una situación de manera eficaz y saludable. Tales pensamientos inciden, básicamente, en las supuestas deficiencias personales y/o dificultades anticipadas o pasadas significativas de forma tal que configuran un panorama nada o muy poco esperanzador. Resulta difícil dejar de prestarles atención dado que asumimos que son aparentemente ciertos y razonables, al tiempo que aparecen de manera automática, en forma de simples palabras, breves frases o imágenes que transmiten, aunque de manera no rigurosa, una información considerada relevante para la persona. Además, suelen dar paso a todo un conjunto de ideas asociadas igualmente perturbadoras que si no son rebatidas de manera persistente y convincente reforzarán los esquemas subyacentes desadaptados que las generan, perdurando éstos en tanto que toda evidencia incongruente con ellos sea desvirtuada o, sencillamente, descartada. El hecho de que los pensamientos disfuncionales puedan acaparar la atención en un momento dado supone, asimismo, que aquellos otros más adecuados sean desplazados, lo que contribuye a fortalecer su dominancia con un consiguiente efecto debilitador más o menos prolongado. La consecuencia inmediata de todo ese diálogo interno negativo es la activación de emociones desagradables, como ansiedad, depresión o cólera. Si bien tales pensamientos pueden tener, en ciertas ocasiones, una relativa justificación resultan desproporcionados y nada eficaces para ayudarnos a afrontar la situación. Es paradójico que ante unas mismas circunstancias nos podamos mostrar críticos y pesimistas con nosotros mismos, pero comprensivos y optimistas tratándose de los demás. Ya que buena parte de nuestro sufrimiento es consecuencia, por tanto, de una serie de pensamientos, creencias, actitudes, reglas y esquemas disfuncionales se hace preciso, primero, identificarlas para, posteriormente, dominarlas y cambiarlas. Ello no quiere decir que vayamos a dejar de sentir definitivamente emociones desagradables, sino que éstas se limitarán, tanto en su intensidad como duración, a aquellos momentos en los que resulte razonable y comprensible experimentarlas. La ansiedad, el temor, la tristeza, el enfado, etc., son emociones que tienen su razón de ser y son asumibles en tanto no se conviertan en un obstáculo para poder llevar una vida de la que sentirse aceptablemente satisfecho. Ciertas formas de pensar son las precipitantes de una serie de amargas emociones que experimentamos. En la medida en que reconozcamos que los simples hechos no suelen dar paso de manera inmediata a tales emociones, sino por mediación de ciertos procesos y contenidos mentales disfuncionales, estaremos en condiciones de emprender las acciones correctivas oportunas para restablecer una interpretación más saludable y proporcionada de éstos