El tabaco tiene tres tentáculos con los que tomarnos al asalto: un efecto
estimulante, un efecto calmante y un placer por sí mismo.
Como placer es un gusto de reposo, complemento o postre que redondea un
bienestar previo. El cigarrillo después de una agradable comida o al tomar tranquilamente
un café; el romántico en un viaje ocioso y contemplativo; después de hacer el
amor con excelente provecho, relajados.
El placer en estos ejemplos se parece mucho a los demás placeres que se
saborean, con tiempo, sin mala conciencia, como regalos de la vida, de una
forma ceremonial que los dignifica (sin compulsión, con mesura y sin más misión
que adornar un momento agradable).
Este toque positivo del tabaco es en ocasiones esgrimido como una lastimosa
gran pérdida si el fumador se plantea el abandono total del hábito: ``¿Voy a
perderme ese gran placer, tan razonable y tan bueno?''. Sin saber si por ‘ese
gran placer’ nos estamos refiriendo a algo realmente extraordinario o a un
complemento decorativo, o si los placeres ya no podrán existir en absoluto sin
esa aparente pequeñez del tabaco, que ausente podría ser como la vena abierta
de un estoico suicida.
En la angustiosa fantasía del adicto puede equipararse renunciar al placer cuando
fumar es un verdadero gusto, al disgusto de vivir sin un sabor que fuera
esencial al goce, que desde ese momento se volvería soso, descafeinado, aguado,
apenas cascarilla.
Aunque el fumador puede ver a los no fumadores como capaces de tranquilos
disfrutes, no se aplica a sí mismo esa posibilidad que le animaría a verse sabiéndoselas
arreglar perfectamente, sino que más bien tiende a confundir el período de
acostumbramiento a una nueva situación con una cadena perpetua, una decadencia,
una caída en la insulsez.
Las propiedades estimulantes del tabaco son muy apetecibles para personas que
tienen un trabajo creativo (compositores, artistas plásticos, escritores,
profesionales del marketing, abogados, etc.) y favorece la inspiración, las
ocurrencias, las ideas brillantes. También provoca diálogos más chispeantes,
graciosos y ocurrentes en las reuniones de amigos, tertulias, grupos de
discusión, etc. por lo que el consumo se dispara en esas circunstancias de una
forma exponencial como si el espíritu efervescente y animado buscara la manera
de explotar como fuegos artificiales.
El poder euforizante y desinhibidor del alcohol y la eficacia estimulante del
tabaco son recursos fáciles y no exigen un laborioso método creativo,
disciplina sistemática, autoconocimiento de los recursos de motivación ni otras
sofisticaciones abstemias, y precisamente por esa sencilla productividad se
pueden instalar en nosotros como herramientas imprescindibles y condición
necesaria para crear y expresarse.
El tabaco está lejos de quererse plegar a un papel humilde de colaborador y de
forma soterrada, sinuosa e imperceptible comienza una rebelión en la cual
intenta ganar importancia. Primero alegando la necesidad de 'tomarse el tiempo
para un cigarrillo', luego fumar un cigarrillo para ayudar a que venga la
inspiración, más tarde ir al otro extremo de la ciudad antes de empezar para
adquirir la cantidad necesaria, luego cada frase requiere su cigarro, porque la
lentitud fumada será premiada por el regalo de las buenas ideas, y finalmente,
instalado el mareo y las náuseas, como una forma digna de dar por acabado un triunfo
embriagador, o esgrimiendo la necesidad de tomar un poco de aire fresco con el que renovarse para continuar, o porque
la intoxicación carbónica altera la materia misma inundándola de metáforas del
mismo hábito fumador llevando a cabo la trasformación mefistofélica de poner la
creación al servicio del tabaco y no al revés.
-¿Dejaría el pintor de pintar buenos cuadros al dejar de fumar?- ¿Se dejaría de
escribir bien sin el recurso del tabaco? -¿Se podría tener una animada e
inteligente discusión sin el hilo conductor de un cigarrillo detrás de otro
hilvanando ideas? -La respuesta es sí, afortunadamente la producción
intelectual y social no depende tanto del estímulo artificial del tabaco y puede
ser suplido perfectamente por estímulos psicológicos distintos.
Quizá varíen algunas formas, que serán más serenas y menos compulsivas. Se podrá
escribir de forma más suave que la accidentada que producen las interrupciones
del fumar y los accidentes de la ceniza. Tal vez se suprimirían los fogonazos
irregulares de genio dando paso a una estabilidad y homogeneidad, a una
potencia creativa de mayor envergadura. Respecto a lo que hay que medir
realmente, la calidad, permanece.
Sin estimulantes se pierde tan sólo una forma de trabajo y nos obligamos a un
cambio de costumbres. Podemos poner la comparación de pasar de escribir con
pluma a con un ordenador: mientras estamos habituados al sistema tradicional de
la pluma el ordenador parece más bien un engorro, pero cuando descubrimos las
facilidades, sabemos sacarle las ventajas del nuevo sistema, son recursos y
maneras de trabajar. Los procesos de creatividad están muy por encima de las
técnicas de soporte.
Cuando estamos en grupo tenemos cuerpo y no sólo espíritu. Hemos de tener unas
poses, sentarnos de una cierta forma, mirar, interrumpir, reír mediante unas
técnicas corporales, una forma de hacer que es nuestra forma externa de
relacionarnos con los demás. De estas posturas corporales forma parte coger un
cigarrillo de una manera que podría ser ya automática, tal como apartarnos el
pelo, o seguir con el pie el ritmo de la música ambiental. En este contexto,
dejar de fumar nos obligaría a actuar de una forma nueva. No podríamos, por ejemplo,
en una pausa larga encender un cigarrillo mientras recapitulamos, sino que
quizá tendríamos que mirar sin mirar una cara que se encuentre frente a
nosotros, supongamos.
Tampoco podremos ligar utilizando el fumar y el dar fuego como facilitadores y
puede que, urgidos por la tiranía de nuestras necesidades afectivas, inventemos
frases un poco más elegantes que las socorridas a las que estamos
acostumbrados.
Sin la densa nube de una reunión de conspiradores también se puede conspirar,
incluso viendo más claramente la cara de nuestros cómplices. También podemos
disfrutar de una sesión de Jazz, ni el humo
realza el sonido ni la nicotina nos lo hace captar mejor. Y aunque a algunos
estetas empedernidos, el mundo social y artístico les podría parecer demasiado light
y edulcorado sin el tabaco, que les proporciona fondo existencial y recia
raigambre, eso es pura superstición. La vida blandurria y sosa es cuestión de
falta de sustancia, no de apariencias envueltas en humo.
El tabaco tiene un poder relajante, no muy potente, dicho sea de paso, porque
tal vez se requerían algunas cajetillas enteras para calmar un buen disgusto.
Esta propiedad se descubre empíricamente, por experiencia acumulada, no porque fuera un tipo de relajante afamado
como la tila para estos fines. La motivación para fumar es difícil, por tanto,
que fuera expresamente el efecto tranquilizador, sino que más bien la
explicación 'oficial' es ``fumo porque me gusta''. Esta es una inconsciencia
muy similar a la de un alcohólico que nos intentara convencer de que bebía para
ser sociable, para no parecer agarrado ante los amigos que le invitan a una
copa, o porque en la vida hay que darse alguna alegría de vez en cuando.
La parsimonia del fumar da una salida a la tensión psicomotriz (que es una de
las formas físicas en las que la ansiedad se manifiesta). Hay que sacar el
cigarrillo, rescatándolo de la presión de sus compañeros en la cajetilla,
vigilando que su fragilidad de cilindro de papel conteniendo hojas trituradas
se rompiera por un brusco movimiento. Hay que encender el cigarrillo con cierta
gracia y toque estético dignificante. Regodearse en la calada y la emisión
anodina del deshecho gaseoso. Vigilar las cenizas indiscretas, que lo podrían manchar todo y las brasas que
pudieran horadar las ropas más preciadas. La mecánica del fumar, como puede
observarse, es lo bastante compleja en sí misma como para ser considerada
'ceremonia tranquilizadora'. Fumar en pipa tiene este componente muy acentuado
y es difícil incluir su práctica en las situaciones cotidianas, lo cual le ha
hecho perder terreno frente al sencillo cigarrillo, que se puede encender en
cualquier circunstancia, sobre todo si no estuviera prohibido hacerlo en ningún
lugar. Lo ideal es un lugar lleno de fumadores que se convierte en una especie
de iglesia con sus peculiares olores y liturgia compartida.
Las distintas situaciones generadoras de cierta grado de tensión, como la
antipática espera en una cola o el angustioso retraso de una cita amorosa, la
incertidumbre, la preocupación, los temores, el rencor, todo lo desagradable
puede ser un estímulo para fumar y obtener de una forma inmediata un alivio,
unos segundos de calma, un refugio en una actividad tranquilizadora que
exorciza y aparta los peligros como las hogueras encendidas espantan a las
fieras.
Llega a ser tan manido el recurso de fumar para aliviar todo tipo de molestias que
efectivamente se establece como un algo sistemático, permitiendo que el tabaco ocupe un lugar privilegiado en
todas nuestras actividades, formando parte de ellas como colofón, sistema de
control, garantía de que nos sientan bien o de que están bien hechas.
La intensidad y frecuencia son esenciales para generar un hábito que se escapa
ya del propósito inicial de fumar sólo por placer.
Un hábito -costumbre, impulso- tiene un aspecto interno que es como si
tuviéramos hambre incoercible, y
alcanzando esa categoría de necesidad primaria logra que la corteza cerebral,
donde planificamos acciones inteligentes, preste todos los recursos para
satisfacer y calmar el ansia de fumar (conseguir nicotina como sustancia que se
confunde con nutrientes esenciales o que incluso los pueda sustituir).
El deseo empecinado es algo biológicamente útil cuando se trata de tener una
motivación a prueba de perezas para asegurar actividades esenciales de la
sobrevivencia, pero es destructivo cuando se ceba en una actividad secundaria
(el juego, el placer de fumar obteniendo algo similar al efecto euforizante del
alcohol en algunas situaciones sociales) promocionándola encima de la jerarquía
de las necesidades claves.
El sistema de valores que regula qué es más importante para nosotros (descanso,
higiene, comodidad, seguridad, economía) se ve alterado cuando el hábito de
fumar se instala. Si el fumador se queda sin tabaco puede ser capaz -por más
tímido y discreto que fuera antes- de pedir la limosna de un cigarrillo al
primero que pase, aunque fuera el compañero de trabajo al que tenemos manía. Si
son las tres de la madrugada, -¿no se podría uno vestir e ir unos kilómetros
más allá en busca de una gasolinera o bar abiertos a esas horas?- -¿Y si fuera
el caso, no se podría coger una colilla que hemos tirado a la basura o del
suelo y, limpiándola un poco, aprovecharla?-.
El fumador necesita sentirse 'normal', persona integrada en la sociedad, sin
que su hábito sea contemplado en absoluto como una droga. Aunque puede leer el
mensaje 'el tabaco puede ser perjudicial para la salud', -¿no lo compra en un
establecimiento público?- -¿no es una de
las fuentes importantes de financiación del Estado para hacer carreteras,
hospitales y atender a los desvalidos?- -¿no fuman acaso los principales
agentes sociales que se admiran y valoran?-.
Por eso mismo, porque es normal, -¿por qué no fumar delante de no fumadores?,- ¿qué
tiene de malo llenar de humo una sala que puede ventilarse si molesta a alguien
que estuviera ahogándose o acatarrado?,- ¿por qué iba a molestar el humo a los
comensales vecinos? -¿y el olor por qué es mal olor si es natural, producido
por un vegetal tan ecológico como un eucalipto?- Y si hay que expulsar una
colilla, -¿no se apagará sola espontáneamente? -¿no es harto improbable que una
colilla tirada a la cuneta pudiera ocasionar un incendio?-.
El fumar es tan familiar que resulta extraño que a nadie pudiera molestar, a no
ser que fuera un suspicaz o quisquilloso empedernido, por lo que el fumador se
hace gradualmente más atrevido hasta intentar 'por despiste' encender un
cigarrillo en el dormitorio común, la sala de un hospital, en la visita a una
iglesia, un tren, una oficina pública, un velatorio, en los despachos o donde su osadía llegara.
En la medida en la que los rituales tranquilizadores forman parte del hábito de
fumar, y las sustancias generan adicción, llega un momento en el que la
ansiedad ya está provocada por el hecho de echar de menos fumar, y esta
ansiedad se calma, en un círculo inacabable, fumando de nuevo, cosa que afianza
la necesidad de nicotina. En este momento, el fumar es llamado a la guerra
santa contra la ansiedad, y como toda guerra santa, crea más guerra que paz,
más angustia que calma.
El poder del hábito de fumar desaparece -si bien no instantáneamente- no
dándole el alimento que lo engorda. Muere de inanición en un tiempo similar al
de morir de hambre. No dándole nada, como en una huelga radical, se achica y
disminuye. Pero mientras que sin nutrientes realmente agonizamos, sin tabaco,
sin embargo, renacemos, y no es un ir hacia la muerte sino un venir a una nueva
vida.
El tránsito de ser fumador a un nuevo ser abstemio de tabaco, contiene un
sufrir confuso, porque no se sabe bien si es malo matar para hacer vivir a otro
o si el nacimiento será traumático o quién es quién en esta guerra. Por
ejemplo,- ¿quién sufre?- -¿el Yo-abstemio o el Yo-fumador?- El sufrimiento para
producir un alumbramiento es muy distinto al causado por un desarraigo. Es una
diferencia tan importante como la dada en la comparación entre la angustiosa,
pero agradable, emoción de llegar, respecto a la angustiosa, pero triste, de
ser expulsado.
El fumador que está en el puente que le lleva a una nueva vida sin tabaco,
puede mirar su sed frustrada de cigarrillos, como como un placer de decir no
diciendo sí, a un paso más que le acerca a la otra orilla.
Las emociones más sublimes nacen de aguantarse otras más elementales en las que
se podría deshacer. El ahorro de no darse al inmediato placer de fumar y dejar
así de lado los inconvenientes de la abstención, edifica una nueva
satisfacción, en la cual nos complacemos en una estima propia, una sensación de
ser coherentes, de saber instalar un equilibrio, un orgullo mucho más gozoso,
un llenarse frente a un vaciarse. Se trata de placeres que sólo se dan
esperando un poco, tolerando un rato hasta que baja la ola de la ansiedad y
sube la del triunfo.
Por lo general el adicto sobrestima la duración del desagrado que produce
negarse. Lógicamente el deseo de fumar es como un niño pedigüeño que sabe por
experiencia que insistir pesadamente una y otra vez, tiene finalmente una
recompensa por extenuación y pérdida de paciencia de los mayores. También sabe
el niño, que la fuerza del deseo es muy persuasiva (tiene muchas ganas, sería
muy feliz, le hace mucha ilusión...). El No desata el furor, la rabieta, una
insistencia y una acentuación momentánea del deseo rechazado y prohibido.
Podemos espantarnos porque todo ese rumor ensordecedor del que deja atrás el
fumador que ha sido pero que podría volver a ser, sería insoportable mucho
tiempo. Y ahí está la clave- ¿cuánto dura el ruido?- ¿cuánto tiempo resiste el
enemigo atacando? -Si prevemos un tiempo demasiado largo e insoportable,
cederemos a esa 'fuerza mayor' y si, por
el contrario, prevemos una limitada duración (2, 3 minutos, por ejemplo), la
cosa puede parecer muy distinta, perfectamente soportable, incruenta, casi una
bagatela.
Aunque los momentos de síndrome de abstinencia sean efectivamente momentos y
perfectamente superables, la inteligencia propagandística, persuasiva y
manipuladora del hábito los presenta como de una duración insoportable.
La extinción del deseo de fumar plantea el reverso de lo que ha sido su
generación: aunque no fumando esperamos que el deseo de fumar desaparezca, nos
encontramos con que protesta más que nunca y lucha con más astucia retorcida
para ganarnos la partida con diabólicos argumentos tales como:
Tenemos demasiados inconvenientes
[argumento] ``No es humano sufrir de una manera insoportable
por no fumar. No tenemos que ser tan crueles.''.
[falacia] El sufrimiento del deseo insatisfecho se vende
como horrible, cuando realmente es menor que un golpecito en el codo.
Nos perdemos ventajas imprescindibles
[argumento] ``Sin fumar no podríamos ser naturales, estar a
gusto con amigos, ni estar cómodos. Perdemos una condición que ya forma parte
de nuestra personalidad y dejaríamos nada menos que una de los mejores placeres
que tenemos''
[falacia] El bienestar que proporciona no es la mayor parte
de lo que hacemos cuando fumamos por placer e incluso es discutible que lo
llamemos placer cuando se ha desarrollado la tiranía de la adicción. El tabaco
no es esencial para el desempeño de nuestra vida. La adaptación a vivir sin
tabaco es posible, rápida y sencilla. En la medida que resistirnos el no fumar
nos encontramos mejor, no peor, de forma que el primer día tras dejar el tabaco
sería el peor de todos y después de un mes hasta nos encontramos felices.
Podemos controlarlo cuando queramos (cuando quisiéramos se
quiere decir)
[argumento] ``En realidad fumo porque quiero y cuando así lo
decidiera lo dejaría sin mayor problema.
[falacia] El auto-control es ficticio porque está basado en
argumentos que más bien lo que demuestran es que la persona es adicta, como por
ejemplo no reconocer la fuerza de convicción y auto-engaño que tiene el hábito.
Efectos colaterales
[argumento] ``Yo lo dejaría si no fuera porque si dejo de
fumar engordaré o tendré tanta ansiedad que eso perjudicaría gravemente mi
salud''.
[falacia] Si realmente quisiéramos domesticar la ansiedad
podríamos recurrir a sistemas alternativos de control más sanos, como el ejercicio,
una tila, actividades, etc. y de la misma forma vigilar el peso controlando la
conducta de comer en exceso.
Es bueno ser flexible
[argumento] ``Ya has probado durante unos días que puedes
dejar de fumar cuando quieras, así que ahora podrías fumar sin peligro un
cigarrillo que sería como una especie de premio para alegrarnos por haberlo
dejado, y además no existe peligro de recaída ya que hemos demostrado fuerza de
voluntad, y además, en la vida es bueno ser flexibles en vez de rígidos y
dogmáticos''
[falacia] Fumo porque quiero y cuando quiero lo dejo, cuando
más bien hemos tenido que dejarlo aunque queríamos, forzados por razones de
salud, y además no siendo flexibles, sino más bien por una quirúrgica y
trabajosa deshabituación disciplinada.
Aunque el fumador lleve muchísimo tiempo sin fumar, la ola del deseo puede
seguir asaltándole en los momentos oportunos, de debilidad, desesperación,
crisis, para darle guerra con un nuevo asalto, siempre con su vocecita
salvadora, prometiendo su poder calmante, su supuesto gran placer de alivio o
incluso su poder dudoso de venganza por lo malo que nos ha pasado.
También el fumador alimenta el impulso a fumar con mecanismos tan sofisticados
como en el caso del comer compulsivo en el que la vergüenza y la culpa por nuestra
debilidad nos lleva a comer de nuevo para combatir la desesperación con el
consuelo de abandono. Las mismas campañas anti-tabaco, que afean el 'vicio'
socialmente, presentando al fumador como ente débil, irracional y apestoso, hacen
que el fumar sea vivido con culpa y vergüenza asimiladas y este íntimo desconsuelo
de desclasado se confirme o se calme fumando.
Este fumador que ha interiorizado el rechazo suele decir que ``aunque sé que no
debería fumar, reconozco que soy incapaz de dejarlo'', que es un cambio de
tercio respecto al arrogante ``fumo porque quiero''.
La simple recomendación que un bien intencionado dirige al fumador ``deberías
dejarlo, no te conviene'' produce el imperioso deseo de fumar inmediatamente,
antes de que fuera el caso, que después ya no fuera posible hacerlo por alguna
especie de conversión religiosa, al modo como la estrategia del diablo sería
que el alma peque antes de morir.
También el conflicto interno “tendría que dejarlo ya que mi deber es ese, pero
me resisto”, puede provocar un acto
urgente de reparación consistente en fumar para que “ea tarde'' o “sería mejor
empezar mañana''.
Una recaída de un fumador empieza por un cigarrillo. Fumar ese cigarrillo por
el que se pierde lo ya ganado requiere un considerable esfuerzo de inconsciencia
y auto engaño. Y el impulso, hambre de nicotina, utiliza los más refinados
argumentos para cegar nuestra crítica y deshacer nuestra cautela.
Un cigarrillo, sólo uno y ninguno otro más: esto parece
inocente, y sería uno un pusilánime exagerado por negarse a una cosa tan
minúscula. Es tan importante y decisivo para el deseo de fumar el primer
cigarrillo como la primera cita en el amor que 'empezar' debe sonar a 'acabar',
y se presenta insistiendo en que 'será el último', 'pararé', 'ninguno más', y
así logramos que al parecer que se termina de fumar antes de empezar se puede
hacerlo, porque ya hemos dado por hecho que 'no pasa nada'.
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