El hecho de morir es, sin duda, unos de los acontecimientos
más difíciles de afrontar y con mayor impacto psicológico. En éste emergen un
intenso flujo de emociones y sentimientos, tanto en el enfermo como en la familia,
que por su dificultad en el manejo puede provocar una desestructuración emocional
en ambos.
La manera en que una persona hará frente a la muerte y elaborará
sus propias emociones dependerá de la interacción de distintos factores, como
son: el tipo y el proceso de enfermedad, recursos personales, familiares y sociales
de que disponga, su personalidad y las estrategias que haya puesto en marcha
ante otras situaciones difíciles.
Basándonos en el modelo de Lazarus y Folkman (1969) el estrés
psicológico se produce cuando el individuo percibe como amenazante cualquier
elemento del medio y evalúa que los recursos que posee son insuficientes para
hacerle frente. Si por el contrario, ante una sensación de amenaza percibe que
tiene los suficientes recursos (personales, familiares y sociales) realizará
un afrontamiento adecuado.
De la misma manera Chapman y Gravin (1993) definen el sufrimiento
como "un complejo estado afectivo, cognitivo y conductual negativo caracterizado
por la sensación que tiene el individuo de sentirse amenazado en su integridad
por el sentimiento de impotencia para hacer frente a dicha amenaza y por el
agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirán afrontar
dicha amenaza".
De aquí podemos deducir que es la ruptura del equilibrio entre
la percepción de la amenaza y la evaluación de la carencia de recursos lo que
produce estrés psicológico, y éste es el que conduce al sufrimiento del paciente
y la familia, dando lugar a respuestas emocionales, cognitivas y conductuales
que pueden llegar a convertirse en desadaptativas.
La función del psicólogo, por tanto, será complementar y optimizar
el objetivo primordial del equipo de cuidados paliativos, es decir, la consecución
del bienestar para el enfermo y la familia favoreciendo, en este caso, la adaptación
psicológica al proceso de la enfermedad y la muerte.
Para conseguir este objetivo seguiremos dos pasos:
Primero: Detectar y priorizar sus necesidades, físicas,
sociales, psicológicas, espirituales; sus miedos, a lo desconocido, al proceso
de la enfermedad, al dolor físico, al deterioro, a la soledad, al abandono,
al rechazo, a ser una carga...; sus preocupaciones, por las despedidas, separaciones...;
sus pérdidas, de salud, de imagen corporal, de autonomía, de autoestima, de
control sobre su vida, de rol, de amigos, de futuro, de proyectos, de ganas
de vivir...; que son percibidas por el paciente como una amenaza, para que pueda
suprimirlas o reducirlas.
Igual haremos con las necesidades, preocupaciones y temores
de la familia. Entre las preocupaciones y temores más frecuentes están: miedo
a no ser capaz de cuidar al enfermo cuando se vaya deteriorando y no tener ayuda
profesional cuando se necesite; preocupación porque sufra y muera con dolor;
preocupación por ser responsable de que quizás no ha agotado todos los recursos
para hacer frente a la enfermedad; miedo a no darse cuenta de que el enfermo
se muere y encontrarse solo en ese momento; temor de que alguien le descubra
el diagnóstico y/o pronóstico al paciente, pensando que éste no va a poder hacerle
frente; temor a haber tomado la decisión equivocada de tener al enfermo en casa;
preocupación de no saber qué hacer cuando el enfermo haya muerto; miedo a tener
que sacar a una familia adelante y a un futuro lleno de soledad; y preocupación
por el tiempo que les queda de vivir juntos. (Copperman, 1983).
Segundo: Evaluar y potenciar los recursos del paciente
y de la familia, y en el caso de que no existieran, implementarlos con las estra-
tegias específicas necesarias con el fin de un adecuado manejo de sus emociones,
pensamientos y conductas, para reducir o suprimir la sensación de impotencia
y aumentar la percepción de control sobre su realidad.
¿Cuáles son las respuestas más comunes en el enfermo y la familia
en las que vamos a tener que intervenir?
Unas son consecuencia del estrés, como la ansiedad, la depresión,
la hostilidad y la claudicación emocional (en la familia). Estas respuestas
pueden ser adaptativas y lógicas en un primer momento debido a la estimulación
aversiva; sin embargo, si se mantienen en el tiempo y en intensidad, cronificándose,
se pueden convertir en desadaptativas. Nos podemos encontrar además con un déficit
de comunicación entre enfermo y familia y/o conspiración del silencio. También
habrá que tener en cuenta el dolor intenso que padece el cuidador primario y
la familia por la muerte de un ser querido y que va a dar lugar a una serie
de respuestas emocionales (duelo).
Todo ello se va a manifestar en tres dimensiones:
a) Cognitiva: Pensamientos irracionales reiterativos de culpa,
indefensión, desesperanza; distorsiones cognitivas; disminución de la autoestima;
evitación cognitiva (negación).
b) Fisiológica: Hiperventilación, tensión muscular, dolores
psicosomáticos e insomnio, entre las más frecuentes.
c) Motora: Llanto, irritabilidad, comportamientos hostiles,
aislamiento, inhibición, sobreprotección (en la familia), conductas de evitación,
hiperactividad (en la familia).
El instrumento terapeútico idóneo para conseguir nuestros
objetivos es el counselling (Arranz y Bayés, 1996), herramienta que vuelve más
eficaz la comunicación con el paciente ayudándole en la toma de decisiones,
facilitando la expresión de temores y los cambios de comportamiento. Es, por
tanto, un medio y no un fin en sí mismo. Esta herramienta, al utilizar la pregunta
y no la aseveración, consigue que el sujeto se dé respuestas a sí mismo provocando
cambios más estables tanto a nivel cognitivo como conductual. En definitiva,
el counselling es el arte de hacer reflexionar a una persona por medio de preguntas,
de modo que pueda llegar a tomar las decisiones que considere adecuadas para
él y para su salud (Barreto, Arranz y Molero, 1997).
También tendremos que poner en práctica una serie de habilidades
básicas de comunicación, entre las que destacan:
- Empatía
- Escucha activa.
- Preguntar (no presuponer).
- Permitir la expresión de emociones.
- Evitar frases que no consuelan.
- Evitar falsas expectativas pero dar paso a la esperanza.
Estas habilidades constituyen el soporte de la estrategia de
trabajo que se desarrolla de la siguiente forma:
a) Dando información.
b) Aprovechando al máximo los recursos del paciente y familia.
c) Usando técnicas cognitivoconductuales:
- Entrenamiento en reestructuración cognitiva.
- Detención de pensamientos.
- Autoinstrucciones.
- Resolución de problemas.
- Entrenamiento en relajación y visualización.
- Planificación de actividades gratificantes.
- Habilidades Sociales: Comunicación asertiva.
- Control estimular.
- Refuerzo de conductas adaptativas y extinción de conductas desadaptativas.
El psicólogo, como el resto de los profesionales que
integran el equipo de Cuidados Paliativos (médico, enfermera, trabajadora social,
voluntarios, auxiliares, asistentes espirituales, fisioterapeutas, etc.), deberá tener
presente que la atención al binomio enfermo/familia se llevará a cabo a través de la
intervención conjunta y complementaria de todos ellos y en coordinación con los
servicios oncológicos y de atención primaria (Sánchez Sobrino y Sastre Moyano, 1996).
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