Consejo General
de Colegios Oficiales de Psicólogos |
ISSN 211-7851
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Diciembre
,
nº 92
,
2005
|
Copyright
2005
© Infocop
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¿SE PILLA ANTES A UN MENTIROSO QUE A UN COJO? SABIDURÍA POPULAR FRENTE A CONOCIMIENTO CIENTÍFICO SOBRE LA DETECCIÓN NO-VERBAL DEL ENGAÑO
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JAUME MASIP
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Universidad de Salamanca
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Existe una serie de creencias populares sobre los indicadores
conductuales del engaño que no se ven corroboradas por la evidencia empírica.
Determinados libros "de autoayuda" contribuyen a la difusión
de las mismas. En este trabajo se revisan varias décadas de investigación
en psicología y comunicación sobre la detección no-verbal
del engaño. Al contrario de lo que propugnan los libros "de autoayuda"
y de lo que sostiene la sabiduría popular, detectar la mentira a partir
del comportamiento no-verbal es extremadamente difícil, apenas sí
existen claves conductuales que permitan discriminar entre verdades y mentiras,
su significado y poder de discriminación varían en función
de diversas variables contextuales, y la eficacia de los programas de entrenamiento
es muy limitada. Frente a las cuestionables afirmaciones de determinados libros
populares y dadas las graves consecuencias que en ciertos ámbitos pueden
tener los juicios de credibilidad erróneos, es necesario desmontar los
falsos mitos existentes sobre la detección no-verbal de la mentira, sustituyéndolos
por información más válida y científicamente contrastada.
There is a series of popular beliefs about the behavioral indicators
of deception that are not supported by empirical research. A number of "self-help"
books are contributing to the spreading around of these beliefs. In this article,
several decades of psychological and communication research on the nonverbal
detection of deception are reviewed. Contrary to the claims of "self-help"
books and to the tenets of popular wisdom, detecting deception from behavioral
cues is extremely difficult, there are almost no behavioral cues to differentiate
between truths and lies, their meaning and usefulness are under the influence
of a number of contextual variables, and training programs have yielded only
very limited improvements in accuracy. In view of the misleading contents of
certain popular books and the serious consequences of wrong credibility judgments
in a number of contexts, it is necessary to dispel the existing false myths
about the nonverbal detection of deceit, providing instead valid and scientifically
tested information.
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Correspondencia: Jaume Masip. Departamento de Psicología
Social y Antropología. Universidad de Salamanca. Facultad de Psicología.
Avda. de la Merced, 109-131. 37005 Salamanca. España. E-mail: jmasip@usal.es
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La psicología social ha abordado en diversas ocasiones
la relación entre el conocimiento psicológico y el sentido común
(por ej., Garrido, Herrero y Masip, 2004; Teigen, 1986; véanse las consideraciones
de Kelley, 1992). Como han señalado algunos autores (por ej., Myers,
1999/2000), se critica la psicología social porque estudia cosas que
todo el mundo sabe, es decir, que son "de sentido común" (Kelley,
1992; Schlesinger, 1949). Esta crítica se formula, casi siempre, una
vez se ofrece al crítico la respuesta correcta ("¡esto ya lo sabía
yo!"); pero por lo general le cuesta adivinar de antemano tan "obvia"
respuesta (Kelley, 1992; Lazarsfield, 1949).
Hay dos ámbitos por los que siento un interés
profesional especial desde hace algunos años en los que la distancia
entre el sentido común y los hallazgos científicos es notable.
Tales ámbitos son el de la comunicación no-verbal y el de la detección
del engaño. Probablemente por su atractivo intrínseco, ambos estimulan
la imaginación popular, dando lugar a "teorías" y visiones
de lo más extravagantes que, por lo general, no tardan en ganar la más
amplia aceptación popular. A esta difusión suelen contribuir un
sinnúmero de libros oportunistas, mal llamados "de autoayuda",
firmados, en muchos casos, por profesionales de formación dudosa que
se aprovechan de la ingenuidad del lector, movidos probablemente por intereses
económicos, obrando con ello de modo éticamente reprobable. No
pretendo cuestionar todos los libros de autoayuda. Ciertamente, algunos de ellos
son obra de reputados investigadores y están escritos con absoluto rigor
científico. Pero buena parte de las publicaciones de este tipo se basan
en las creencias ingenuas y sin contrastar de sus autores, y no en el estado
de conocimiento científico sobre el tema. Ello hace escaso bien a la
difusión popular del conocimiento, y no contribuye a la auto-ayuda que
pueda ofrecerse a sí mismo el interesado lector (razón por la
que se entrecomilla en este trabajo el calificativo "de autoayuda"
referido a tales libros). Resulta curioso que, precisamente, sea el desconocimiento
que el lector tiene de la disciplina el factor que, por una parte, le impulsa
a acudir a esas publicaciones, mientras que por otra parte le impide apreciar
el escaso valor científico de las mismas, haciéndole vulnerable
a la desinformación que éstas destilan.
Específicamente en relación con el ámbito
de la comunicación no-verbal (o "lenguaje del cuerpo", como
se suele llamar en tales libros) se da la circunstancia de que, tal como ocurre
en otros campos de la psicología, todo el mundo "sabe" sobre
el tema, y todo el mundo opina al respecto, osando negar, relativizar o matizar
la palabra del verdadero experto. Es como si los estereotipos populares tuvieran
más valor que el conocimiento científico obtenido mediante los
rigurosos procedimientos aceptados en el ámbito de las ciencias. A menudo
uno se sorprende al encontrar publicidad en que se anuncian cursillos de "comunicación
exitosa", o con sensacionalistas títulos como "el lenguaje
del cuerpo para las ventas" o similares, ofrecidos por consultorías
u otros organismos ajenos a nuestro ámbito de especialización,
e impartidos por personas cuyos escasos conocimientos en psicología o
comunicación interpersonal no les capacitan en absoluto para impartir
esos contenidos. Sería absurdo que un psicólogo pretendiera ofrecer
un cursillo sobre derecho, economía o ingeniería. Sin embargo,
algunos abogados, economistas, ingenieros y profesionales de otros "gremios"
alejados del nuestro no dudan en considerarse capacitados para adentrarse sin
vacilar en el campo de la psicología, la comunicación y otras
ciencias sociales afines para impartir "conocimientos" especializados.
En mi opinión, esto merece el calificativo de intrusismo profesional.
El resultado de tal estado de cosas no puede sino ser la difusión
de falsas creencias sobre el significado del comportamiento, así como
ofrecer la imagen distorsionada de que la conducta no-verbal es un "juego
de niños", con gestos de significado inequívoco y carente
de todo relativismo. Así, por ejemplo, muchos creen que cruzar las piernas
o los brazos significa indudablemente que la persona no está "abierta"
psicológicamente al otro, que proyectar la mandíbula hacia delante
es un signo de dominancia, etc. Uno no puede sino sonreírse ante la ingenuidad
de tales creencias, que reflejan más una serie de teorías implícitas
a menudo equívocas que el verdadero conocimiento científico de
nuestra disciplina.
Un buen ejemplo de la difusión de este tipo de creencias
lo constituye el popular libro El lenguaje del cuerpo, de Allan Pease (1981/1988).
El autor, un vendedor a comisión, empezó a interesarse por el
"lenguaje del cuerpo" al asistir a un seminario ofrecido en 1971 por
el antropólogo Ray Birdwhistell. Resulta desafortunado que, en su obra,
Pease no haga honor a la indiscutible reputación científica de
Birdwhistell, pese a la engañosa afirmación que incluye en el
prólogo de que "en este libro he resumido algunos de los estudios
realizados por los mejores especialistas en el comportamiento humano" (Pease,
1988, p. 9).
Si bastante dañina es ya la difusión de falsas
creencias "disfrazadas" de conocimiento científico por legos
en la materia, el tema adquiere tintes escandalosos cuando quienes las difunden
son supuestos profesionales. Paolo Abozzi, que se erige en director de un llamado
Centro di Comunicazione Integrale en Roma y que afirma tener formación
en comunicación e hipnosis (véase http://digilander.libero.it/magopaolo/PAOLO%20ABOZZI.html),
es autor de, entre otras obras, el libro La interpretación de los gestos
(Abozzi, 1996/1997). La naturaleza del mismo es idéntica a la del volumen
de Pease, y lo cierto es que el Centro di Comunicazione Integrale no es, como
en principio podría pensarse, un centro de investigación, sino
un organismo que se dedica a ofrecer cursillos y vídeos sobre hipnosis,
grafología, programación neurolingüística y temáticas
similares (http://digilander.libero.it/magopaolo/index2.html).
El peligro que supone la difusión de falsos conocimientos por supuestos
profesionales se fundamenta en el conocido impacto de la credibilidad de la
fuente sobre la persuasión (Kruglansi et al., 2005). El cliente ingenuo
va a considerar ciertas esas informaciones por provenir de un "experto"
en el tema, por lo que creerá a pies juntillas todas sus aseveraciones
y seguirá las recomendaciones ofrecidas. Ello puede llevar a decisiones
erróneas de graves consecuencias en contextos como el interpersonal,
el laboral o el jurídico.
El segundo ámbito al que hacía referencia anteriormente
es el de la detección de la mentira. Siendo tan "intrigante"
como el del comportamiento no-verbal, se ve amenazado por idénticos peligros.
Estos se han concretado, por ejemplo, en diversas técnicas o procedimientos
elaborados por veteranos policías o militares cuya experiencia profesional
en contextos en que la mentira es frecuente les dota de cierta credibilidad
popular1. Pero el que un profesional tenga experiencia no implica necesariamente
que deba ser un experto (en este sentido, y aplicado específicamente
al ámbito de la detección no-verbal del engaño, véanse
los trabajos de DePaulo y Pfeiffer, 1986; Garrido, Masip y Herrero, 2004; Meissner
y Kassin, 2002; Strömwall, Granhag y Hartwig, 2004). En consecuencia, sus
recomendaciones pueden ser equivocadas. El auge de aparatos tales como los evaluadores
del estrés vocal (Masip, Garrido y Herrero, 2004) o de procedimientos
como la Técnica SCAN (Masip, Garrido y Herrero, 2002a) son claros ejemplos
de lo dicho. Desarrollados por veteranos profesionales de los cuerpos de seguridad,
tales artilugios y procedimientos gozan de gran popularidad en ámbitos
aplicados, debido en parte a la profesión de sus creadores y en parte
a los poderosos mecanismos de márketing desarrollados a su alrededor.
Sin embargo, su utilidad real para detectar mentiras ha sido seriamente cuestionada
por la investigación empírica. El riesgo es, una vez más,
la gravedad de las consecuencias derivadas del uso de la información
errónea proporcionada. Si el mito de que los evaluadores del estrés
vocal o la Técnica SCAN son instrumentos o procedimientos válidos
y fiables está bien enraizado en la sociedad, probablemente la judicatura
admita como prueba en los juicios la evidencia obtenida con ellos. Pero si en
realidad no discriminan adecuadamente entre personas veraces y mentirosas se
puede estar condenando de forma injusta a sospechosos inocentes, al tiempo que
los verdaderos culpables quedan en libertad (en este sentido, véase el
informe del National Research Council, 2003, referido al empleo de polígrafo).
Si el problema ya resulta de consideración al tomar
en cuenta separadamente el comportamiento no-verbal y la detección de
la mentira, no debe sorprender que la situación sea poco alentadora cuando
se trata de detectar la mentira a partir del comportamiento no-verbal. Hace
unos años encontré anunciado en un catálogo un libro escrito
por alguien llamado David Lieberman (1998) que llevaba por título Never
be lied to again (algo así como "Que no te mientan nunca más").
Lo solicité, si bien con abierto escepticismo dada la naturaleza sensacionalista
del título y mi absoluto desconocimiento del autor (era evidente que
no se trataba de ningún investigador relevante en esta área).
El libro, subtitulado "cómo saber la verdad en 5 minutos o menos
en cualquier conversación o situación", no contiene información
alguna con valor científico o práctico, sino una colección
de absurdos consejos de naturaleza completamente engañosa. Lo más
indignante del caso son las letras "Ph.D." que figuran en la cubierta
y el lomo del volumen junto al nombre del autor, y que designan que éste
es Doctor. Asimismo, en la solapa se ensalzan las supuestas virtudes profesionales
de dicho autor. No soy contrario a que cada cual se exprese libremente, escribiendo
las más fantasiosas excentricidades; pero otra cosa muy distinta es intentar
hacer pasar por información científica y contrastada (como evidencia
la inclusión de las letras "Ph.D." y los datos de la solapa
del libro) una serie de contenidos de ningún valor. Se trata, simple
y llanamente, de un fraude, y deberían emprenderse acciones legales contra
fraudes de esta naturaleza. Sólo queda esperar que ningún profesional
(policía, juez, abogado, etc.) de cuyas decisiones sobre la sinceridad
de otra persona dependa el destino de ésta lea el libro o se lo tome
con seriedad.
Un ejemplo dramático de las consecuencias prácticas
que puede tener la difusión de datos o procedimientos acientíficos
lo constituye el controvertido entrenamiento de Inbau, Reid, Buckley y Jane
(2001). Impartido por la empresa John E. Reid & Associates, dicho entrenamiento
se dirige a miembros de los cuerpos de seguridad que deban interrogar a sospechosos.
La compañía se jacta de haber entrenado a más de 300.000
profesionales desde el primer seminario sobre interrogatorios y entrevistas
celebrado en 1974 (véase http://www.reid.com). Parte del entrenamiento
de Inbau et al. (2001) se centra sobre las claves conductuales del engaño.
Sin embargo, las claves que se enseñan se apartan de aquellas pocas que
la investigación empírica ha mostrado que pueden ser útiles
(véase el interesante contraste ofrecido por Blair y Kooi, 2004). Asimismo,
atender a tales indicadores reduce la precisión de los policías
al juzgar la credibilidad de declaraciones verdaderas (Mann, Vrij y Bull, 2004).
Además, Kassin y Fong (1999) han mostrado empíricamente que el
entrenamiento en los indicadores de Inbau et al. produce una reducción
en la precisión global alcanzada, acompañada de un sesgo a decir
que los sujetos mienten y de un incremento de la confianza en los juicios.
Si se tiene en cuenta que, en muchos países, antes de
someter al sospechoso a un severo interrogatorio la policía sostiene
una entrevista más distendida con él para establecer su inocencia
o culpabilidad sobre la base de los indicadores conductuales del engaño,
el peligro de la desinformación que proporciona John E. Reid & Associates
es obvio. Pero este peligro se magnifica si se tiene en cuenta el tipo de interrogatorio
que John E. Reid & Associates propone, pues se trata de una aproximación
altamente agresiva y coercitiva que puede llevar a muchos inocentes a confesar
el delito que se investiga (por ej., Kassin, 2005; Kassin y Gudjonsson, 2004).
En definitiva, pues, la policía: (a) entrevista a un sospechoso; (b)
observa determinados indicadores conductuales de escaso valor diagnóstico
pero que cree asociados con el engaño, y en consecuencia resuelve que
el sospechoso miente; y entonces (c) desde este convencimiento somete al sospechoso
a un duro proceso de interrogatorio cuya naturaleza puede hacer que incluso
muchas personas inocentes confiesen (Kassin, 2004, 2005; Kassin y Gudjonsson,
2004). Este proceso puede explicar buena parte del elevado número de
casos, registrados en países como los Estados Unidos (donde la técnica
de Inbau y Reid goza de cierta popularidad entre los miembros de las fuerzas
de seguridad), de personas que han sido encarceladas sobre la base de una confesión
que más tarde se ha demostrado fehacientemente que era falsa (Drizin
y Leo, 2004).
El objetivo del presente trabajo consiste en "desmantelar"
una serie de creencias populares erróneas, en muchas ocasiones difundidas
a través de cursillos o libros escritos por personas poco cualificadas,
referentes a un tema claramente "psicológico" como es la detección
del engaño a partir del comportamiento no-verbal. La información
que se proporciona en las siguientes páginas está basada en la
más rigurosa investigación científica en psicología
y comunicación interpersonal. Dicha información será de
indudable interés para el profesional de la psicología debido
a tres razones: ser parte de su disciplina, la utilidad que puede tener en muchos
ámbitos aplicados de la misma, y por el papel asesor que el psicólogo
desempeña al ser interpelado por otros profesionales, a cuyas consultas
debe responder según la ciencia psicológica, cuestionando las
creencias engañosas que pueda tener el que inquiere.
PRECISIÓN: ¿SE PILLA ANTES A UN MENTIROSO QUE A UN COJO?
Una creencia popular muy extendida es la que se refleja en
el dicho "se pilla antes a un mentiroso que a un cojo". En otras palabras:
es fácil pillar al mentiroso. ¿Es correcta esta creencia?
El examen de la precisión (nivel de aciertos) al hacer
juicios de veracidad ha sido uno de los temas más estudiados en el área
del engaño. El procedimiento experimental empleado suele consistir en
presentar a una muestra de sujetos observadores o receptores una serie de declaraciones
efectuadas por un conjunto de sujetos emisores (los potenciales mentirosos).
Dichas declaraciones se presentan en formato audiovisual o auditivo, empleando
grabaciones electromagnéticas o una representación "en vivo"
(véase el Capítulo 3 de Miller y Stiff, 1993, para una descripción
de los paradigmas experimentales empleados). En algunas ocasiones se permite
que emisor y receptor interactúen libremente (Buller y Burgoon, 1996).
Los receptores deben indicar, habitualmente en un formulario, si cada una de
las declaraciones presentadas es verdadera o falsa. En ocasiones también
se solicita de ellos que expresen el grado de confianza en cada juicio y los
indicadores a los que han atendido para formular dicho juicio.
Normalmente la mitad de las declaraciones presentadas son verdaderas
y la otra mitad son falsas. De modo que, sólo por azar, los observadores
pueden acertar la mitad de los juicios, es decir, pueden tener una precisión
del 50%. ¿Cuál es la precisión alcanzada realmente en los estudios
empíricos? En 1980, Kraut publicó una revisión de los estudios
realizados hasta el momento. En ella se indicaba que la precisión media
era del 57%. Veinte años después, Vrij (2000) promedió
la precisión obtenida en 39 estudios relevantes. Ésta fue casi
idéntica a la hallada por Kraut: 56.6%. Aproximadamente un tercio (n
= 12) de los experimentos revisados por Vrij arrojaban una precisión
que se situaba en el estrecho rango limitado por el 54% y el 56%. En ningún
experimento la precisión estaba por debajo del 30% ni por encima del
64% (Vrij, 2000).
Más recientemente se han realizado revisiones mucho
más exhaustivas y actualizadas, basadas en un muestreo más meticuloso
de estudios. Aamodt y Mitchell (en prensa) han llevado a cabo un meta-análisis
sobre el efecto de diversas variables individuales sobre la precisión
al efectuar juicios de credibilidad. Examinando un total de 193 muestras distintas
de receptores, con una cantidad total de 14.379 observadores, han hallado una
precisión media del 54.5%. En otro trabajo más amplio (incluye
un total de 349 muestras de receptores, con 22.282 sujetos que evaluaron la
credibilidad de los mensajes de 3864 emisores), Bond y DePaulo (en prensa) hallaron
una precisión media del 53.4%. Si bien ésta es significativamente
superior al 50% esperado por azar, en términos absolutos es una precisión
extremadamente pobre. Significa que de cada 100 mensajes hay 47 que se juzgan
erróneamente. Es decir, tenemos casi la misma probabilidad de acertar
nuestros juicios que de fallarlos. La precisión de los detectores humanos
al hacer juicios de credibilidad sobre la base de la observación del
comportamiento es, pese a lo que dice la sabiduría popular, extremadamente
limitada. De hecho, de las diversas aproximaciones a la detección del
engaño, la no-verbal es la que arroja unos niveles de precisión
más bajos2.
Esta limitación se extiende asimismo a aquellos profesionales
para los cuales detectar mentiras es importante y que tienen experiencia en
tareas de evaluación de la credibilidad. Así, frente a la precisión
del 54.2% obtenida por estudiantes universitarios legos, Aamodt y Mitchell (en
prensa) informan de niveles del 50.8% para las muestras de detectives, del 54.5%
para policías federales norteamericanos, del 55.3% para policías
y para agentes de aduanas, del 59.0% para jueces y del 61.6% para las cuatro
muestras de psicólogos incluidas en su meta-análisis. Bond y DePaulo
(en prensa) utilizan contrastes estadísticos para comparar la precisión
de "expertos" (personal de los cuerpos de seguridad, jueces, psiquiatras,
auditores...) y "no-expertos". Ni en las comparaciones intraestudio
(al considerar conjuntamente todos los experimentos en que se había hecho
esta comparación) ni en las comparaciones interestudio (comparación
del nivel de precisión en experimentos en que los observadores habían
sido "expertos" con experimentos en que éstos habían
sido "no-expertos") las diferencias resultan significativas. En las
comparaciones interestudio los niveles de precisión hallados han sido
52.9% para los "expertos" y 56.9% para los "no-expertos".
En definitiva, los profesionales familiarizados con el engaño no son
mejores detectores que los observadores legos.
La precisión no sólo es baja, sino que además
es uniformemente baja. Hay evidencia de que existe un conjunto de factores situacionales
y personales que influyen de forma estadísticamente significativa sobre
los juicios y los niveles de precisión (Masip, Garrido y Herrero, 2002b).
Así, Bond y DePaulo (en prensa) hallaron que determinadas variables (canal
de comunicación, motivación del emisor, preparación, exposición
previa a la conducta del emisor e interacción vs. no-interacción
emisor-receptor) tenían un impacto significativo sobre el nivel de aciertos3.
Sin embargo, lo cierto es que para alguna de ellas (motivación y preparación)
éste sólo apareció en las comparaciones intraestudio, pero
no en las comparaciones interestudio. Y además, pese a la significación
de algunas diferencias, prácticamente en todos los casos en que los autores
señalan los índices de precisión éstos estuvieron
por debajo del 60%. Por lo tanto la influencia de estas variables, pese a ser
estadísticamente significativa, es realmente muy reducida en términos
absolutos. Por su parte, el trabajo meta-analítico de Aamodt y Mitchell
(2005) muestra que variables individuales tan importantes como la edad de los
receptores, su sexo, su nivel educativo/capacidad cognitiva y los rasgos de
extraversión y neuroticismo no se relacionan significativamente con la
precisión de los juicios. Sólo la automonitorización parece
tener una débil relación positiva con ella (r = .14).
Estos resultados se refieren a la detección de mentiras
y verdades (reflejan el porcentaje de clasificaciones correctas al considerar
conjuntamente declaraciones verdaderas y falsas), pero ¿qué pasa específicamente
con la detección de la mentira? La investigación muestra que las
personas identificamos con mayor facilidad verdades que mentiras (Levine, Park
y McCornack, 1999). Esto es así porque presentamos una tendencia a considerar
que los demás dicen la verdad, lo cual incrementa nuestra precisión
al juzgar verdades y la reduce al juzgar las mentiras (Levine et al., 1999;
Masip et al., 2002b). Así, por ejemplo, en el meta-análisis de
Bond y DePaulo (en prensa) se halló que el porcentaje medio de juicios
de verdad fue del 55.0%, significativamente superior al 50% esperado por azar.
Esto hizo que la precisión al juzgar declaraciones verdaderas se situara
en el 60.3%, sensiblemente por encima de la precisión al juzgar declaraciones
falsas, que alcanzó tan sólo la tasa del 48.7%.
Esta tendencia a juzgar las declaraciones como verdaderas puede
deberse a varias razones (véase Levine et al., 1999). Es posible que
esté basada en un modo de procesamiento heurístico (Stiff, Kim
y Ramesh, 1992), o en el propio funcionamiento de la mente, que en principio
representaría como cierta toda aquella información entrante que
comprende (Gilbert, Krull y Malone, 1990), o puede derivarse de la estrategia
adaptativa de creer los mensajes que se reciben, ya que en la vida cotidiana
la mayor parte de ellos son ciertos (Anderson, Ansfield y DePaulo, 1999). Recientemente,
sobre la base de dos estudios que muestran que cuanta más información
se proporciona al receptor menor es el sesgo de veracidad, hemos propuesto que
éste pudiera deberse a un artefacto experimental (Masip, Garrido y Herrero,
2005, en prensa). Ciertamente, en la investigación realizada hasta el
momento los fragmentos de la conducta del emisor que se han utilizado como material
estimular han sido muy breves. Esta brevedad limita la cantidad de información
que el observador puede recibir del emisor, de forma que, a la hora de formular
sus juicios, el observador se ve obligado a emplear un modo de procesamiento
heurístico. Y se da la circunstancia de que en tareas de evaluación
de la credibilidad los juicios heurísticos suelen ser juicios de verdad
(véanse Gilbert et al., 1990; Millar y Millar, 1997; Stiff et al., 1992).
Por lo tanto, el sesgo de veracidad hallado en la investigación pudiera
deberse a la brevedad de las muestras conductuales empleadas. En consonancia
con esta idea, hemos mostrado que el empleo de muestras de conducta más
extensas e informativas reduce este sesgo (Masip, Garrido y Herrero, 2005, en
prensa). Sin embargo, este hallazgo debe ser replicado por otros equipos de
investigación, y quedan todavía algunas preguntas por responder
(Masip, Garrido y Herrero, 2005, en prensa).
En cualquier caso, la tendencia a juzgar las declaraciones
como verdaderas parece ser menor entre aquellos profesionales para quienes la
detección de la mentira es más relevante que en otras personas
(Bond y DePaulo, en prensa). Se ha llegado incluso a afirmar, sobre la base
de los resultados empíricos, que en realidad tales profesionales presentan
un sesgo opuesto que les lleva a considerar que las declaraciones son falsas
(Meissner y Kassin, 2002), y que presentan una tendencia generalizada a cuestionar
la veracidad de las comunicaciones emitidas por los demás4 (Masip, Alonso,
Garrido y Antón, 2005).
En resumen, la investigación revisada en este apartado
muestra que: (a) la capacidad de los seres humanos para discriminar entre mensajes
verdaderos y falsos es muy escasa; (b) esto es así incluso entre personas
para quienes dicha discriminación tiene importancia profesional; (c)
aunque hay algunas variables que afectan significativamente al nivel de aciertos,
en términos absolutos las variaciones oscilan entre el 50% y el 60%,
manteniéndose siempre por debajo de niveles de precisión aceptables;
(d) la investigación muestra que las personas tendemos a prestar credibilidad
a lo que otros nos dicen, por lo que detectamos más verdades que mentiras;
sin embargo, hay indicios de que este resultado pudiera deberse al modo en que
habitualmente se ha hecho la investigación; (e) por el contrario, los
profesionales para quienes la evaluación de la credibilidad es importante
muestran una tendencia a considerar que los mensajes son falsos.
CONFIANZA: ¿SOMOS CONSCIENTES DE NUESTRA (IN)CAPACIDAD PARA
DETECTAR MENTIRAS?
Una vez establecido que es difícil detectar mentiras
sobre la base del comportamiento no-verbal pasamos a otra cuestión examinada
por la investigación: ¿existe alguna relación entre la confianza
depositada en nuestros juicios y nuestra precisión? DePaulo, Charlton,
Cooper, Lindsay y Muhlenbruck (1997) hicieron un meta-análisis de la
investigación sobre la confianza al hacer juicios de veracidad. Con la
muestra de los 18 estudios relevantes que pudieron localizar, encontraron una
correlación media prácticamente nula: r = .04. Aamodt y Mitchell
(en prensa) han examinado la misma cuestión, añadiendo experimentos
más recientes a los incluidos en el meta-análisis de DePaulo et
al. (1997). La correlación promedio en 58 estudios hallada por Aamodt
y Mitchell es virtualmente la misma: r = .05. En definitiva, las personas no
tenemos conciencia de lo correctos o incorrectos que son nuestros juicios de
credibilidad.
Otro hallazgo de interés relacionado con la confianza
es la evidencia de que tendemos a sobreestimar nuestra capacidad de discriminar
entre verdades y mentiras. DePaulo et al. (1997) compararon la confianza y la
precisión en seis estudios en los que ambas variables se habían
medido en una escala de 0 a 100 (o en los que las puntuaciones se podían
transformar a dicha escala). Hallaron una precisión media del 57.20%
y una confianza media en sus juicios del 72.91%, claramente superior.
INDICADORES: MÍRAME A LOS OJOS Y DIME LA VERDAD
Muchos libros populares sobre comunicación no-verbal
presentan la detección de la mentira como una tarea sencilla: basta con
examinar si el emisor muestra determinadas señales conductuales claramente
visibles para determinar si está mintiendo o no. Por ejemplo, Lieberman
(1998) y Pease (1981/1988) afirman que taparse la boca, tocarse la nariz, frotarse
un ojo o el cuello o tirar del cuello de la camisa son indicación de
que el interlocutor está mintiendo.
Asimismo, las personas tienen creencias muy claras sobre cuáles
son los indicadores conductuales del engaño (véanse entre otras
las revisiones de Strömwall et al., 2004; Vrij, 2000). Por ejemplo, una
creencia popular muy extendida (y que también se encuentra en el libro
de Lieberman) es que los mentirosos apartan su mirada. En un reciente trabajo
transcultural se ha hallado que este estereotipo tiene validez universal. Cuando
se preguntó a personas de 58 países distintos "¿Cómo
puedes saber si alguien está mintiendo?", los habitantes de 51 de
ellos mencionaron que las personas apartan la mirada al mentir (Global Deception
Research Team, en prensa). En un segundo estudio se empleó un cuestionario
con preguntas cerradas. Una de éstas aludía al contacto ocular.
Las tres opciones de respuesta eran que la gente mira más a los ojos
del interlocutor al mentir que al decir la verdad, que mira menos, y que mira
en igual medida. En 61 de los 63 países estudiados los participantes
escogieron la segunda de estas tres opciones con más frecuencia que ninguna
de las otras dos (Global Deception Research Team, en prensa). ¿En qué
medida son correctas tales creencias? ¿Existen indicadores claros del engaño?
¿Cuáles son?
En diversas revisiones se han comparado los resultados de los
estudios centrados en los indicadores reales del engaño (conductas que
diferencian entre declaraciones verdaderas y falsas) con los de aquellos estudios
que han examinado los indicadores percibidos o las creencias de la gente sobre
los índices del engaño. Los indicadores percibidos son aquellos
que las personas utilizan realmente para hacer sus juicios de credibilidad,
y las creencias son los indicadores que las personas dicen que son útiles
para discriminar entre verdades y mentiras5 (Masip y Garrido, 2000, 2001). En
general, las coincidencias entre las últimas dos categorías y
la primera son muy escasas, reflejando que las personas tenemos un gran desconocimiento
de las claves que realmente pueden discriminar entre comunicaciones verdaderas
y falsas (Burgoon, Buller y Woodall, 1994; DePaulo, Stone y Lassiter, 1985;
Vrij, 2000). Por ejemplo, Vrij (2000) observa que si bien la gente cree que,
en comparación con quienes dicen la verdad, los mentirosos mueven más
sus extremidades, desvían más la mirada, parpadean más,
sonríen más, muestran más automanipulaciones y gestos ilustrativos,
cambian con mayor frecuencia de postura y mueven más el tronco, los resultados
de la investigación empírica muestran que, en realidad, los mentirosos
mueven sus extremidades menos que los veraces, y que la relación entre
las demás conductas y el engaño no es significativa. Otras creencias
populares examinadas por Vrij, como que los mentirosos cometen más errores
y presentan más vacilaciones al hablar, que hacen más pausas,
etc., no han recibido apoyo claro de la investigación, puesto que se
han hallado resultados contradictorios debido a que determinadas variables,
como la complejidad cognitiva de la mentira, pueden mediar la expresión
de las conductas relevantes. Hay dos creencias populares que, según Vrij,
son acertadas: la de que al mentir se habla con un tono de voz algo más
agudo y la de que las pausas al hablar son de mayor duración al mentir
que al decir la verdad. En conclusión, la abrumadora mayoría de
las creencias populares sobre los indicadores no-verbales del engaño
son erróneas. Por desgracia, sucede lo mismo con las creencias que presentan
profesionales tales como policías, jueces, etc., las cuales se solapan
en gran medida con las del ciudadano medio (véase Strömwall et al.,
2004, para una discusión en profundidad).
Una posible explicación de esta falta de concordancia
entre creencias y realidad nos la ofrece Kelley (1992) cuando hipotetiza que
las nociones del sentido común probablemente sean menos válidas
cuando se refieren al micronivel que cuando se refieren al mesonivel. En el
micronivel, Kelley ubica los "acontecimientos que ocurren rápidamente
..., en escalas pequeñas de magnitud o masa (por ej., pequeñas
contracciones de los músculos faciales o cambios en la fijación
ocular), y a menudo de forma invisible..." (Kelley, 1992, p. 6). El mesonivel
es el "nivel de la conducta individual molar..." (Kelley, 1992, p.
6), y comprende "consecuencias inmediatas y directas, periodos de tiempo
de minutos a días ... Este nivel es el centro de atención en la
vida diaria..." (Kelley, 1992, p. 6). Indudablemente, la identificación
de claves discretas del engaño se inserta en el micronivel de Kelley.
Sea como fuere, la discrepancia entre los estereotipos populares
y la realidad empírica puede dar cuenta del escaso valor de las claves
conductuales para formular juicios correctos de mentira. Park, Levine, McCornack,
Morrison y Ferrara (2002) preguntaron a un grupo de estudiantes que recordaran
un caso en el que hubieran descubierto que otra persona les había mentido
y que indicaran qué estrategias habían empleado en esa ocasión
para descubrir el engaño. Los resultados muestran que los métodos
más usados fueron la información de terceras personas, la evidencia
material y la confesión del propio mentiroso. Prestar atención
a las claves no-verbales y verbales estuvo entre las estrategias menos empleadas
(2.1%). En definitiva, el papel de tales claves para formular juicios correctos
de mentira es ínfimo6.
El trabajo de Vrij (2000) descrito anteriormente revisa sólo
parte de la literatura. Con posterioridad al mismo, DePaulo, Lindsay, Malone,
Muhlenbruck, Charlton y Cooper (2003) han publicado el trabajo meta-analítico
más exhaustivo realizado hasta el momento sobre los indicadores no-verbales
y verbales del engaño. Aunque no comparan tales indicadores con las creencias
populares, sus resultados son del máximo interés, pues permiten
aislar las claves que, potencialmente, pueden ser útiles para discriminar
entre verdades y mentiras. DePaulo et al. examinaron un total de 116 informes
de investigación en los que se explora la relación de 158 claves
conductuales con el acto de mentir o decir la verdad. Los autores diferenciaron
entre dos conjuntos de claves. Primero, aquellas que se habían examinado
por lo menos en tres ocasiones distintas, habiendo podido calcular con precisión
el tamaño del efecto para al menos dos de ellas. El tamaño del
efecto es, en este caso, un índice de la relación entre la presencia/ausencia
de la clave y si el emisor miente o dice la verdad. Sólo puede calcularse
con exactitud si se proporciona la suficiente información en los informes
de investigación originales, lo cual no sucedía en todos los examinados
por DePaulo et al. El segundo conjunto de claves comprendía a todas las
demás. Los cálculos referentes al primer conjunto son más
válidos, dado el mayor número de muestras y la mayor precisión
en los cálculos del tamaño del efecto.
Los autores hallaron que sólo 24 claves de las 88 del
primer grupo diferenciaron entre declaraciones verdaderas y falsas. A éstas
se añadieron 17 del segundo grupo. En conjunto, 24 + 17 = 41 claves de
un total de las 158 examinadas; esto es el 26.0%. Si sólo consideramos
las 24 claves significativas del primer grupo, cuyo cálculo presenta
más garantías, el porcentaje es del 15.2%. En conclusión,
a diferencia de lo que promulgan una serie de libros "de autoayuda"
y de lo que sostiene la sabiduría popular, hay muy pocas diferencias
entre la conducta de las personas cuando mienten y cuando dicen la verdad.
Con el fin de aislar los indicadores más válidos
del engaño, DePaulo et al. (2003) se centraron en aquellos basados en
un número de comparaciones superior a cinco y con un tamaño del
efecto igual o superior a 0.20 en valores absolutos. Sólo hallaron 12
de tales indicadores, la mayoría de naturaleza verbal. La clave más
discriminativa (d = -0.55) parece ser la inmediaticidad verbal y vocal. Esto
significa que al mentir las personas responden de manera menos directa, relevante
y clara que al decir la verdad, y que además lo hacen de forma evasiva
e impersonal (DePaulo et al., 2003). Además, en comparación con
las comunicaciones de quienes dicen la verdad, las comunicaciones de los mentirosos
parecerán más ambivalentes y discrepantes (por ej., habrá
falta de concordancia entre lo expresado a través de unos canales y otros)
(d = 0.34). Asimismo, las mentiras tendrán menos detalles (d = -0.30),
una estructura menos lógica (d = -0.25) y un menor engranaje contextual
(d = -0.21) que las verdades. Éstos son tres criterios verbales del Análisis
de Contenido Basado en Criterios o CBCA7 (Garrido y Masip, 2000, 2004; Masip,
Garrido y Herrero, 2003; Vrij, 2005). Las narraciones falsas también
parecerán menos plausibles (d = -0.23) y contendrán más
afirmaciones negativas y quejas (d = 0.21) que las verdaderas. El narrador parecerá
inseguro y vacilante en su voz y en sus palabras (d = 0.30), dará la
impresión de estar más nervioso o tenso (d = 0.27), su voz también
sonará tensa (d = 0.26) y de hecho su tono fundamental (frecuencia de
la voz) será más agudo (d = 0.21). Además, la implicación
personal del narrador a nivel verbal y no-verbal será menor en declaraciones
falsas que en declaraciones verdaderas (d = -0.21). Es importante señalar
que ninguna de las pintorescas claves antes mencionadas que describe Pease (1981/1988)
se encuentra en esta lista basada en un riguroso meta-análisis de la
investigación relevante, ni tampoco el contacto ocular8.
Es extremadamente importante tener en cuenta que estos resultados
se derivaron de todo el conjunto de estudios y condiciones experimentales de
los trabajos analizados por DePaulo et al. (2003). Pero se detectaron una serie
de circunstancias que influyen sobre la utilidad de los indicadores para discriminar
entre declaraciones verdaderas y falsas. Así, la motivación del
emisor, el objeto que se persigue con el engaño (ocultar una transgresión
vs. otros fines), la extensión de la respuesta (tiempo durante el que
el emisor se expresa) y la preparación previa de la mentira influyeron
sobre el significado y el poder discriminativo de diversos indicadores (DePaulo
et al., 2003; DePaulo y Morris, 2004). Por ejemplo, cuando la comunicación
no estaba preparada de antemano la latencia de respuesta (tiempo transcurrido
entre el final de la pregunta y el inicio de la respuesta del emisor) fue mayor
al mentir que al decir la verdad, pero cuando la comunicación estaba
preparada de antemano la latencia fue mayor al decir la verdad que al mentir.
Asimismo, hubo varias claves (por ej., parpadeos) que discriminaron cuando se
mentía sobre transgresiones pero que no discriminaron al mentir sobre
otros temas (para una descripción completa de los efectos de las variables
moderadoras sobre los indicadores, véanse DePaulo et al., 2003; DePaulo
y Morris, 2004). En resumen: (a) el significado de los mismos indicadores (por
ej., latencia de la respuesta) puede cambiar según las circunstancias;
(b) hay conductas (por ej., parpadeos) que discriminan significativamente en
unas circunstancias pero no en otras; y (c) hay claves (por ej., parpadeos)
que no discriminan en términos generales pero que sí lo hacen
en circunstancias muy específicas, y viceversa. Así pues, al contrario
de lo que se afirma en muchos libros de autoayuda, no sólo hay pocas
claves del engaño, sino que éstas son muy específicas de
cada situación. Como señala Kelley (1992), el sentido común
es más sensible a los efectos principales que a las interacciones que
la ciencia desvela, y además la ciencia descubre factores subyacentes
que no están en el punto de vista del observador lego y que tienen gran
influencia en los resultados.
ENTRENAMIENTO: ¿EXISTE ALGUNA REMOTA ESPERANZA?
El panorama que se dibuja en las páginas anteriores
es ciertamente desolador: los seres humanos somos pésimos detectores
de mentiras, nuestra confianza no se relaciona con la precisión de nuestros
juicios, tendemos a sobreestimar nuestra capacidad de detectar mentiras, nuestras
creencias sobre los indicadores del engaño son erróneas y utilizamos
claves equivocadas al hacer tales juicios. ¿Existe alguna esperanza de aprender
a hacerlo bien?
Se han realizado muchos intentos de entrenar a las personas
para detectar el engaño (véanse las revisiones de Bull, 2004;
Frank y Feeley, 2003; Vrij, 2000). Vrij observa que se han utilizado tres tipos
de entrenamiento. Uno consiste en proporcionar a los sujetos retroalimentación
sobre sus resultados, de forma que puedan aprender de sus errores y sus aciertos
al ir efectuando los juicios de credibilidad. Otro tipo de entrenamiento se
basa en una estrategia informacional, consistente en indicar a los observadores
cuál es la verdadera relación entre determinados indicadores y
el engaño. Un tercer tipo de entrenamiento se basa en una estrategia
atencional, en que se focaliza la atención de los observadores sobre
determinadas claves reveladoras (sin explicitar necesariamente su significado),
o bien sobre aquellos canales más transparentes (por ej., el canal auditivo).
Según Vrij, con independencia del método empleado, en general
los observadores han logrado incrementar su nivel de aciertos en la condición
de entrenamiento. Pero el autor también indica que tales incrementos
han sido muy pobres: precisión media del 54% en los grupos no-entrenados
vs. del 57% en los grupos entrenados.
En un trabajo posterior al de Vrij (2000) y más sistemático
que éste, Frank y Feeley (2003) meta-analizan la investigación
realizada hasta el momento sobre el entrenamiento no-verbal en detección
de la mentira. Su trabajo considera 20 comparaciones efectuadas en 11 trabajos
publicados, con un total de 1072 observadores en los grupos de entrenamiento
y 1161 en los grupos control. Encuentran que el incremento de precisión
debido al entrenamiento es estadísticamente significativo, pero muy pequeño:
se informa de un nivel medio de aciertos del 54% en los grupos no-entrenados
y del 58% en los grupos entrenados; nótese que los valores son casi idénticos
a los hallados por Vrij (2000). Los autores argumentan que la escasa calidad
de los programas de entrenamiento empleados puede estar detrás de tan
pobre incremento. Sin embargo, aunque es cierto que los programas empleados
presentan una serie de limitaciones, un problema más fundamental atañe
a la escasa relación, antes señalada, entre indicadores conductuales
y el engaño, así como el relativismo de esta relación en
función de diversas circunstancias (DePaulo et al., 2004). Esto puede
afectar negativamente a la eficacia de las tres modalidades de entrenamiento
identificadas por Vrij (2000). Así, lo que se pueda aprender mediante
la retroalimentación en un programa del primer tipo será confuso,
relativo y de escaso valor. En el caso de una estrategia informacional, poca
será la información consistente y válida a nivel transituacional
que pueda proporcionarse a los observadores. Por último, el empleo de
una estrategia atencional también presenta problemas. Si se orienta a
los observadores a que focalicen su atención sobre determinadas claves
discretas, éstas tendrán necesariamente una validez limitada y
dependiente de las circunstancias. Y si lo que se pretende es focalizar la atención
de los observadores sobre los canales auditivo y audiovisual, significativamente
más transparentes que el canal meramente visual en el meta-análisis
de Bond y DePaulo (en prensa), antes se debe tener en cuenta que, en las comparaciones
interestudio (Bond y DePaulo no presentan los índices concretos de precisión
en las comparaciones intraestudio), los niveles promedios de precisión
alcanzados ante tales canales fueron del 53.7% (canal auditivo) y del 53.9%
(canal audiovisual), frente al 50.2% del canal visual. Recuérdese que
el nivel de aciertos por azar está en el 50%, y que la precisión
total corresponde al 100%. Poca es, en consecuencia, la precisión final
que podrán alcanzar los observadores al pedirles que presten atención
a los canales auditivo o audiovisual.
Sobre la base de un análisis parcial de la investigación
relevante, Meissner y Kassin (2002) sugieren que, más que incrementar
la precisión, lo que hacen los programas de entrenamiento es incrementar
la tendencia de los observadores a decir que los mensajes son falsos. De forma
consistente con tales apreciaciones, en el meta-análisis más amplio
de Frank y Feeley (2003) el incremento debido al entrenamiento fue nulo al juzgar
verdades (precisión del 58% en los grupos no-entrenados vs. 56% en los
entrenados), pero sustancial al juzgar mentiras (49% vs. 55%). Este efecto no
debe sorprender. Aunque Vrij (2000) identificara las tres aproximaciones descritas
anteriormente, en realidad la mayoría de los programas de entrenamiento
se han basado en la estrategia de informar a los observadores sobre la supuesta
relación entre ciertas claves conductuales y el engaño. Normalmente
tales entrenamientos se centran específicamente sobre los indicadores
de la mentira, y no sobre los indicadores de la verdad. Se señalan ciertas
conductas, se dice que suelen aparecer con más frecuencia al mentir que
al decir la verdad, y se invita a los observadores a que traten de identificarlas
en los vídeos experimentales para determinar si los emisores están
mintiendo (y no para diferenciar si los emisores mienten o dicen la verdad).
Pero el que determinadas claves aparezcan con mayor frecuencia al mentir que
al decir la verdad, no significa que aparezcan exclusivamente cuando se miente.
De modo que los observadores buscarán activamente esas claves indicadoras
de engaño, y en cuanto perciban su más mínimo atisbo resolverán
de inmediato y con firmeza que el emisor está mintiendo. Ésta
puede ser la razón de que el entrenamiento incremente sólo la
frecuencia de juicios de mentira, pero no la precisión al juzgar verdades.
Probablemente, un entrenamiento focalizado sobre las claves de la verdad, o
bien un entrenamiento más equilibrado en el que se presenten, con idéntico
énfasis, los indicadores de la verdad y los de la mentira (sus opuestos),
y en el que la tarea no consista en detectar mentiras, sino en discriminar entre
declaraciones verdaderas y falsas, tendría efectos muy distintos. Nuestra
investigación más reciente está explorando esta posibilidad.
CONCLUSIONES
La sabiduría popular sostiene que "es más
fácil pillar a un mentiroso que a un cojo". La mayoría de
personas muestra gran confianza en sus juicios de veracidad. Existen además
claros estereotipos populares sobre el comportamiento de las personas al mentir.
Se encuentra asimismo en el mercado un sinnúmero de libros "de autoayuda",
que cuentan con gran aceptación popular, en los que se presenta la detección
de la mentira a partir del comportamiento no-verbal como una tarea sencilla
de aprender, y en los que se ofrecen extensas relaciones de supuestos indicadores
del engaño de validez universal.
Frente a las creencias populares y a las afirmaciones de los
libros "de autoayuda", se han presentado en estas páginas los
resultados de varias décadas de rigurosa investigación realizada
por psicólogos y comunicólogos. Es importante que el lector tenga
en cuenta que la mayor parte de los hallazgos descritos en el presente trabajo
proviene de estudios meta-analíticos muy abarcadores, por lo que las
muestras son extremadamente amplias y heterogéneas (y, por ende, representativas),
y los resultados reflejan fielmente los hallazgos globales de virtualmente toda
la investigación realizada. Tales resultados se oponen frontalmente a
las creencias populares y a lo que se afirma en la mayoría de los libros
"de autoayuda". Así, se concluye lo siguiente: (a) la capacidad
del ser humano para discriminar entre verdades y mentiras es extremadamente
limitada; esto es así incluso en grupos profesionales para quienes la
detección del engaño es una tarea importante en su trabajo; (b)
las personas no tenemos conciencia de lo correctos o incorrectos que son nuestros
juicios de credibilidad; (c) tendemos a sobreestimar nuestra capacidad de identificar
verdades y mentiras; (d) utilizamos claves equivocadas al hacer juicios de credibilidad;
(e) las creencias populares sobre los indicadores del engaño son erróneas;
(f) las creencias de los profesionales para quienes la detección del
engaño es una tarea importante son también erróneas y similares
a las de las otras personas; (g) no se ha demostrado que los indicadores conductuales
que se mencionan en la mayoría de los libros "de autoayuda"
permitan una adecuada discriminación entre verdades y mentiras; (h) existen
muy pocas conductas que realmente permitan diferenciar entre verdades y mentiras;
(i) al contrario de lo que se da a entender en muchos libros "de autoayuda"
y de lo que sostiene la sabiduría popular, el significado y el poder
de discriminación de las claves conductuales dependen de una serie de
variables situacionales; (j) también al contrario de lo que afirman determinados
libros dirigidos al gran público, aprender a discriminar entre verdades
y mentiras es extremadamente difícil, como muestra la limitada eficacia
de distintos programas de entrenamiento; y (k) en lugar de incrementar la precisión
global, los entrenamientos al uso aumentan el sesgo a decir que las declaraciones
son falsas.
En ocasiones, determinados colectivos profesionales cuya labor
les exige evaluar la credibilidad se dejan llevar por sus creencias ingenuas.
Otras veces, en un loable afán de aprender y capacitarse profesionalmente,
buscan información en determinados libros, en muchas ocasiones aparentemente
escritos por reputados profesionales de la psicología, pero que de hecho
son obra de autores poco cualificados que sólo ofrecen ingenuos consejos
de nulo valor científico. En otras ocasiones van más allá
y asisten a cursillos o seminarios; pero a menudo éstos son impartidos
por personas ajenas a los campos de la psicología o de la comunicación,
o por compañeros más experimentados que, en muchos casos con la
mejor de las intenciones, se limitan a transmitir sus intuiciones y creencias
de sentido común, desvinculadas del avance científico en el campo
de conocimiento relevante. En determinados ámbitos, las consecuencias
de un juicio erróneo de la credibilidad pueden ser devastadoras (condena
de un inocente; limitación del acceso a determinado empleo o su pérdida;
etc.), por lo que es necesario que quienes deban hacer tales juicios reciban
la información más rigurosa y actualizada en el área de
la detección del engaño. Los psicólogos están entre
ellos, pero tienen además la importante responsabilidad adicional de
asesorar a otros profesionales (y a legos) sobre la verdadera relación
entre las claves conductuales y el engaño. En este sentido, quisiera
haber podido ofrecer una lista clara de indicadores conductuales específicos,
claramente perceptibles, y carentes de ambigüedad que fueran indicadores
incuestionables de la mentira. Esto es lo que hacen los libros "de autoayuda",
pero, por desgracia, la realidad es mucho más compleja. Ésta es
la lección que conviene aprender.
Agradecimientos: El autor desea expresar su agradecimiento
a Eugenio Garrido, Nuria Hernández y Roberto Vivero por su amabilidad
al acceder a leer versiones anteriores de este trabajo y formular comentarios
y sugerencias de gran ayuda.
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NOTAS
1. Por ejemplo, Garrido, Masip y Herrero (2004) hallaron
que se considera que los policías son más capaces de diferenciar
entre verdades y mentiras que la población en general.
2. En un reciente informe oficial de la British Psychological
Society elaborado por Bull, Baron, Gudjonsson, Hampson, Rippon y Vrij (2004),
se presentan los resultados de diversas revisiones sobre la validez del polígrafo.
Con el empleo de la Prueba de la Pregunta Control (CQT), el porcentaje de mentirosos
identificados oscila, según la revisión considerada, entre el
83% y el 89%, y el porcentaje de persona veraces identificadas oscila entre
el 53% y el 78%. Con el empleo de la Prueba del Conocimiento del Culpable (GKT),
el polígrafo permite identificar prácticamente a todas las personas
veraces (precisión del 98% y del 94% según la revisión
considerada), pero posee una pobre capacidad para detectar a los mentirosos
(42% y 76%) (Bull et al., 2004). Entre los procedimientos verbales para evaluar
la credibilidad destacan el Análisis de Contenido Basado en Criterios
(CBCA) y la aproximación del Control de la Realidad (RM). Con el CBCA
se pueden identificar correctamente un 73% de las declaraciones verdaderas y
un 72% de las declaraciones falsas (Vrij, 2005). La precisión del RM
es similar, alcanzando un nivel de discriminación del 72% al clasificar
tanto declaraciones verdaderas como falsas (Masip, Sporer, Garrido y Herrero,
2005). Señalábamos en otro lugar (Masip, Garrido y Herrero, 2002b)
que, a diferencia de los poligrafistas o los evaluadores que emplean el CBCA
y el RM, los observadores de los experimentos llevados a cabo desde la aproximación
no-verbal no están entrenados, por lo que la comparación es inadecuada.
Sin embargo, según se señala más adelante en el texto,
los incrementos obtenidos mediante el entrenamiento en indicadores no-verbales
son muy limitados. Una metodología que permitió buenos resultados
a partir del análisis del comportamiento no-verbal es la empleada por
Vrij, Edward, Roberts y Bull (2000), si bien sus hallazgos deben ser replicados.
Sobre este tema, véase Masip et al. (2002b).
3. Más exactamente, la precisión fue menor
cuando los observadores estuvieron expuestos al canal visual que cuando estuvieron
expuestos a los canales auditivo y audiovisual; las comparaciones intraestudio
(pero no las interestudio) mostraron que se detecta mejor a los emisores motivados
que a los no-motivados; también sólo en las comparaciones intraestudio
la precisión fue menor cuando el emisor había podido preparar
el mensaje que cuando no lo había podido preparar; la exposición
previa a la conducta habitual del emisor favoreció la detección;
y las comparaciones intraestudio (no pudieron hacerse comparaciones interestudio
por haberse variado este factor sólo en raras ocasiones) indicaron que
durante una interacción emisor-receptor la detección es mayor
que cuando el receptor observa un mensaje continuo e ininterrumpido enviado
por el emisor (Bond y DePaulo, en prensa).
4. Recientemente, Kassin, Meissner y Norwick (2005)
han hallado que los policías tienden más que los no-policías
a considerar verdaderas una serie de confesiones falsas de delitos, por lo que
han modificado su visión inicial y sostienen que, más que un sesgo
a considerar que las declaraciones son falsas, lo que presentan tales profesionales
es un sesgo a considerar que los emisores de tales declaraciones son culpables.
5. Los indicadores reales del engaño se estudian
comparando la medida en que diversas categorías conductuales (por ej.,
dirección de la mirada, tartamudeos, etc.) están presentes en
comunicaciones verdaderas y falsas. Para examinar los indicadores percibidos
del engaño la comparación se establece entre comunicaciones juzgadas
verdaderas y comunicaciones juzgadas falsas por los observadores. Las creencias
o estereotipos sobre los indicadores del engaño se estudian preguntando
a las personas qué claves creen ellas que permiten diferenciar entre
comunicaciones verdaderas o falsas. Como hemos visto al presentar los resultados
del trabajo del Global Deception Research Team (en prensa), se pueden emplear
preguntas abiertas o cerradas. Además, éstas pueden formularse
en términos generales ("¿cómo puedes saber si alguien está
mintiendo?") o, como sucede en Masip, Garrido, Herrero, Antón y
Alonso (en prensa), pueden referirse a un juicio o conjunto de juicios específicos
("¿en qué te has basado para concluir que esta persona estaba mintiendo/diciendo
la verdad?").
6. Park et al. (2002) interpretan los resultados como
indicativos de que las personas no emplean indicadores verbales y no-verbales
para hacer sus juicios de credibilidad. Sin embargo, al haber limitado los autores
su exploración a mentiras que llegaron a descubrirse, sólo podemos
concluir que tales claves tienen un efecto limitado sobre los juicios correctos
de mentira. Es posible que esas claves se utilicen con frecuencia pero que sean
muy poco discriminativas.
7. La estructura lógica implica que los diversos
detalles describen idéntico curso de sucesos, la declaración en
su conjunto es coherente y lógica y sus partes "encajan". Por
engranaje contextual se entiende que el acontecimiento descrito está
inserto en un contexto espacio-temporal rico y complejo (véase Garrido
y Masip, 2001).
8. El tamaño del efecto para el contacto ocular
fue d = 0.01, y para la conducta de desviar la mirada d = 0.02; ambas ds fueron
no-significativas. Las claves que arrojaron tamaños del efecto superiores
a 0.20 en valores absolutos pero que se calcularon sobre la base de 5 o menos
comparaciones (en realidad 3 a 5 comparaciones) fueron cooperatividad (d = -0.66),
admisión de falta de memoria (d = -0.42), dilatación pupilar (d
= 0.39), duración del discurso (d = -0.35), asociaciones externas relacionadas
(d = 0.35), inmediaticidad verbal (d = -0.31), correcciones espontáneas
(d = -0.29), elevación de la barbilla (d = 0.25), atribuciones sobre
el estado mental del otro (d = 0.22), repeticiones de palabras y frases (d =
0.21) y autodesaprobación (d = 0.21). Los valores positivos de d indican
que la conducta se muestra más al mentir que al decir la verdad; los
valores negativos tienen el significado opuesto.
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