por José Luis Catalán
jcatalan@correo.cop.es
Todos tenemos miedos a cosas como las serpientes venenosas, los perros rabiosos, las infecciones, los accidentes, aunque este miedo se traduce en un comportamiento de simple cautela frente a las situaciones de peligro y además la emoción en su nivel moderado ayuda a estar alerta en vez de interferir de forma limitante y negativa.
Hablamos de fobias cuando la intensidad con la que experimentamos el miedo frente a los distintos peligros es:
injustificado por la objetividad del peligro
inoportuno (no lo sentimos en el momento apropiado)
desmesurado (sentimos más de lo que deberíamos)
interfiere nuestra vida normal de forma innecesaria, y nos reduce nuestra capacidad de acción y goce.
En la fobia social el miedo se centra en situaciones de vida cotidiana más complejas y sorprendentes, ya que nos vemos obligados a vivir en sociedad, a diferencia del miedo a las serpientes que puede ser inocuo a no ser que quisiéramos trabajar en un zoo. Interfiere en las relaciones humanas en general, y negativamente en el desempeño la profesión, especialmente si requiere trato con el público, reuniones, visitas a clientes. Así mismo entorpece las relaciones de amistad y el disfrute del ocio.
Es bastante común padecer cierta incertidumbre, ansiedad e inseguridad al conocer a personas nuevas, pero una vez roto el hielo, casi todos logramos convertir esos encuentros en una experiencia agradable. En cambio las personas con fobia social experimentan un grado de ansiedad mucho más elevado en estas situaciones.
El deseo que solemos tener los humanos -especie social, bajo el punto de vista etológico y antropológico- de formar parte de los grupos sociales, ser valorados y apreciados se ve gravemente disminuido, con la consiguiente baja autoestima y complejo de inferioridad.
Puede ser tanto el grado de ansiedad o vergüenza que se produzcan señales físicas delatadoras (sudor, temblor muscular y de voz, rubor, etc.) que hacen que la persona afectada sea más vulnerables e insegura en público. En vez de convertirse en ocasión de disfrute se transforma en algo cada vez más desagradable, lo que desanima y empuja a eludir esos malos tragos y utilizar subterfugios, apaños socorridos a fin de evitar la repetición de ese tipo de momentos penosos.
Elementos más importantes de la fobia social:
La relación con otras personas con las que no hay familiaridad y confianza -incluso a veces también con ellas- contiene un punto de relación de tu a tu que le parece dramático, como si en el acto del encuentro fuera a ser observado, interpelado, juzgado como quien descubre a un hereje infiltrado. Se apelotonan en un segundo ideas de inseguridad de estar a la altura de la circunstancia, deseo de cumplir pero temor de no saber hacerlo, ser clasificado como poco interesante, pobre de expresión, incómodo en el trato.
La mirada de los otros también le causa temor cuando están observando lo que está haciendo, por si resulta por alguna razón inapropiado, inadecuado. equivocado o pretencioso. Es como si se metiera en el cerebro del que mira tratando de hallar la verdad de lo que encuentra y si hay sentimientos de rechazo. Esta especie de “lectura de la mente” resulta por lo general sesgada. Cree que el que le observa está pensando “que mal lo hace”, cuando quizá lo que realmente piensa es “que jersey más bonito lleva”. Por lo general los humanos no sacamos conclusiones precipitadas de una mirada, preferimos basarnos en los hechos (si nos hablan con dulzura, si nos saludan, si nos aceptan). El fóbico acaba captando que la realidad no es tan hostil, pero el susto de pensar que disgusta no se lo quita nadie. Otra cosa distinta es que las consecuencias a largo plazo de su inhibición haga que los demás prefieran tomar café con otros, o se encuentren mejor con quien les responde de forma más grata. Esto sería cuestión de comodidad no de juicio hostil, y de hecho en cualquier momento puede cambiar.
Si se han resuelto los temores a la opinión de los demás, o si poco a poco se ha logrado crear una relación de confianza queda la posibilidad de que entre en juego un nuevo elemento que desestabilice lo conseguido: cuando le presenten a una nueva persona. Inmediatamente surgen los miedos dormidos. Se siente escrutado y que el examen consiste en cómo interactúa, cómo saluda, sonríe, resulta apto para ser digno de la recomendación del mediador que le presenta a la la persona nueva. El presentado está abierto a recibirle en su círculo de conocidos, pero para tal honor él tiene dudas de merecerlo o que le está obligando a aceptarlo con un crédito inmerecido.
Temor a propósito de comer o beber en público, no tanto por estar rodeado de gente, y tratar con el camarero, que también, sino por ser vistos comiendo, que es un momento vulnerable de cierta intimidad en el cual son visibles nuestras maneras de mesa, la voracidad o placer con los que comemos, nuestros gustos y manías. Aparece expuesto un fragmento de nuestras vivencias, y por ello se coarta el gusto de comer: se atraganta por el miedo a ser considerados inadecuados, glotones, por ejemplo, sucios, poco delicados, raros por lo lo platos que elegimos. Todo ello puede sentenciarlo cualquiera que lanzara aunque fuera una breve mirada indiscreta. Tal vez un día, con la torpeza de los nervios, se nos volcó una copa o calló comida en la ropa dejando la huella de un lamparón, eso sería suficiente para considerar un restaurante como un terreno minado.
Las gestiones nos ponen en contacto con los roles económicos, administrativos y en general con representantes del poder oficial si no estamos familiarizados. Un burócrata es capaz de rechazarte por una coma o un plazo de entrega, un documento que falta o que está mal planteado. Las consecuencias de un trámite mal hecho puede entrañar serios inconvenientes. Muchos delegan este tipo de cosas a expertos o familiares avezados en estas lides, lo que es un ejemplo de cómo se puede prolongar o aumentar un miedo: por dejar que los otros nos ayuden en vez bregar con el asunto nosotros mismos, evadirnos de la responsabilidad, buscar el alivio dejando para otro día el aprendizaje de esa habilidad. Preferimos la tranquilidad, aunque ello nos empequeñezca o haga dependientes, a pasar el mal trago de aprender lo que no sabemos, de afrontar lo temido hasta que nos familiaricemos con ello.
Terror a dirigirse a un público o grupo de amigos. Esta es una situación muy común en todos los que tienen fobia social, incluso los que se propusieron con disciplina superarse e incluso eligieron trabajos en los que se habla con gente, tienen este último escollo de las reuniones y los grupos. En el grupo no son una sino muchas miradas a la vez que se clavan en tí, haciendo que la ansiedad escénica suba por las nubes. Es difícil controlar a todos a la vez, lo que le hace aparecer como una víctima desarmada, indefensa a merced del publico. Al unísono le pueden minusvalorar o descalificar si no está a la altura, con lo cual el fracaso tendría el agravante de la unanimidad. No ayuda mucho sentir una galopante ansiedad en la medida que se hacerla el momento maldito de presentarse: nos puede parecer que en esa condición de nerviosismo es muy difícil salir airosos, podríamos temer incluso quedar en blanco o soltar tonterías y estupideces que nos denigren. De este modo se pierde la oportunidad de sentir el placer de ser uno mas, valorado, aceptado, que es una de las cosas mejores que tiene sumergirse en un grupo o en un público, que abriría numerosas posibilidades de expansión y relaciones personales.
Aversión a realizar llamadas por teléfono. Aunque la comunicación telefónica simplifica el problema de ser visto, conserva el aspecto de la comunicación verbal, suficiente como para sentir próxima a la persona al otro lado de la linea, que puede adivinar en el tono de la voz la emoción contenida en ella, y por ende ser consciente de la zozobra, inseguridad, ansiedad del que llama, por lo que está expuesta a su juicio. Esto es suficiente para que el fóbico tema ser descubierto, especialmente frente a personas que le asustan por su grado de competencia, status profesional, afabilidad, inquisición, todo aquello que le pueda cuestionar y hacer aparecer como persona irresoluta, torpe, que no sabe lo que quiere, no se explica bien, hace suposiciones ridículas, no sabe lo que todo el mundo debería saber, es incómoda para conversar obligando al quien está al otro lado de la linea a perder el tiempo y ser molestado.
Dificultad para expresar su oposición en el trabajo o hacer reclamaciones, incluso si se tiene la razón y el derecho de hacerlo. Le resulta difícil adoptar un tono de voz asertivo, pone demasiado en duda su percepción de las cosas al mismo tiempo que otorga excesiva credulidad a los argumentos del contrario. Esta mentalmente poco preparado frente al abuso, la manipulación, la mentira de las personas prepotentes y con pocos escrúpulos. Exagera las consecuencias de la confrontación, empezando por el temor de estar haciendo reclamaciones injustas hasta creer que será merecedor de un profundo rechazo, cuando no de represalias peores que lo que trata de arreglar.
Las fiestas y reuniones son una pesadilla y el comportamiento de la persona que tiene fobia social consiste en ponerse cerca de la puerta o encargarse de discretas tareas que le permitan huir del escenario: recoger abrigos, abrir puertas, dirigir a los comensales a su lugar, poner música, ayudar en la cocina, etc. Si hay que cantar moverá los labios sin pronunciar sonido, si hay que participar lo hará con monosílabos o repeticiones de lo que otros dicen o coletillas socorridas, pero sin osar a poner en juego lo que cree o lo que siente al respecto. A la hora de bailar se sentirá cohibido ante la posibilidad que los demás no tengan otra cosa que hacer que mirar atentamente cómo lo hace para reírse o escandalizarse de su poca gracia y soltura corporal.
Las aglomeraciones como las calles concurridas, los grandes almacenes, los eventos deportivos, las fiestas populares son a menudo odiadas juntamente por volvernos “anónimos”, un puro número que contabilizada un contador de asistencia. Esto, para nuestra necesidad de “ser alguien” resulta mortífero y agobiante, aunque para otros sea una delicia y un relax, por ejemplo para alguien cuyo rol profesional y familiar le pone tenso y acude a un estadio a gritar al árbitro como un energúmeno más sin pudor ni miedo de dar mala imagen con sus chillidos e insultos. El fóbico social ni se relaja ni quiere “ser alguien” sino que “cualquiera” puede adivinar en un instante que sea un mindungui, con complejo de inferioridad o con debilidades. La multitud de ciudadanos de primera tienen un peso aplastante para acongojarle, hacerle sentir nada.
Algunas personas con fobia social tienden a beber alcohol para ganar así valor y deshinibición, pensando que con un par de copas se podrán soltar y tranquilizar. No digamos si toman una raya de coca u otro tipo de estupefacientes -incluidos los fármacos legales- que alteran el curso normal de las emociones. Es muy posible que la fobia no desaparezca con este método que es una especie de evitación “hacia adelante” en vez de “hacia atrás” como el resto de huidas. Hace que se dependa de una sustancia para afrontar las situaciones temidas, y en ocasiones, justamente por la insuficiencia de anestesiar la ansiedad, genera grave dependencia, lo cual obviamente se convierte en problema peor que el que se trataba de subsanar.
Algunas fobias sociales incluyen el miedo a tratar con el otro sexo a extremos que producen graves dificultades para conseguir pareja. Es tanto el temor a descubrir los sentimientos y ser rechazos, la inseguridad sobre el modo de llamar la atención o alimentar un proceso de seducción. El fóbico se decanta por la cautela -un quiero y no puedo-, en contra de las más intimas necesidades que le empujarían en otra dirección. Adopta una distancia “segura” que resulta muy confusa a los objetos amorosos, que aun suponiendo que le correspondan, se desaniman creyendo que no hay señales que les inviten en perseverar en el anhelo.
El miedo no es un estado emocional inmóvil, como como ocurre en los estados de tristeza o alegría que fluyen, aumentando o disminuyendo. Se alimenta de:
Los estímulos temidos (estar en algún tipo de situación social que nos produce miedo). Pueden ganar en extensión: primero es no entrar en un local donde nos presentaron a un grupo de personas, luego las calles alrededor, por donde pudieran aparecer, luego salir a la calle. En contagio asociativo: si frente un grupo informal experimentó apuro, también después con todo tipo de personas que sean amables, comunicativas o que se interesen por los demás. En intensidad: primero siente un nudo en la garganta que parece ahogarle, luego una palpitación que le hace temer un ataque cardíaco. En ramificación: al principio comienza en la época infantil en la escuela cuando le sacaban a la pizarra o le hacían preguntas, después con las visitas familiares, las actividades de ocio, salidas con amigos, vecinos que le conocen y le pueden saludar, tiendas en las que tiene que hacer un encargo, finalmente las reuniones de trabajo, las convocatorias a los padres de alumnos, las asambleas de vecinos, los restaurantes, la proximidad de la navidad, etc.
La anticipación, imaginar las situaciones que podrían suceder y sentir el miedo “como si” estuvieran sucediendo los acontecimientos temidos. Cada vez que el fóbico estudia lo que le podría pasar (mañana si se convoca una reunión, en una boda en la que le podrían invitar, cualquier conocido con el que se pudiera tropezar en determinados trayectos, por ejemplo) multiplica el número de veces que sufre por lo mismo, esta vez incluso sin estímulo real presente. Sufre en vano. Pero el efecto de anticipar es todavía más nocivo y dañino a largo plazo. Actúa como esos adeptos a la secta de Mahaprabhu que se fidelizan conforme más recitan “Hare Krishna, Hare Hare”. En cada uno de los episodios que imagina horrores posibles se dibuja a sí mismo como impotente, fracasado, de forma que no se da cuenta que a través de esta “propaganda” negativa mina su imagen personal, descree de sus capacidades, aumenta su derrotismo, por lo que lejos de servir para “prepararse” lo que hace es “tirar la toalla” antes de tiempo. Además, todo lo que siembra en la mente la memoria lo recoge: esas cosas que se ha dicho a sí mismo que podrían suceder -que mas que cuatro cosas pueden ser ráfagas, cataratas de escenas siniestras que duran horas- pese a que sean imaginarias, crean una prevención real “¿y si sucedieran realmente?”. Por eso quedan gravadas en la memoria operativa del cerebro, y surgirán de nuevo cuando el sujeto pise la calle y la propia mente le ponga en guardia “¿no sucederá hoy alguna de las cosas que pensaste?”. No sólo eso, sino que las anticipaciones pintan las situaciones mucho peor de lo que son, de modo que lo que elucubra que sucederá se vuelve especialmente horroroso, el impacto emocional espantoso que ello le causará y las consecuencias bochornosas consecuentes, sin olvidar las morales, -imperdonables ellas. El caso es que logra sentir de esta manera más miedo que el que la realidad, bastante más benigna, le produciría.
La evitación tienen su base en el mecanismo de “darse a la fuga” antes de recibir un daño. Implican un darse por perdido en cuanto a las capacidades de confrontación, aunque a la vez refleja un instinto de conservación que nos lleva a huir de lo que nos supera en fuerza. De esta forma logran sobrevivir las especies animales, incluida en ellas el ser humano. Pero lo que es inteligente cuando realmente el peligro es no sólo real e inevitable, sino también insuperable con cualquier medio conocido, en cambio deja de ser una respuesta adecuada si el peligro es hipotético, improbable o quizá superable. Para quien tiene miedo a coger el ascensor, subir andando le produce inmediatamente un alivio, porque se escapa de la posibilidad de pasar un apuro. Si bien el miedo ha desaparecido hoy, en cambio ha aumentado mañana porque la persona fugitiva se ha vuelto más débil -por eso ha evitado la situación- y lo temido más fuerte: huyó porque el miedo era demasiado intolerable, por lo que ha aumentado de grado, como el vino en las bodegas, lo que le espera la próxima vez. Evitar por consiguiente magnifica lo temido, que persiste en el alivio, dormido temporalmente como la mala hierba al cortar el césped del jardín. En la fobia social la evitación toma con frecuencia la forma de “precaución”, estrategias para pasar desapercibido tales como colocarse en un rincón apartado, hablar poco para no suscitar atención ni interpelación, contestar lo justo o vagamente para no diferir o apartarse de las expectativas de los demás, cruzar la acera para no tropezar con un conocido y así ahorrarse los saludos y preguntas cordiales. Estas triquiñuelas lo que hacen es inducir un poco más de miedo en la siguiente ocasión, además nos impiden entrenarnos y superar las vergüenzas e inhibiciones que se crean en la medida que no hacemos algo para mejorar las habilidades de trato social. Al actuar como víctimas de un temor que consideramos imposible de vencer preferimos renunciar y resignarnos al empobrecimiento.
Los pensamientos auto-críticos son un arma de doble filo, por una parte nos salvan de los errores, por otra -por lo general por exceso de celo- nos paralizan, nos dificultan y nos inhiben. Usado con moderación y benevolencia nos señalan en qué hemos metido la pata y de qué forma se puede reparar el desaguisado, y si no se puede, al menos evitar cometer el mismo error la próxima vez. A esto le llaman los psicólogos aprender por “ensayo y error”, vamos probando y según son los resultados corregimos. En este filo de la crítica pensamos para mejorar, para medrar con ideas nuevas y oportunas. Hasta para tener un fin de semana glorioso se requiere un esfuerzo constructivo en el que desechar lo que no funciona y propiciar lo que nos sentaría bien. Por el contrario el filo sangriento se caracteriza por cierta rigidez y exigencia de perfección: los errores son imperdonables, decepcionantes, vergonzosos, no enseñan sino que degradan. De este modo el ejercicio de la crítica se vuelve muy agresivo y nos decimos cosas tales como “soy imbécil”, “no valgo para nada”, “soy un inútil”. Son claramente crueles si las pronunciara un enemigo o una autoridad moral que nos juzga como un familiar, un profesor, un jefe, un amigo influyente. En cambio si nos las dirigimos a nosotros mismos, aunque a primera vista fuera algo inocuo por la falta de testigo exterior que viera nuestra deficiencia, no dejan de ser igualmente crueles, y desde luego producen el mismo efecto de avergonzarnos y paralizarnos. La crítica inadecuada pone palos a la rueda, nos desanima en vez de animarnos, nos apoca en vez de estimularnos, nos frena en vez de ser osados y no digamos ya naturales. “Cuchilladas” a uno mismo del estilo “pareceré tonto/a”, “debería hablar pero no se me ocurre nada interesante que decir”. “estoy haciendo el ridículo”, “parezco torpe”, “me consideran inferior y les causo molestia”, ¿aportan alguna solución? ¿ayudan? ¿son necesarias?. Si la respuestas es “no” es que se trata de una crítica abusiva, con mala fe, injusta, poco práctica. La claudicación, la inhibición que se induce mediante este abuso de la auto-crítica es completamente diferente de la zozobra inicial del inseguro, que deportivamente acepta su punto de partida para a continuación ponerse a prueba hasta conseguir el dominio expresivo que le falta.
Imaginemos un colegio de elite en el que se estimula la expresión de las opiniones, el debate, los trabajos en grupo, el saber cuestionar, diferir y realizar un análisis crítico, ser originales y creativos. Ahora pensemos en otro tipo de colegio atiborrado de alumnos, con maestros chapados a la antigua que predican el escuchar en silencio, propician no preguntar ni opinar ni polemizar, nada de creación de grupos de estudio e investigaciones originales que sobre-carguen la tarea del profesor con preparativos extras, y dedicación no remuneradas. En el primer colegio los niños aprenden a comunicarse con desparpajo y osadía, en el segundo son más callados, inhibidos y más de uno de ese grupo desarrollará fobia social. La falta de practica en expresión verbal, igual que la falta de ejercicio nos entumece o afloja la masa muscular, nos perjudica notablemente nuestro “ser en el mundo”. Expresarse demasiado poco o mal, dificulta la facilidad y creatividad de comunicación, que a su vez es un cemento que une a los miembros de la sociedad más allá de abrazarse o darse la mano. Podemos considerar que la capacidad de expresarse con soltura, gracejo e inteligencia es una cuestión en buena medida de aprendizaje. Es un idioma que incorporamos, no nacemos aprendidos. Los padres que hablan en la mesa, que permiten que los niños intervengan y opinen con respeto, las familias que con frecuencia organizan visitas, barrios en los que los niños juegan juntos, escuelas que fomentan las relaciones sociales mediante estímulos grupales, participación en actividades artísticas y deportivas, los ambientes no violentos ni exigentes, todo ello hace que una persona crezca como una bonita flor en la primavera de al vida.
Las experiencias negativas tienen un efecto de ola expansiva que va mucho más allá del impacto recibido: como lo hemos pasado mal una vez tememos que la siguiente será igual o peor, con lo esta creencia hace de profecía que se auto-cumple porque nos lleva a estar más amedrentados y ansiosos la próxima vez. La memoria toma buena nota de lo malo sucedido, la inteligencia saca sus conclusiones. Una nos recuerda lo desagradable que sucedió, a veces en los momentos más inoportunos, pero sobre todo cuando se presenta una situación similar, el otro. El cálculo mental por el contrario estudia concienzudamente el asunto: las frecuencia en la que se repite, las consecuencias, la posibles causas, lo que saben los demás del asunto... Limpiar una memoria traumática (expresando y elaborando lo ocurrido, evocando los aspectos competentes que conservamos, etc.) evita su influencia desbocada. Saber pensar bien es esencial para no entrar en pánico, porque cogemos las riendas, por así decirlo, preguntándonos no lo malo que podría sucedernos o perjudicar a personas que valoramos, sino estudiando como lograr superar la situación, estrategia que sea dicho de paso sería la que fundamenta la preparación de un profesional que mejorar su imagen personal, su capacidad de hablar en público, su entrenamiento en situaciones de riesgo... En este capítulo, aunque suene paradójico, deberíamos incluir también la insuficiencia de las experiencias positivas: aunque una vez salgo algo bien no quiere decir que siempre lo haga. La persona, escéptica, como considerar que tal vez ha sido casualidad, pura chiripa, nada que ver con mérito propio, y sería indeseable alegrarse por algo que ha salido bien siendo que “más grande puede ser la caída”, la desilusión será mayor cuando se ha encendido una nueva esperanza. Además una cosa buena puede ser poca agua para un sediento, que necesita, porque esta muy herido, ha sufrido y ha sido humillado, algo más durable, seguro y elevado para creerse a salvo de la maldición que cree le ha devorado.
La costumbre de “dar vueltas” y “rumiar” lo sucedido: A los ojos reflexivos del “analista” (no esta lejos este concepto del que utilizamos coloquialmente a alguien al que decimos que le vamos ha hacer “un buen repaso”) no ha sido capaz de actuar con la soltura de los demás sobre todo si al comparar se fija en la persona más popular y maravillosa, colándose de rondó la peregrina idea que lo normal es la excelencia. Genera desasosiego y ácida incomodidad personal, recordando cada uno de los pequeños detalles de impotencia y comportamiento penoso con la precisión de un latigazo. De pronto aparecen iluminadas como por un foco teatral las palabras y las cosas que deberíamos haber dicho o hecho. Estamos suspendidos. Lo que falta, lo que no hemos llevado a cabo, la pésima improvisación se convierten de pronto en una insuficiencia de ser: no somos lo bastante buenos, lo intentamos disimular, damos el pego a algunas personas que nos conocen, pero íntimamente somos unos impostores.
La propaganda negativa que hacemos sobre la imagen de nuestro Yo. A base de vernos torpes, inseguros, empobrecidos, poco interesantes, etc. un numero elevado de veces, teñimos de negro con esa pintura nuestra auto-estima, con lo que ya ni nos atrevemos a aspirar a las cosas sanas y bonitas a las que tienen derecho los de demás de primera categoría, tales como amor, admiración, amistad. Esto puede influir poderosamente en nuestras decisiones, aspiraciones laborales, proyectos, el tipo de pareja que nos parece adecuada, los derechos que creemos que nos merecemos.
La angustia como aparición “maldita” e “intrusa”. Nos angustiamos por la posibilidad de sentir angustia y al percibir que nos estamos angustiando sólo por pensarlo sentimos que es una angustia incontrolable. La presencia de la angustia se convierte por sí misma en el peor enemigo -más allá incluso de las situaciones que la empezaron a provocar. Tenemos miedo de tener miedo, y que además ese miedo sea visible y nos delate como miedosos dignos de desprecio. Obviamente no hay dos angustias distintas, una con su razón explicativa y otra pura “locura”, sino que la causa de la segunda es sentirnos indefensos, que no logramos controlar una emoción como se supone que lo hacen los adultos, es en suma una evaluación del estado de nuestra fobia, su evolución o remisión.
Los síntomas de la ansiedad que aparecen en la persona que tiene fobia social cuando se expone a lo temido pueden llegar a ser el símbolo de “lo peor” que le sucede y convertirse en una especie de representación desplazada de sus temores sociales:
Sequedad de boca, junto a la idea de que uno se “atrabancará”, tartamudeará, toserá, no podrá hablar, etc.
Palpitaciones, le parece que el corazón parece correr demasiado deprisa o irregularmente y eso producir desmayos, ataques cardíacos, mareos, o algún tipo de colapso.
Temblores de manos, pies o voz que pueden ser rápidamente observados y delatarnos como inmaduros o penosos o impresentables.
Sudor en las manos, puede que tengamos dar la mano húmeda en un saludo; sudor corporal que traspasa la ropa y nos avergüenza haciendo nos aparecer como desaseados o repugnantes.
Rubor, angustia y sentimientos intensos de vergüenza.
Falta de concentración que nos haga olvidar datos que queríamos decir o desorganice el curso del pensamiento de modo que no sepamos de donde veníamos o a donde queríamos llegar o afecte a la automatización de la conducta como poner objetos en lugares inadecuados, coger un lápiz que es del vecino, se nos caen al suelo las cosas que cogemos de forma torpe.
La fobia social empobrece a la persona que la padece, reduciendo a la mitad su vida social, estropeando las posibilidades de ocio y progreso profesional.
La frustración que todo ello implica puede reflejarse indirectamente en forma de desánimo general y se genera una irritación descontrolada que la paga el circulo familiar íntimo. A veces es causa de caer en un depresión tras un larga etapa vital de sufrimiento .
Las relaciones que exigen iniciativa, sostén y aportación por nuestra parte se pueden llegar a ver gravemente resentidas y romperse.
Elimina aquellos oportunidades que suelen provenir de la actividad social, hacer amigos en el colegio o en el barrio, participar en las equipos, promocionarse en el trabajo, etc. . Puede ocurrirle a un fóbico social que rechace una oportunidad laboral solamente por el miedo que tiene a las nuevas responsabilidades, especialmente si tiene que tratar con muchas personas y hacer reuniones.
Lo que piensan los demás del fóbico puede coincidir en algunas apreciaciones y diferir en otras. Se les puede ver serios, ariscos, hostiles incluso en ocasiones, deseosos de aislamiento y debido a esta impresión se les deje a su aire, tranquilos, por atribuirles falta de deseos de socializar, ser poco interesantes para charlar o divertirse, no inspirar confianza como para explayarse con ellos. Por otro lado, objetivamente, se les puede considerar buenas personas, no conflictivos, enigmáticos, colaboradores, atentos. Estas visiones son fruto más bien de la barreta que separa a unos y otros, la falta de conocimiento achacable a su vez a la ausencia de comunicación significativa. Detrás de del muro de separación hay una persona desconocida. Tal vez el fóbico de pequeño era un niño dicharachero y charlatán, quizá posee un rico mundo espiritual disimulado a la vista, sentimientos nobles, ganas de amar, cualidades creativas
La timidez
La timidez es una forma atenuada de fobia social, y que habitualmente tenemos y disimulamos todos mejor o peor.
No sabemos si resultaremos competentes, valiosos o apreciables a los demás.
Muchas veces esto esta en agudo contraste con un ambiente familiar en el que hemos sido mimados y protegidos, aunque en otras ocasiones es todo lo contrario: un ambiente familiar autoritario y descalificador también produce futuros tímidos.
Nuestra forma de ser se hace en el ejercicio de relacionarse con los demás, es un resultado de atreverse a ser-delante de los demás, mezclándose y entrando en conflictos que uno aprende a ir solucionando sobre la marcha.
La persona tímida es cautelosa: no se arriesga a equivocarse, a ser rechazada o a resultar inadecuada, y como no practica no avanza, y espera que un día se levantará con la moral alta y resultará segura de sí misma por arte de gracia sin tener que pasar por los malos tragos y apuros que la mayoría debemos recorrer para curarnos de complejos e inseguridades y resultar buenos amigos, compañeros de trabajo o parejas y disfrutar de las relaciones públicas en general.
Descubrir lo que somos realmente tiene algo de lanzarse al abismo de lo desconocido y explorar lo que resulta de ello, y esta es la forma mejor de superar la timidez.
Palabra a palabra nos obligamos a nosotros mismos a enseñar lo que pensamos para se oía y se tenga en cuenta. Pero también -y sobre todo- lo que sentimos, nuestra alma al descubierto, como cuando decimos “me molesta el humo que me hechas a la cara” o “me gustaría que tomáramos el sábado un café juntos”, o “este fin de semana me apetece ir de excursión con unos amigos que hace tiempo que no veo”.
A menudo superar la timidez es una cuestión de número de palabras, cambiar el “si”, “no” “tal vez”, “mmm”, por frases de cinco minutos.
Dejarse ir hacia una frase que va a ser muy larga es como confiar en tu propio cerebro, en su auto-estimularse, refrescarse y entusiasmarse por una tarea intelectual (en el fondo le encanta, es lo suyo).
La persona tímida tiende a creer que no tiene mucho valor, o capacidad, pero la realidad no es exactamente esa. Muchos grandes tímidos se han convertido en grandes genios científicos o escritores. Lo que debemos considerar sobre todo es que uno mismo/a es quien se pone encima una losa que le impide moverse, y lo hace mediante la parálisis que induce con sus pensamientos de mal agüero tales como “lo mio no tiene importancia” “mis cosas aburren” “mi interés no coincide con el de los demás” “podría ofender, aburrir o molestar a alguien” o lindezas parecidas.
Esta especie de auto-sabotaje equivale a que nos diera por vaticinar: “seguramente no caminaré recto y estéticamente, pareceré torpe y tropezaré” y como fruto de esta hipótesis tan poco constructiva hasta consiguiéramos andar mal y tropezar.
Nos cuesta encontrar un lugar en el mundo, el nuestro, y en vez de ello caemos en el error de pretender ser como otros, lejanos ídolos de barro que nunca lograremos ser.
Sería buena cosa rebelarnos de una vez por todas y determinarnos a ser espontáneos, aceptando luego con resignación el número amigos y enemigos que ello produzca. Por lo menos seríamos felices tanto nosotros como quienes nos rodean. La íntima alegría así conseguida decoraría como un adorno navideño el paisaje de los demás.
Comentarios a jcatalan@correo.cop.es
Volver a Centro
de Psicología Ramón Llull