NUESTRA   PERSONAL CONCEPCIÓN DE LA SEXUALIDAD Y LA PAREJA

 

UN ENFOQUE ANTROPOLÓGICO-DINÁMICO

 

Resulta evidente que no siempre bastan las relaciones sexuales, incluso bien logradas, para crear la unión psicológica entre los dos componentes de una pareja.  No es que no se desee esta unión, es que, al mismo tiempo que ese deseo,   pero en sentido contrario, actúa la imagen aterradora de la esclavitud, que se encuentra sostenida por otra no menos pavorosa:  la de un otro peligroso y dominador, que sólo se entrega para mejor tomar y mejor asegurar su tiranía.  Con este sistema de imágenes nos encontramos en el centro de los llamados conflictos interiores, y al nivel de una sexualidad todavía impregnada de miedo y hostilidad recíprocas.

 

En un nivel superior, la imagen del vínculo expresa la intención declarada de ser fiel en lo mejor y en lo peor, por encima de los caprichos del deseo, a la propia pareja.  El anillo, la alianza matrimonial, son símbolos que corresponden a este nivel.  Las liturgias y ritos, religiosos o laicos, están llenos de estas imágenes significantes, más a la medida, ciertamente, de las buenas intenciones de los individuos que de sus posibilidades psicológicas reales.  Es algo connatural a la angustia humana el llegar siempre, en determinado momento, a pedir a aquel o a aquella de quien se recibe alegría, placer o la promesa de alguna de estas cosas, un juramento de fidelidad.  Parece injusto el rechazar como necesariamente hipócritas los compromisos de este tipo.  Sería quitar a la aventura sentimental uno de los elementos más preciosos que requiere por propia naturaleza. 

 

Sería frustrar a los seres humanos en su deseo de “sacralización”, de la que sienten tanta necesidad, quizás, como del amor físico mismo.  Hombre y mujer tratan de superar el estado de tensión que existen entre los sexos y, en este esfuerzo por vencer la hostilidad, el juramento constituye una de las fases más importantes.   Es cierto que requiere una larga preparación psicológica y no constituye, además, una especie de remate.  Señala el ingreso solemne en la vida en común, pero no constituye una garantía infalible.   No es algo mágico que vaya a hacer, automáticamente, de la vida conyugal lo que los seres que en ella se comprometen quisieran que fuera. 

 

La solemnidad de los juramentos no puede ser la señal de ninguna relajación.  Una vez conquistado y ligado definitivamente el objeto a nosotros, no por ello quedamos dispensados de los esfuerzos de cortesía y de pacificación.  Recordar que hubo un momento en la historia de la pareja en que tuvieron la suficiente confianza y entrega para jurarse fidelidad, a pesar de la incertidumbre sobre la evolución de sus sentimientos y deseos, puede servir muy bien para colocarlos ante uno de los mejores aspectos de su personalidad.  Algo muy distinto de utilizar lo solemne como instrumentos de coacción.  La  solemnidad de la declaración amorosa es necesario que no sea más que el primero de los actos solemnes y declaraciones que habrán de jalonar la vida en común.  Esa solemnidad hay que renovarla periódicamente, no sólo en forma de aniversarios conmemorativos, sino en forma de nuevas declaraciones, tan trascendentales como la primera, que vienen a cerrar, por ejemplo, períodos de distensión.

 

Existe en  muchos seres el deseo de transformar el vínculo solemne de unión en un auténtico lazo psicológico, de ajustar la realidad a la solemne ficción de la ceremonia ritual.  Esto nos lleva al último significado del vínculo.  Más allá de la imagen fantasmática, más allá de la imagen significante, este término de vínculo puede evocar, en efecto, una realidad de tipo sentimental y comportamental.  Se dice que dos seres están íntimamente ligados cuando sus conductas se sincronizan sin demasiadas dificultades, hasta el punto de que el uno no puede pasarse sin el otro.  Lo mismo que las relaciones sexuales, también las vidas de ambos se articulan la una sobre la otra.  En concreto esta vinculación se refleja en una multitud de pequeños detalles:  cada uno soporta por el bien del otro, las molestias de su trabajo; los momentos de ocio son también momentos de mayor intimidad; siguen surgiendo conflictos, pero se apagan pronto, y no sin aportar la confirmación periódica de una unión subyacente más fuerte que las divergencias momentáneas; a través de las dificultades de la vida va creciendo un sentimiento de estabilidad e,  incluso de perennidad.  Este vínculo psicológico es todavía harto tenue el día de la declaración solemne o cuando se empiezan a tener relaciones sexuales.   Es fruto de un largo período de vida en común.  No tiene una auténtica y firme existencia hasta después de años de aprendizaje mutuo.  Se daría realmente hipocresía si uno se comprometiera en la relación previendo que no iba a hacer ningún esfuerzo para transformarlo en vínculo psicológico. 

 

En el esfuerzo por construir un vínculo psicológico, las relaciones sexuales plantean un serio problema.  Parece ser que normalmente, en virtud de leyes hoy día conocidas, el individuo, animal u hombre, se adhiere estrechamente al objeto que le proporciona satisfacciones.  Ahora bien, sabemos que la satisfacción sexual es una de las más intensas que se pueden experimentar.   Cabría, por lo tanto, suponer que las relaciones repetidas con una misma persona, contribuirían sobremanera a estrechar la unión.   Pues bien, la realidad desmiente trágicamente esta ley.  Parece que, al menos en cierto número de parejas, la realización regular de las relaciones sexuales no producen ningún efecto positivo.  Lejos de favorecer la unión psicológica parece aflojarla y atenuarla.  Tiene que haber una explicación para estas dramáticas excepciones a las leyes del refuerzo de las conductas.  Dejo de lado, por razones de falta de espacio, los casos patológicos de parejas en las que uno o ambos miembros jamás llegan, a causa de bloqueos de origen inconsciente, a un goce completo.   En estos casos, la hostilidad no tarda en asomar y arraigar por razones obvias:  se siente a la pareja, en cada nuevo intento, como reactivadora de la impresión de la propia incapacidad o causante de esta.  Es natural que uno acabe por detestarla o por buscar un sustituto más hábil en la materia.  Muchas infidelidades nacen de una impotencia o una frigidez que anda a la busca de excitantes más fuertes, de los que se espera una liquidación del bloqueo inhibitorio.  Pero también las parejas cuya sexualidad es normal se hayan expuestas a la tentación del exterior, al menos en lo que alude a la sola satisfacción física en el instante de la conjunción.   ¿ Qué puede ocurrir en estos últimos para que la tentación se vuelva realmente peligrosa y para que los años de vida en común, lejos de aproximarlos, desunan poco a poco, sin choques, hasta que se produce bruscamente la ruptura como una grieta inevitable?.

 

Es muy corriente responder:  esta desunión es efecto de la habituación, de la rutina.  Pero resulta que el hábito de grandes satisfacciones en común lo que hace es más bien forzar el vínculo.  Sería más exacto buscar la explicación en un hábito cuyos actos correspondientes se fueran vaciando progresivamente de sentido.  Esta parece ser la suerte que corre la vida sexual en numerosas parejas:  se vuelve automática.  Desaparecen todos los aspectos dramáticos, expresivos y significativos de una vida sexual específicamente humana; a veces se descuidan estos aspectos por una especie de pereza que se apoya en el hecho de que se tiene derecho de propiedad sobre la pareja.  Semejante despreocupación hace que el acto sexual se convierta en algo tan regular, tan fisiológico, como el de comer, con detrimento de todas las necesidades de expresión, de juego, de seducción y de confirmación de si mismo que todo ser humano alberga en su interior.

 

Se ha visto que el desarrollo de una excitación erótica hasta la consumación de un acto sexual con una pareja del sexo opuesto constituía una evolución, interior y exterior, jalonada por numerosas etapas, en las que se podrían distinguir fundamental las siguientes:  aparición de cierta agresividad, agitación y debates internos, expresión de tendencias contradictorias, seducción narcisista, sumisión y entrega al otro, ritos de pacificación recíproca.

 

Si se quiere que el acto sexual sea algo más que un prurito mutuamente provocado a intervalos regulares, si se quiere que sea el mayor número de veces posible una Befriedigung (*), una pacificación en el sentido riguroso de la palabra, debe consumarse en una vida que dé cabida a las necesidades de expresión, seducción y entrega.

 

La vida sexual no es tan sólo un conjunto o una sucesión de actos sexuales.  Es, ante todo una vida, con lo que esto implica en el hombre de fantasmático, de imaginación, de conquista, de juego y de victoria, incesantemente renovada, sobre los factores de disensión.  Tras algunos años de existencia común, muchas parejas mantienen todavía relaciones sexuales, pero no tienen ya “vida” sexual.  La pareja no tiene ya esos juegos juveniles en los que podría expresar sus conflictos inconscientes.  No tratan ya de seducirse.  Les costaría repetir declaraciones amorosas. En una palabra, han olvidado el gran juego secreto del amor.

 

Obviamente, no es necesario que se reproduzcan antes de cada unión sexual todas las fases citadas.  La importancia, el ritmo, la duración de cada fase debe cambiar según las circunstancias y la habituación del uno al otro.  Lo que había llevado meses - antes del establecimiento de una relación sentimental - puede no durar más que el tiempo de una palabra o de un gesto en una pareja formada.  Pero sólo en la medida que en la vida de pareja conserve viva su sensibilidad para las emociones y sentimientos, podrá consumar actos sexuales que produzcan entera satisfacción.

 

No olvidemos que la sexualidad de todo adulto sigue abierta a todos los estimulantes eróticos foráneos.   Ningún amor, por fuerte que sea, es algo definitivo que inmunice contra cualquier influjo nuevo.  El cuerpo humano sigue siendo, a pesar de todos los juramentos y todas las satisfacciones obtenidas de una pareja,  apertura permanente al mundo de las demás personas.  A todas las parejas que desean una unión permanente habría que decirles que esta apertura persiste siempre, y que no hay sobre la tierra vínculo que les insensibilice a influencias perturbadoras.  Para impedir que esta apertura, que da a la ventura sentimental su fragilidad, degenere en libertinaje o en inestabilidad, no existe más que un solo medio:  llevar a la vida de pareja toda la intensidad de los sentimientos que puede despertar el mundo en nosotros.

 

Si en comparación con las relaciones no legitimadas tiene el matrimonio tan mala prensa entre los grandes creadores, es que la humanidad no ha entrevisto ni tomado seriamente en consideración la posibilidad de introducir en él la riqueza de la vida artística y sentimental.  Y, sin embargo, sólo así se evitará que se convierta en una argolla infamante.  Si dos seres humanos no llegan a renovar entre sí el juego permanente de la atención y la distensión, verán cómo se pudre el vínculo que comenzaba a unirlos.  Entonces la apertura al mundo se convertirá en sinónimo de tentación permanente, contra la que unos dejarán, a la larga, de luchar, y otros se defenderán con una represión generadora de malas disposiciones. 

 

Que se conserve viva una pareja, en cambio , que se establezca y renueve entre sus componentes una corriente, en total libertad, hecha de emociones y sentimientos de toda clase, y se verá cómo los actos sexuales les proporcionan un goce intenso no sólo en el cuerpo - que realizará así una de sus más importantes funciones - sino también  en el psiquismo, al que proporcionarán una auténtica relajación, una pacificación completa.  No hace falta que se den un gran número de actos sexuales perfectamente logrados a lo largo de una semana o de un mes para que aparezca y se refuerce una vinculación psicológica.  Hasta es suficiente con que, tras un período de monotonía, tengan la sorpresa de unas relaciones especialmente satisfactorias, para ver a los dos unirse más definitivamente y volverse no insensibles a los estímulos exteriores, pero sí inaccesibles a su fascinación.

 

La consumación frecuente del acto sexual entre la pareja no suprime todos los problemas de la vida en común.   Su logro no significa la completa realización del destino humano.  Sólo un obseso ve en tal logro una realización, un fin último.    Por otra parte, las morales que atribuyen al acto sexual y al amor, un valor de realización total, se ven obligadas a conferir a las relaciones sexuales unas dimensiones fantásticas que no corresponden a lo que son en sí mismas.  No cabe la menor duda de que el acto sexual es, en el mejor de los casos, un momento de gran pacificación.   Es la expresión sensible de la paz encontrada, de la paz entre dos seres que se hallaban separados por las condiciones mismas de la individualidad y por una hostilidad nacida de los malentendidos de la existencia.  Pero el despertar es siempre duro.  Tras el trance y la crisis estática, he aquí que ambos seres vuelven a sus hábitos, a su papel social, a su personaje, a su singularidad.  Momento crítico que abre una brecha al pesimismo, y hace que éste empañe y desacredite el placer que le ha precedido.  La vuelta de cada uno a su propia vida es inevitable. 

 

En estos momentos de separación relativa es cuando los estímulos eróticos, procedentes de cualquier parte, vuelven a hacer valer sus derechos.  No hay por qué apelar a una tendencia poligámica o poliándrica, a un donjuanismo perverso o un deseo de infinito para explicar la insatisfacción que vuelve a apoderarse del individuo al término de las relaciones sexuales más satisfactorias.  El ser humano nunca se halla realizado o acabado.  Nunca se halla, esté solo o acompañado, enteramente cerrado a los influjos exteriores.  Al restablecerse la vida separada, no deja de estar sometido a nuevos estímulos.  Esto es tanto más cierto cuanto que las tensiones sexuales en el ser humano no dependen, exclusivamente, de una regulación hormonal.  La liquidación regular de las tensiones no basta por sí sola para insensibilizarlo a las formas y movimientos de valencia erótica.  La imaginación puede, por sí sola, suscitar nuevos deseos, aun después de buenas relaciones sexuales.  Los poderes de doble filo que le confieren la memoria y la anticipación, hacen que la sensibilidad erótica del hombre y de la mujer sea más permanente que la del animal, que esté menos sometida a los ritmos hormonales.  La conclusión es que todo individuo humano acusa, sabiéndolo o sin saberlo, un comienzo de excitación erótica a la vista de toda persona que presente cualquier aliciente sexual.  Ahora bien, sobre todo en el marco de la vida separada, es donde el hombre y la mujer reciben, cada uno por su lado, esas múltiples y diversas invitaciones.  Siempre se corre el riesgo de que, en el momento menos pensado, se reproduzca la amplificación de la vibración sexual.

 

Cabe preguntarse entonces:   ¿ Cuál es la diferencia entre la persona versátil, que cede ante cada excitación y reproduce con cualquier forma seductora que encuentre en su camino todos los actos del drama amoroso, y la persona fiel a un amor?   ¿Es más libre la primera, menos hipócrita la segunda? ¿Se trata de una simple diferencia de profundidad en las emociones o sentimientos?  ¿ Es la fidelidad tan sólo una cuestión de represión, el resultado de una autoprohibición voluntaria?.  No cabe duda de que para dar cuenta de estos diferentes comportamientos hay que apelar a un gran número de factores.  Corresponde a la psicología dinámica el descubrirlos.  Pero cualquiera que sea la parte de ignorancia que subsiste aún hoy en día sobre este particular, las observaciones clínicas realizadas hasta ahora nos permiten ya afirmar que la distancia entre Don Juan y la persona fiel no es tan grande como les gustaría creer a aquellos que, empleando tan sólo las técnicas elementales de la represión y la negación, son capaces de defenderse de su pronunciada inclinación hacia el sexo opuesto.   Además, las relativas diferencias que existen entre ambos no parece que haya que atribuirlas, sin más, a efectos conscientes y voluntarios exclusivamente. 

 

La persona fiel no difiere de Don Juan por una mayor insensibilidad ante los variados estímulos que le asaltan por todas partes, dada la abundancia de seres seductores que presenta la humanidad.   No siente con menos intensidad que Don Juan la vibraciones que despierta en él el lado atrayente de las personas con que se encuentra.

 

 Ahí está, lista para desplegarse hasta su terminación, hasta la consumación del acto, toda la cadena de esas reacciones íntimas que se caracterizan por ser ciegas y no ligarse a ningún individuo con exclusión de todos los demás.   Y aquí radica, según parece, la diferencia.   Don Juan es impaciente y no llega a desligar el conjunto de sus emociones de la persona concreta que acaba de provocarlos.  La persona fiel reserva sus emociones, impide que cristalicen sobre la persona que se le ha cruzado en el camino.  Sus reservas afectivas, nacidas sin duda de la experiencia difusa, impersonal, de todas las selecciones del mundo registradas por la sensibilidad elemental, las guarda para la persona elegida, para ese ser con el que logra, al menos periódicamente, momentos de gran pacificación física y mental.

 

Si puede guardar así, en reserva, la riqueza potencial de sus emociones, se debe a que tiene presentes los beneficios que ha obtenido ya y piensa seguir teniendo de la vida en común, no sólo desde el punto de vista sexual, sino también desde el punto de vista de la armonía general de su existencia.  A primera vista, podría parecer que un determinado miembro de una pareja, sólidamente establecida, se dedica a una especie de comparación entre las ventajas y satisfacciones que no cesa de encontrar en la vida pacífica que lleva con su pareja, y las satisfacciones pasajeras e inseguras que podría obtener de una aventura al margen de su vida regular.   Pero, detrás de este cálculo que podría molestar, y con razón, a su pareja, existe una especie de conocimiento implícito del valor excepcional que representa un logro sexual.  No hay que tomar a los individuos por más perversos de lo que son, pero tampoco por menos inteligentes.

 

La consumación, al nivel del cuerpo, de la paz con una pareja atrayente, constituye una experiencia cuyos beneficiarios, independientemente de sus principios personales, son los primeros en apreciar en todo su valor, y cuya repetición quieren salvaguardar en el futuro aun a costa de algunas renuncias.

 

¿Por qué un miembro de una pareja, que obtiene satisfacciones sexuales, habría de ofenderse al ver a su pareja buscar en otra parte nuevas satisfacciones si no es porque ve en ello el signo de que algo fundamental se haya en peligro: la alianza mental y física?.  Generalmente, y en circunstancias normales de la vida, una pareja cuyos componentes encuentran, con intervalos regulares, el medio de superar su separación en una relación sexual satisfactoria, es lo bastante sólida para no sucumbir a las seducciones del exterior.  Si uno de ellos cayera, dejándose fascinar por éstas, es que la alianza no es completa y que algo ha fracasado en la pareja, lo que produce un difuso descontento.

 

Cierto que en la fidelidad hay un gran número de matices y de grados.  Algunos siguen unidos porque tienen poca sensibilidad sexual. Otros aguantan por respeto a una ley moral cuya observancia les parece más importante que la alianza física.  Los hay también que guardan las apariencias ante sí mismos y ante los demás, pero su imaginación no cesa de ser infiel.  Algunos tratan de salvar, y con razón, la célula familiar, de cuya importancia para la educación de los hijos nacidos de su vida sexual se percatan perfectamente, y están dispuestos a renunciar, por este motivo, a nuevas satisfacciones físicas, aunque no sientan ya ninguna atracción mutua. 

 

Así pues, los motivos de fidelidad son muy variados y se extienden desde los más bajos hasta los más nobles.   Conviene subrayar que existen parejas cuya satisfacción mental y física es tal que no tienen necesidad de buscar ningún motivo adventicio a su fidelidad.  A pesar de los conflictos menores de su vida en común, la experiencia de la resonancia emocional y carnal en que se desenvuelve, unas veces más y otras menos, pero siempre en proporción a su deseo, es hasta tal punto gratificante que el vínculo sexual se convierte en psicológico y temen cualquier capricho que pueda atenuarlo.

 

¿Se podría dar un paso más y afirmar que, en los logros más completos, el hombre y la mujer alcanzan en su amor una especie de universalidad que les hace ver, a la luz de su propia experiencia cualquier relación que pudieran tener con una pareja extraña?.  Algunas confidencias hacen creer que hay hombres que han llegado a un punto en el que cualquier mujer, por bella que sea, se les presenta como una manifestación menos perfecta de la mujer a la que han dedicado su amor; que hay, asimismo,   mujeres a las que el encuentro con cualquier hombre atractivo les trae a la mente el recuerdo del hombre al que se han entregado.   No es que unos u otras idealicen indebidamente a su pareja; es como si, gracias a la experiencia de una resonancia física y psíquica inapreciable obtenida con su pareja, alcanzaran estas personas un punto de perfección, en comparación con el cual todas las aventuras que siguen ofreciéndoles los azares de la vida se les presentan, en realidad, como posibilidades contingentes, necesariamente más imperfectas, debido a las condiciones reales de la existencia.

 

Entre Don Juan y el ser de corazón fiel existe, probablemente, la misma diferencia que entre el idealista que busca una belleza absoluta, siempre inaccesible, a través de las múltiples formas transitorias de la belleza, y el realista que encuentra, en la profundización de una experiencia singular, las dimensiones de lo universal.  En las mujeres que pasan por sus brazos Don Juan busca una mujer ideal e irreal.  El hombre cuya evolución se ha descrito, supera este platonismo:  logra establecer con una mujer particular la relación más singular e íntima que cabe imaginar, habida cuenta de los límites de la condición humana, y es él quien encuentra, por añadidura, sin haberla buscado, la feminidad como tal.  Es asimismo probable que no sea la mujer que se prostituye, sino aquella que nutre con un solo hombre su vida sexual, la que mejor se ha compenetrado con el universo masculino como tal.

 

Apoyándose tan sólo en los hechos es posible afirmar que el establecimiento de un auténtico y sólido vínculo sexual constituye, por si solo, una especie de victoria sobre las potencias del odio y de la perversión. 

 

Y esta victoria no es tan sólo cuestión de voluntad o de esfuerzo cerebral, sino de maduración emocional.  Esto equivale a situar el comportamiento sexual en una duración concreta y a ver sus más excelentes logros no en la satisfacción caprichosa de versátiles deseos, ni en un amor obsesivo  y rígido, sino en el abandono recíproco de dos cuerpos, animados por un auténtico espíritu de benevolencia progresiva.

 

Dos seres humanos, hostiles al principio, temerosos y tímidos después, y confiados al fin el uno del otro, llegan así a los preliminares de la relación sexual, a lo que la tradición llama preludios o juegos del amor. 

 

En este punto, los seres que no tienen aún experiencia en la sexualidad, se sienten preocupados por saber si podrán “arreglárselas”, si podrán estar a la altura de las circunstancias. Es esta una aprensión doblemente sorprendente, pues, en primer término ¿qué hay de complicado en un beso o en una caricia?  Después ¿por qué suponer desprecio o impaciencia en aquella a la que uno se acerca con timidez de novicio?.

 

Será interesante observar lo que hacen los enamorados inseguros de sus posibilidades.  No es raro verlos hojear apresuradamente obras sobre las técnicas del amor.  En cada época aparecen nuevos libros sobre esta temática.  Unos son groseros, otros discretos.  Van desde la obra pornográfica, en la que todo se haya expuesto con la idea de provocar en el lector una excitación inmediata, hasta la obra que se coloca en un plano científico o pretendidamente científico.  Pero todos, aun los mejores, están viciados por una presuposición implícita o explícita:  el amor físico sólo sería cuestión de habilidad técnica.  Esto es desconocer al máximo el sentido de los actos preliminares.

 

Desconocimiento y confusión existen también en cuanto al significado mismo del verbo amar.  Buen número de parejas que se entienden bien y que se muestran generosos el uno con el otro responderían con una sonrisa burlona y amarga a quien pretendiera que basta amarse para entenderse sexualmente; alegarían su propio fracaso, sus vanos esfuerzos, pacientemente repetidos, por llegar a un disfrute común .  A esta objeción, que es seria y que merecería especial atención por arte de los autores que escriben sobre la sexualidad y sobre el amor, habría que responder que el amor tampoco es una receta o una técnica.  El éxito de la aproximación sexual no es algo que dependa tan sólo de un simple amor cerebral y voluntario o de una simple llamarada amorosa.   Presupone, al menos en los humanos, una larga evolución interna:  la decantación de los elementos perversos, la expresión purificadora de los conflictos inconscientes, la manifestación de las emociones y los sentimientos, la utilización de los ritos preparatorios.  Cuando se pone como condición de la posibilidad de los gestos libres del preludio amoroso una disposición global que la tradición califica de amor, se entiende por tal una orientación general del organismo psicofisiológico, una plasticidad general de la psique:   ésta debe estar pronta a expresarse sin afectación, a manifestarse sin falso pudor, sin una desenvoltura artificial, en un abandono progresivo que nada tiene que ver con el libertinaje, caricatura forzada de la libertad sexual.  Si se quieren comprender las condiciones de la compenetración en el plano físico, hay que distinguir el amor como sentimiento, del amor como estado-límite, nunca definitivamente alcanzado, hacia el que se va acercando la pareja que logra, sin violencias, liquidar periódicamente la tensión que, aún sin ellos saberlo, va alimentando sin cesar una oposición entre ambos.  El amor-sentimiento es sólo una de las fases intermedias, aunque indispensable, de la evolución de dos seres en el avance del uno hacia el otro.  Puede darse sin que nunca se logre, a pesar de ello, ese estado-límite de indistinción .  Puede coexistir con reticencias profundas e inconscientes.  A menudo, hasta hace buenas migas con el narcisismo.  Si el individuo no logra superar ambos obstáculos tropezarán con dificultades en las últimas etapas del camino.

 

En realidad, lo que el acto sexual humano requiere como preparación psicológica y para su más plena expansión, es la sustitución de la agresividad real por una agresividad gratuita e inofensiva, es el juego y la representación, ejecutado con libertad interior, de la victoria del amor sobre la hostilidad.  Esa expresión libre e inocente de los conflictos inherentes a la sexualidad tiene que llegar a penetrar hasta la intimidad misma de las relaciones.   Si estas fracasan es que aún persisten, con demasiada intensidad, algunos de los elementos perversos de la sexualidad primitiva, exceso de intensidad que hace tomar en serio ese elemento, impidiendo con ello el poder expresarlo en un plano lúdico.   Lo que el individuo debe aportar al secreto de la alcoba nupcial, no es un alma limpia de toda huella de egoísmo, ni una mente centrada sobre la pareja, sino todo su ser, con su cortejo de miedos y temores, de exigencias y atractivos, de avidez y entrega; debe aportar su organismo completo con una serena tensión que permita utilizar todos los materiales psíquicos.

 

Exigir la presencia del amor en las relaciones sexuales que se quiere que sean enteramente satisfactorias, es excluir de ellas toda agresividad “seria”, pero no esas formas sutiles del juego en que la agresividad se convierte en su contrario:  en estímulo amoroso.  En cuanto el cuerpo manifiesta en forma seria una tendencia hostil, se acabó el abandono que se iba fraguando.  La única salida en este caso es una relación sado-masoquista.   Por evitarla, precisamente, algunos se niegan al juego del amor y vuelven a sus trabajos de elaboración interior para rebajar la intensidad de sus impulsos agresivos, para refinarlos y darle esa ligereza que, de obstáculos para el amor, los convertirá en factores de estimulación.

 

A medida que nos aproximamos al desenlace de la tensión sexual el lenguaje debe renunciar a su función de aclaración directa.  Debe desaparecer como desaparece en toda pareja cuando alcanza el punto en que una y otra se despojan de sus visiones interiores, de sus anticipaciones imaginarias, de sus declaraciones enfáticas para dejar hablar a sus cuerpos.

 

Si los juegos preliminares llevan consigo elementos de violencia, contenida y dominada,  no tiene nada de extraño que los testigos ajenos e inexpertos vean en ellos una especie de lucha del más fuerte, el padre, con la más débil, la madre.   El carácter delirante de la interpretación consiste en tomar en serio esta lucha, que no es, en realidad, más que una especie de ficción destinada a elevar el nivel de emoción y excitación.  Las tendencias agresivas, sin desaparecer completamente de la escena, se han convertido en secundarias y subordinadas; dominadas y controladas ya, se hallan a disposición de la pareja que las utiliza en la precisa medida, necesaria para conseguir la tensión ideal de sus cuerpos, sin que esta llegue nunca a convertirse en sufrimiento.

 

La musculatura de cada componente de la pareja no persigue ya ninguna destrucción.  Al comenzar los preliminares, llega todavía a simularla, pero sólo lo hace para aumentar la tensión orgánica del otro.  Poco a poco desaparece también la imagen del ataque o de la presión para dar paso a movimientos suavemente ritmados que no tienen más que un único objetivo:  aumentar la tensión del organismo, primero los órganos periféricos del cuerpo, después en partes cada vez más próximas al aparato sexual.  Es aquí, más que al comienzo de los análisis de la vida sexual, donde se debería proceder a la descripción de la musculatura lisa y estriada de los órganos de la procreación que deben intervenir en la copulación. Se vería cómo las caricias mutuas que comienzan por las zonas más profanas del cuerpo, por las más alejadas de los centros sexuales, tienen por efecto el crear una atención general que avanza lentamente hacia las proximidades del aparato genital.

 

En sí misma, aun sin la intervención de la mente o de la imaginación, la caricia constituye una auténtica conducta de identificación con el otro.  Una parte de propio cuerpo se complace en proporcionar a otro cuerpo una satisfacción intensa, que seres vivientes absorbidos por su egoísmo sólo tratarían de producir en su propio cuerpo.  Así dar la mano a uno no significa tan solo ofrecerse en simbólica servidumbre a su poder y a sus lazos, significa, además, que se pone la parte más móvil y naturalmente dominadora del propio cuerpo al servicio del cuerpo de la pareja.

 

Devolver a un cuerpo su plasticidad natural y primitiva, no es, primordialmente cuestión de técnica, sino de transformación afectiva.  Pero no cabe hacerse ilusiones:  es un trabajo de envergadura el redescubrir la libertad sensorial y muscular.  La utilización simple y natural del propio cuerpo en consonancia con otro cuerpo, igualmente disponible y libre, no depende de un golpe de voluntad.   Presupone la disolución, al menos crónica, de los núcleos de agresividad, que bajo el peso de las duras pruebas de la vida, de las que nadie se ve libre, se reconstituyen sin cesar en nuestro psiquismo.

 

El descontento de muchos individuos con respecto a su vida sexual tiene algo de conmovedor y grande.  Su búsqueda agitada, sus comportamientos, aun los más inmorales, se hallan a menudo dictados por un sueño de paz.  Lo que persiguen a través de numerosas conductas, no es, como piensan ciertos moralistas acres, el solo placer físico aislado, sino una paz con otro, que implica una disolución temporal de sus núcleos de hostilidad, se expresa en la libertad de sus cuerpos, enteramente entregados el uno al otro en los momentos de relajación.  Mientras no logran alcanzar en forma regular este estado de paz corporal con una persona de pleno consentimiento, siempre subsistirá una inquietud que les hará vulnerables y sensibles a la menor promesa, falaz o no, procedente de otra parte.

 

La verdadera significación de la sexualidad implica naturalmente todos estos elementos musculares y energéticos a los que aludía, pero los desborda, dado que lo propio del instinto sexual es hacer intervenir a dos individuos.  Dos individuos que comienzan por desconfiar el uno del otro, se sosiegan y se atreven finalmente a entregarse mutuamente el cuerpo en una identificación recíproca.

 

El orgasmo, término individual de la evolución sexual, es la máxima distensión que alcanza también una tensión máxima de los órganos de la procreación.

 

  Desde el punto de vista psicológico y sujetivo, es una satisfacción cuyo efecto se difunde por todo el organismo.   Post coitum, animal triste, dice, sin embargo, el poeta citado por los moralistas.  Si la expresión se aplica a individuos que acaban de consumar el acto, es que no habían caído todas las reticencias internas, los cuerpos no habían llegado a una libertad total, por haberse negado algunas partes del organismo y del psiquismo a dejarse asumir por la corriente erótica.   Sostener esto ¿no sería desalentar a tantísimas personas que viven todavía esa famosa tristeza?  Quizás, pero es también invitarles a que no se contenten con soluciones de medias tintas, y abrirles los ojos sobre las verdaderas razones de la falta de éxito completo:  la persistencia de la rigidez psíquica, del aferramiento inmoderado a sus resentimientos, a sus temores, a su odio hacia el cuerpo.  Es también alentarlos a un amor progresivo, más allá de las oposiciones inevitables de la existencia y hasta en su cuerpo, supuestamente, lo más inferior.

 

(*) Befriedigung: apaciguamiento, pacificación , son términos que muestran una aprehensión aguda,  que se ha perdido hoy día, del sentido de este acto, que por querer ser científicos, calificamos de instintivos.  Pero al utilizar este último término, insistimos exclusivamente sobre el origen irreprimible de la evolución sexual, sobre su carácter relativamente apremiante, que hace que nos sintamos empujados hacia otro por una fuerza independiente de nuestra voluntad deliberada.  El nombre de Befriedigung apunta con más claridad al término del desarrollo sexual:  la realización de la paz con el otro miembro de la pareja.   Implica, asimismo, que este instante de alegría y de reconciliación estuvo precedido de hostilidades de todo tipo, que se han ido venciendo y superando gradualmente.  En fin, a todos los utópicos que sueñan con una paz conquistada de una vez para siempre les dice indirectamente por su sólo carácter activo -  Befriedigung - , que se trata de tan sólo de un proceso de pacificación en un plano limitado, proceso que nunca se acaba y que se realiza en momentos privilegiados que jamás constituyen una garantía infalible para el porvenir de la unión.

 

 

 

 

 
  • NUESTRA   PERSONAL CONCEPCIÓN DE LA SEXUALIDAD

 

 

 

alinicioz.jpg (2049 bytes)