Todos tenemos algún miedo, a las serpientes venenosas, los perros rabiosos, las infecciones, los accidentes, aunque estos miedos se traducen en comportamientos de simple cautela frente a las situaciones de peligro y además la emoción, experimentada en un nivel moderado, ayuda incluso a estar alerta lejos de interferir de forma limitante y negativa.
En la fobia social el miedo se centra en las situaciones más complejas y sorprendentes de la vida cotidiana, ya que nos vemos obligados a vivir en sociedad. El miedo a las serpientes en cambio no tendría consecuencias graves, a no ser que quisiéramos trabajar en un zoo o vivir en la selva. Interfiere negativamente en las relaciones humanas en general, en el desempeño de la profesión, especialmente si se requiere trato con el público, reuniones o visitas a clientes y puede entorpecer las relaciones de amistad y el disfrute del ocio.
Es bastante común padecer cierta incertidumbre, ansiedad e inseguridad al conocer a personas nuevas, pero una vez roto el hielo, casi todos logramos convertir esos encuentros en una experiencia agradable. En cambio las personas con fobia social experimentan un grado de ansiedad mucho más elevado en estas situaciones.
El deseo que solemos tener los humanos -especie social, bajo el punto de vista etológico y antropológico- de formar parte de los grupos sociales y ser valorados y apreciados se ve gravemente reducido, con la consiguiente pérdida de autoestima y complejo de inferioridad.
Los grados de ansiedad o vergüenza, pueden ser tan elevados que produzcan señales físicas delatoras -sudor, temblor muscular, vocal o rubor, etc.- que hagan que la persona afectada se muestre más titubeante e insegura en público y en vez de convertirse en ocasiones de disfrute se transformen en algo desagradable que le desanime y empuje a eludir esos malos tragos y utilizar subterfugios y apaños socorridos a fin de evitar la repetición de ese tipo de momentos penosos.
Elementos más importantes de la fobia social:
La relación con personas con las que no tiene familiaridad y confianza -incluso a veces también con ellas- adquiere tintes dramáticos, como si en el acto del encuentro se le observase, interpelase o condenase como quien descubre a un hereje infiltrado. Se apelotonan en un segundo, el recelo por no estar a la altura de la circunstancias y el de ser clasificado como poco interesante, pobre de expresión o incómodo en el trato.
Las miradas de los otros también le causan temor cuando le están observando en sus quehaceres, por si resulta por alguna razón inapropiado, inadecuado, equivocado o pretencioso. Es como si se metiera en el cerebro del que mira tratando de hallar la verdad de lo que teme, rechazo y sentencia adversa. Cree por momentos, hasta oír las frases del pensamiento subvocal del espectador, «es un impresentable», «que horror de persona», «es un imbécil», «qué torpe». Esta especie de «lectura de la mente» resulta por lo general sesgada. Cree que el que le observa está pensando «qué mal lo hace», cuando quizá lo que realmente piensa es «que jersey más bonito lleva».
Por lo general los humanos no sacamos conclusiones precipitadas de una mirada, preferimos basarnos en los hechos -nos hablan con normalidad, nos saludan con deferencia o nos aceptan-. El fóbico acabaría captando, si antes no hubiera salido huyendo, que la realidad los espectadores no son tan hostiles como presuponía pero, huya o confronte la situación, la zozobra no se la quita nadie.
Otra cosa distinta es que las consecuencias de su inhibición, a largo plazo, hagan que los demás prefieran tomar café con otros o se encuentren mejor con quien les responda de forma más grata. Esta sería cuestión de comodidad, no de juicio hostil y de hecho en cualquier momento puede cambiar. Si se han resuelto los temores a la opinión crítica de los demás o si poco a poco, se ha logrado crear una relación de confianza, queda la posibilidad de que entre en juego un nuevo elemento que desestabilice lo conseguido: cuando le presenten a una nueva persona. Inmediatamente surgen los miedos dormidos. Se siente escrutado y que el examen consista en cómo interactúe, cómo salude, sonría o resulte apto para ser digno de la recomendación del mediador que le presenta a la la persona nueva. El presentado está abierto a recibirle en su círculo de conocidos, pero tiene dudas de merecer tal honor o de que le esté obligando a aceptarlo con un crédito inmerecido.
Otro de los temores del fóbico social versa sobre comer o beber en público, no tanto por estar rodeado de gente y tratar con el camarero, que también, sino por ser visto ingiriendo alimentos, ya que es un momento de cierta intimidad en que se siente vulnerable al ser visibles los modales en la mesa, la voracidad o el placer al zampar y los gustos y manías. Aparece expuesto un fragmento de nuestras vivencias y por ello se coarta el gusto de comer: se atraganta por el miedo a ser considerado grosero, glotón, poco refinado o delicado y raro por los gustos culinarios al elegir lo platos. Cualquiera que le lanzara, aunque fuera, una breve mirada indiscreta le puede sentenciar. Tal vez un día, con la torpeza producida por los nervios, se nos volcó una copa o cayó comida en la ropa dejando la huella de un lamparón, eso sería suficiente para considerar un restaurante como un terreno minado.
Las gestiones nos ponen en contacto con los roles comerciales, administrativos y en general con representantes del poder oficial. Un burócrata es capaz de rechazarnos por una coma o un plazo de entrega sobrepasado y un documento que falte o mal planteado. Las consecuencias de un trámite mal hecho pueden entrañar serios inconvenientes. Muchos los delegan a expertos o familiares avezados en estas lides, lo que es un ejemplo de cómo se puede prolongar o aumentar un miedo: al dejar que los otros nos ayuden en vez de bregar nosotros mismos con el asunto, al evadirnos de la responsabilidad y buscar el fácil alivio, dejando para otro día el aprendizaje de esa habilidad. Preferimos la tranquilidad, aunque nos empequeñezca o haga dependientes, a pasar el mal trago de aprender lo que no sabemos, a afrontar lo temido hasta que nos familiaricemos con ello.
Terror a dirigirse a un público o grupo de amigos. Esta es una situación muy común en quienes tienen fobia social, incluso los que se propusieron con disciplina superarse e incluso eligieron trabajos en los que hay que hablar con gente, tienen el escollo de las reuniones y los grupos. En el grupo no es una, sino muchas las miradas que se clavan a la vez en él, haciendo que la ansiedad escénica suba por las nubes. Es difícil controlar a todos los presentes simultáneamente, lo que le convierte en una víctima desarmada y indefensa, a merced de los oyentes. Teme que coreen risotadas al unísono por una equivocación que cometa, le minusvaloren o descalifiquen si no está a la altura, con lo que el fracaso tendría el agravante de la unanimidad. No ayuda mucho sentir una galopante ansiedad en la medida que se acerca el momento maldito en que estos desastres amenazan con suceder. En esa condición de nerviosismo aumentado e inducido por la antelación es más difícil salir airoso, se podría quedar en blanco o soltar tonterías y estupideces que le denigrasen. De este modo se pierde la oportunidad de sentir el placer de ser uno más, valorado y aceptado, que es una de las mejores cosas que tiene pertenecer a un grupo o con público, que abriría numerosas posibilidades de expansión y relaciones personales.
Aversión a realizar llamadas de teléfono. Aunque la comunicación telefónica le simplifica el problema de ser visto, conserva el aspecto de la comunicación verbal, suficiente como para sentir próxima a la persona al otro lado de la linea, que puede adivinar en el tono de voz la emoción contenida y por ende ser consciente de la zozobra, inseguridad o ansiedad del que llama, por lo que está expuesta a su juicio. Esto es suficiente para que el fóbico tema ser descubierto, especialmente frente a personas que le asustan por su grado de competencia, status profesional, afabilidad, inquisición y todo aquello que le pueda cuestionar y hacer aparecer como una persona irresoluta o torpe, que no sepa lo que quiere, no se explique bien, haga suposiciones ridículas, no sepa lo que todo el mundo debería saber o sea incómoda para conversar obligando al que está al otro lado de la linea a perder el tiempo y ser molestado.
Dificultad para expresar su oposición en el trabajo o hacer reclamaciones, incluso si se tiene la razón y el derecho de hacerlo. Le resulta difícil adoptar un tono de voz asertivo. Pone demasiado en duda su percepción de las cosas, al mismo tiempo que otorga excesiva credulidad a los argumentos del contrario. Está mentalmente poco preparado frente al abuso, la manipulación y la mentira de las personas prepotentes y con pocos escrúpulos. Exagera las consecuencias de la confrontación, empezando por la prevención de «pasarse de la raya» haciendo reclamaciones injustas hasta creer que será merecedor de un profundo rechazo, cuando no de represalias peores que lo que trata de arreglar.
Las fiestas y reuniones son una pesadilla. El comportamiento de la persona que tiene fobia social consiste en ponerse cerca de la puerta o encargarse de discretas tareas que le permitan huir del escenario: recoger abrigos, abrir puertas, ubicar a los comensales, poner música, ayudar en la cocina, etc. Si hay que cantar moverá los labios sin pronunciar sonido, si hay que participar lo hará con monosílabos o repeticiones de lo que otros dicen o coletillas socorridas, pero sin osar poner en juego lo que cree o lo que siente al respecto. A la hora de bailar se sentirá cohibido ante la posibilidad que los demás no tengan otra cosa que hacer que mirar atentamente cómo se mueve para reírse o escandalizarse de su poca gracia y soltura corporal.
Las aglomeraciones, como las calles concurridas, los grandes almacenes, los eventos deportivos o las fiestas populares son a menudo odiadas justamente por volvernos «anónimos», un puro número que contabilizada un contador de asistencia. Esto, para nuestra necesidad de «ser alguien» resulta mortífero y agobiante, aunque para otros sea una delicia y un relax, por ejemplo para alguien cuyo rol profesional y familiar le pone tenso y acude a un estadio a gritar al árbitro como un energúmeno, sin pudor ni miedo de dar mala imagen con sus chillidos e insultos. El fóbico social ni se relaja ni quiere «ser alguien» sino que le espanta la idea de que «cualquiera» pueda adivinar en un instante que es un mindundi, con complejo de inferioridad o con debilidades. La multitud de ciudadanos de primera tienen un peso aplastante para acongojarle y hacerle sentir ridículo.
Algunas personas con fobia social tienden a beber alcohol para ganar valor y deshinibición, pensando que con un par de copas se podrán soltar y tranquilizar. No digamos si toman una raya de coca u otro tipo de estupefacientes -incluidos los fármacos legales- que alteran el curso normal de las emociones. Es muy posible que la fobia no desaparezca con este método que es una especie de evitación «hacia adelante» en vez de ir «hacia atrás» a la raíz del problema. Hace que se dependa de una sustancia para afrontar las situaciones temidas, y en ocasiones, justamente por la insuficiencia de cara a anestesiar totalmente la ansiedad, genera grave dependencia, lo cual obviamente se convierte en peor resultado que el que se trataba de subsanar.
Algunas fobias sociales incluyen el miedo a tratar con el otro sexo a extremos que conllevan graves dificultades para conseguir pareja. El miedo se extiende a descubrir los sentimientos y ser rechazados, a la inseguridad sobre el modo de llamar la atención o alimentar un proceso de seducción. El fóbico se decanta por la cautela -un quiero y no puedo-, en contra de las más íntimas necesidades que le empujarían en otra dirección. Adopta una distancia «segura» que resulta muy confusa a los objetos amorosos, que aún suponiendo que le correspondan, se desaniman creyendo que no hay señales que le inviten a perseverar en el anhelo.
El miedo no es un estado emocional inmóvil, como ocurre con los estados de tristeza o alegría que fluyen, aumentando o disminuyendo. Se alimenta de:
Los estímulos temidos -estar en algún tipo de situación social que nos produzca miedo-.
Se multiplica: primero es no entrar en un local donde nos presentaron a un grupo de personas, luego las calles de alrededor por donde pudieran aparecer, luego salir a la calle.
Tiene contagio asociativo: si frente a un grupo informal experimentó apuro, también después con todo tipo de personas que sean amables, comunicativas o que se interesen por los demás.
Posee determinada intensidad: primero siente un nudo en la garganta que parece ahogarle, luego una palpitación que le hace temer un ataque cardíaco.
Se ramifica: al principio comienza en la época infantil en la escuela cuando le sacaban a la pizarra o le hacían preguntas, a continuación prosigue con las visitas familiares, las actividades de ocio, salidas con amigos, vecinos que le conocen y le pueden saludar, tiendas en las que tiene que hacer un encargo y finalmente se expande a las reuniones de trabajo, las convocatorias a los padres de alumnos, las asambleas de vecinos, los restaurantes o la proximidad de la navidad, etc.
La anticipación, imaginar las situaciones que podrían suceder y sentir el miedo «como si» estuvieran sucediendo los acontecimientos temidos. Cada vez que el fóbico estudia lo que le podría pasar -mañana si se convoca una reunión, en una boda en la que le podrían invitar, cualquier conocido con el que se pudiera tropezar en determinados trayectos, por ejemplo- multiplica el número de veces que sufre por lo mismo, incluso sin estímulo real presente. Sufre en vano. Pero el efecto de anticipar es todavía más nocivo y dañino a largo plazo. Actúa como esos adeptos de la secta de Mahaprabhu que se fidelizan conforme más recitan «Hare Krishna, Hare Hare». En cada uno de los episodios que imagina horrores posibles, se dibuja a sí mismo como impotente o fracasado, de forma que no se da cuenta que a través de esta «propaganda» negativa mina su imagen personal, descree de sus capacidades, aumenta su derrotismo, por lo que lejos de servir para «prepararse» lo que hace es «tirar la toalla» antes de tiempo. Además, todo lo que siembra en la mente la memoria lo recoge: esas cosas que se ha dicho a sí mismo que podrían suceder -que más que cuatro cosas pueden ser ráfagas o cataratas de escenas siniestras que duran horas- pese a que sean imaginarias, crean una prevención reseñable «¿y si sucedieran realmente?». Por eso quedan gravadas en la memoria operativa del cerebro y surgirán de nuevo cuando el sujeto pise la calle y la propia mente le ponga en guardia «¿no sucederá hoy alguna de las cosas que pensaste?». No sólo eso, sino que las anticipaciones pintan las situaciones mucho peores de lo que son, de modo que lo que elucubra que sucederá se vuelve especialmente horroroso, el impacto emocional espantoso y las consecuencias bochornosas, sin olvidar las morales, imperdonables ellas. El caso es que logra sentir de esta manera más miedo que el que le produciría la realidad, bastante más benigna.
La evitación tiene su base en el mecanismo de «darse a la fuga» antes de recibir un daño. Implica un darse por perdido en cuanto a las capacidades de confrontación, aunque a la vez refleja un instinto de conservación que nos lleva a alejarnos de lo que nos supera en fuerza. De esta forma logran sobrevivir las especies animales, incluido el ser humano. Es lo inteligente cuando el peligro es, no sólo real e inevitable, sino también insuperable con cualquier medio conocido. En cambio deja de ser una respuesta adecuada si el peligro es hipotético, improbable o superable. Para quien tenga miedo a coger el ascensor, subir andando le produce inmediatamente un alivio, porque se escapa de la posibilidad de pasar un apuro. Si bien el miedo puede haber desaparecido hoy, en cambio puede haber aumentado mañana porque la persona fugitiva se haya vuelto más débil y lo temido más fuerte, por lo que ha aumentado de grado, como el vino en las bodegas, lo que le espera la próxima vez. Evitar por consiguiente magnifica lo temido, que persiste en el alivio, dormido temporalmente como la mala hierba al cortar el césped del jardín. En la fobia social la evitación toma con frecuencia la forma de «precaución», con estrategias para pasar desapercibido el sujeto, como colocarse en un rincón apartado, hablar poco para no suscitar atención ni interpelación, contestar lo justo o vagamente para no diferir o apartarse de las expectativas de los demás, cruzar la acera para no tropezar con un conocido y así ahorrarse los saludos y preguntas cordiales. Estas triquiñuelas lo que hacen es inducir un poco más de miedo en la siguiente ocasión, además nos impiden entrenarnos y superar las vergüenzas e inhibiciones que se crean en la medida que no hacemos algo para mejorar las habilidades de trato social. Al actuar como víctimas de un temor que consideramos imposible de vencer, preferimos renunciar y resignarnos al empobrecimiento.
Los pensamientos auto-críticos son un arma de doble filo, por una parte nos salvan de los errores, por otra -por lo general por exceso de celo- nos paralizan, dificultan e inhiben. Usados con moderación y benevolencia nos señalan en qué hemos metido la pata y de qué forma se puede reparar el desaguisado, y si no se puede porque ya es tarde, al menos evitar cometer el mismo error la próxima vez. Los psicólogos le llaman a esto aprender por «ensayo y error», vamos probando y según son los resultados, corregimos. En este filo de la crítica pensamos para mejorar, para medrar con ideas nuevas y oportunas. Hasta para tener un fin de semana glorioso se requiere un esfuerzo constructivo en que desechar lo que no funciona y propiciar lo que nos sentaría bien. Por el contrario el filo sangriento de la espada crítica se caracteriza por cierta rigidez y exigencia de perfección: los errores son imperdonables, decepcionantes y vergonzosos, no enseñan sino que degradan. De este modo los señalamientos se vuelven muy agresivos y nos decimos cosas como «soy imbécil», «no valgo para nada», «soy un inútil». Serían sentencias claramente crueles si las pronunciara un enemigo o una autoridad moral que nos juzgase, como un familiar decepcionado, un profesor severo, un jefe exigente o un amigo influyente. En cambio si nos las dirigimos nosotros mismos, aunque a primera vista fuera algo inocuo por la falta de un testigo exterior de nuestra deficiencia, no dejan de ser igualmente crueles y desde luego producen el mismo efecto de avergonzarnos y paralizarnos. La crítica inadecuada pone palos a las ruedas, nos desanima en vez de animarnos, nos apoca en vez de estimularnos, nos frena en vez de ser osados y no digamos ya naturales. «Cuchilladas» a uno mismo del estilo «pareceré tonto/a», «debería hablar pero no se me ocurre nada interesante que decir». «estoy haciendo el ridículo», «parezco torpe», «me consideran inferior y les causo molestia», ¿aportan alguna solución? ¿ayudan? ¿son necesarias?. Si la respuesta es «no» es que se trata de una crítica abusiva, con mala fe, injusta y poco práctica. La claudicación e inhibición que se inducen mediante este abuso de la auto-crítica son completamente diferentes a la zozobra inicial del inseguro, que deportivamente acepta su punto de partida para a continuación ponerse a prueba hasta conseguir el dominio expresivo que le falta.
Imaginemos un colegio de élite en que se estimula la expresión de las opiniones, el debate, los trabajos en grupo, el saber cuestionar, diferir y realizar un análisis ponderado y ser originales y creativos. Ahora pensemos en otro tipo de colegio atiborrado de alumnos, con maestros chapados a la antigua que predican el escuchar en silencio, propician no preguntar ni opinar ni polemizar, nada de creación de grupos de estudio e investigaciones originales que sobre-carguen la tarea del profesor con preparativos extras y dedicación no remunerada. En el primer colegio los niños aprenden a comunicarse con desparpajo y osadía, en el segundo son más callados, inhibidos y más de uno en el segundo grupo desarrollará fobia social. La falta de practica en expresión verbal, igual que la falta de ejercicio nos entumece o afloja la masa muscular y perjudica notablemente nuestro «ser en el mundo». Expresarse demasiado poco o mal, dificulta la facilidad y creatividad de comunicación, que a su vez es un cemento que une a los miembros de la sociedad más allá de abrazarse o darse la mano. Podemos considerar que la capacidad de expresarse con soltura, gracejo e inteligencia es una cuestión en buena medida de aprendizaje. Es un idioma que incorporamos, no nacemos aprendidos. Los padres que hablan en la mesa, que permiten que los niños intervengan y opinen con respeto, las familias que con frecuencia organizan visitas, los barrios en que los niños juegan juntos, las escuelas que fomentan las relaciones sociales mediante estímulos grupales, participación en actividades artísticas y deportivas y los ambientes no violentos ni exigentes, todo ello hace que una persona crezca como una bonita flor en la primavera de la vida.
Las experiencias negativas tienen un efecto de ola expansiva que va mucho más allá del impacto recibido: como lo hemos pasado mal una vez tememos que la siguiente será igual o peor, con lo que esta creencia hace de profecía que se auto-cumple porque nos lleva a estar más amedrentados y ansiosos la próxima vez. La memoria toma buena nota de lo malo sucedido, la inteligencia saca sus conclusiones. Nos recuerda lo desagradable que sucedió, a veces en los momentos más inoportunos, pero sobre todo cuando se presenta una situación similar. El frio cálculo mental, por el contrario, estudia concienzudamente el asunto: las frecuencia en la que se repite, las consecuencias, la posibles causas, lo que saben los demás del asunto... Limpiar una memoria traumática -expresando y elaborando lo ocurrido, evocando los aspectos competentes que conservamos, etc.- evita su influencia desbocada. Saber pensar bien es esencial para no entrar en pánico, porque cogemos las riendas, por así decirlo, preguntándonos, no lo malo que podría sucedernos, o perjudicar a personas que valoramos, sino estudiando como lograr superar la situación, estrategia que, dicho sea de paso, sería la que fundamenta la preparación de un profesional que mejora su imagen personal, su capacidad de hablar en público o su entrenamiento en situaciones de riesgo... En este capítulo, aunque suene paradójico, deberíamos incluir también la insuficiencia que tienen para los escépticos sus experiencias positivas: que una vez salga bien no quiere decir que siempre lo haga. La persona descreída considera que tal vez ha sido casualidad, pura chiripa, nada que ver con mérito propio. Pensará que es indeseable alegrarse por algo que ha salido bien y la desilusión mayor cuando se ha encendido una nueva esperanza. Además una cosa buena, poca agua para un sediento, que necesita, porque está maltrecho, ha sufrido y ha sido humillado, algo más durable, seguro y elevado para creerse a salvo de la maldición que piensa que le ha devorado.
La costumbre de «dar vueltas» y «rumiar» lo sucedido: A los ojos reflexivos del «analista» -no esta lejos este concepto con que utilizamos coloquialmente a alguien al que decimos que le vamos ha hacer «un buen repaso»- no ha sido capaz de actuar con la eficiencia de los demás, sobre todo si al comparar se fija en la persona más popular y maravillosa, colándose de rondó la peregrina idea que lo normal es la excelencia. Genera desasosiego y ácida incomodidad personal, recordando cada uno de los pequeños detalles de impotencia y comportamiento penoso con la precisión de un latigazo. De pronto aparecen iluminadas como por un foco teatral, las palabras y las cosas que deberíamos haber dicho o hecho. Estamos suspendidos. Lo que falta, lo que no hemos llevado a cabo o la pésima improvisación se convierten de pronto en una insuficiencia de ser: no somos lo bastante buenos, lo intentamos disimular, damos el pego a algunas personas que nos conocen, pero íntimamente somos unos impostores.
La propaganda negativa que hacemos sobre la imagen de nuestro Yo. A base de vernos torpes, inseguros, empobrecidos o poco interesantes, etc. un número elevado de veces, teñimos de negro con esa pintura nuestra la auto-estima, con lo que ya ni nos atrevemos a aspirar a las cosas sanas y bonitas a las que tienen derecho los demás de primera categoría, como amor, admiración o amistad. Esto puede influir poderosamente en nuestras decisiones, aspiraciones laborales, proyectos o el tipo de pareja a la que aspirar, lo que nos correspondería si se supiera la verdad.
La angustia como aparición «maldita» e «intrusa». Nos angustiamos ante la posibilidad de padecer angustia y al percibir que nos estamos angustiando, sólo con pensarlo sentimos que es incontrolable. La presencia de la angustia se convierte por sí misma en el peor enemigo -más allá incluso de las situaciones que la empezaron a provocar. Tenemos miedo de tener miedo, y que además sea visible y nos delate como miedosos dignos de desprecio. Obviamente no hay dos angustias iguales, una con su razón explicativa y otra pura «locura», sino que la causa de la segunda es sentirnos indefensos, que no logremos controlar una emoción como se supone que lo hacen los adultos, es en suma una evaluación del estado de nuestra fobia, su evolución o remisión.
Los síntomas de la ansiedad que aparecen en la persona que tiene fobia social cuando se expone a lo temido pueden llegar a ser el símbolo de «lo peor» que le suceda y convertirse en una especie de representación desplazada de sus temores sociales:
Sequedad de boca, junto a la idea de que uno se «atrabancará», tartamudeará, toserá, no podrá hablar, etc.
Palpitaciones, les parece que el corazón va demasiado deprisa o tienen un pulso irregular y eso pueda producir desmayos, ataques cardíacos, mareos o algún tipo de colapso.
Temblores de manos, pies o voz que puedan ser rápidamente observados y delatarnos como inmaduros o penosos o impresentables.
Sudor en las manos, con temor a dar la mano húmeda en un saludo; sudor corporal que traspase la ropa y nos avergüence haciéndonos aparecer como desaseados o repugnantes.
Falta de concentración que nos haga olvidar datos que queríamos expresar o desorganice el curso del pensamiento de modo que no sepamos de donde veníamos, a dónde queríamos llegar o afecte a la automatización de la conducta como poner objetos en lugares inadecuados, coger un lápiz que es del vecino o se nos caigan al suelo las cosas que cogemos de forma torpe.
La fobia social empobrece a la persona que la padece, reduciendo notablemente la vida comunitaria, estropeando las posibilidades de ocio y progreso profesional.
La frustración que todo ello implica puede reflejarse indirectamente en forma de desánimo general y se genera una irritación de fondo que la paga el circulo familiar íntimo. A veces es causa de depresión tras un larga etapa de malestar.
Las relaciones que exigen iniciativa, sostén y aportación por nuestra parte, se pueden llegar a ver gravemente resentidas y romperse.
Elimina aquellas oportunidades que suelen provenir de la actividad social, hacer amigos en el colegio o en el barrio, participar en los equipos, promocionarse en el trabajo, etc. Puede ocurrirle a un fóbico social que rechace una oportunidad laboral solamente por el miedo a las nuevas responsabilidades, especialmente si tiene que tratar con muchas personas y hacer reuniones.
Lo que piensan los demás del fóbico puede coincidir en algunas apreciaciones y diferir en otras. Se les puede ver serios, ariscos, hostiles, incluso en ocasiones deseosos de aislamiento y debido a esta impresión se les deje a su aire, tranquilos, por atribuirles falta de deseo de socializar, ser poco interesantes para charlar o divertirse o no inspirar confianza como para explayarse con ellos. Por otro lado, objetivamente, se les puede considerar buenas personas, no conflictivos, enigmáticos, colaboradores o atentos. Estas visiones son fruto más bien de la barrera que separa a unos y otros y la falta de conocimiento es achacable a su vez a la ausencia de comunicación significativa. Detrás del muro de separación hay una persona desconocida. Tal vez el fóbico de pequeño era un niño dicharachero y charlatán, quizá poseyera un rico mundo espiritual disimulado a la vista, sentimientos nobles, ganas de amar y cualidades creativas.
Integrarse, asociarse son aspectos claves de nuestra personalidad. Requieren estar con los demás. Es lo contrario a rehusarlos o eludirlos. El miedo a pasar apuros nos invita por instinto a rechazar la interacción, que nos molesta aunque nos «convenga». Superar esta prevención requerirá una pasaje de la nula interacción, pasando «por el tubo» de una progresión no exenta de dificultad para quien está poco acostumbrado, hasta alcanzar un familiaridad con las situaciones sociales.
El tránsito en cierto modo es similar al de cualquiera que se introduce por primera vez en un grupo: primero hay una etapa prudente de observación del terreno y baja implicación, en la que el novato se contenta con asentir a los que la mayoría está de acuerdo, realiza pequeñas confirmaciones de lo que se asevera y realice discretas preguntas (sin abusar para no aparecer indiscreto o impertinente). Quizás comience a relacionarse con los miembros más tímidos o aislados.
En una segunda etapa los comentarios cuentan con precedentes, una previa presentación, unos encuentros anteriores. Pueden versar sobre:
El ambiente(temperatura, decoración, la física del lugar, los procedimientos, etc.).
La actualidad (noticias, sucesos políticos, deportivos, problemáticas de la ciudad, temas en boga, cambios sociales que están en el candelero).
La cultura compartida (idearios, música, cine, ecos de sociedad, programas populares de televisión y otros medios de comunicación y de redes sociales).
En la medida que disponemos de información estamos capacitados para participar en las conversaciones en forma modesta, como al confirmar o complementar un dato, o de más enjundia, trayendo a colación aspectos que nos se han considerado, contraponiendo argumentos, expresando objeciones, argumentos y matizaciones.
Durante esta segunda etapa la exposición es gradual, lo que facilita el afrontamiento de los miedos subiendo peldaño a peldaño, contando con la oposición que representa el temor acumulado, perseverando -no obstante- en el firme deseo de superación. El fóbico que desea curarse debe preferir pasar por todos los malos ratos que sea necesario, dejarse ayudar por un terapeuta o consejero, hacer ejercicios de preparación y ser sistemático, todo antes de tirar la toalla y aceptar una vida resignada y limitada. El premio, dejar de sufrir un día al final del esfuerzo de superación, amplificar su personalidad y orgullo, habrá merecido la pena de pasar todos los «malos tragos».
Con frecuencia sucede que el fóbico social, por culpa de sus propios miedos irracionales, no está lo bastante preparado o ejercitado en el arte de la expresión. Si este es el caso se puede entrenar por su cuenta poniéndose al día en toda clase de temas (sociedad, cultura, deporte, ciencia, política) a base de leer el periódico, escuchar podcast, ver documentales. La practica expresiva implica eso mismo: practicar, aunque al principio fuera a modo de ejercicio, por ejemplo hablando frente al espejo o a una grabadora resumiendo lo que acaba de leer o ver (de forma pasiva) resumido de forma activa. Una vez hecho un resumen de lo que se ha comprendido (de modo informal, no como si estuviésemos estudiando para un examen trascendental), añadimos unos minutos diciendo lo que nos parece a nosotros, lo que opinamos de ello (nos parece bien o mal o dudoso o imperfecto..). Esta parte de la tarea está enfocada a acostumbrarnos a «aportar» en voz alta sobre un tema cualquiera. Para redondear este ejercicio conviene añadir un aspecto emocional, teatral incluso, en el que enseñemos alguna emoción que experimentamos en voz alta (me parece indignante, horrible, maravilloso que..). Esta propuesta, que puede durar unos quince minutos diarios, puede ayudarnos a hacer de nosotros «buenos oradores» de cara a responder mejor en las situaciones sociales reales1.
Ayuda mucho complementar los aspectos verbales con los de expresión corporal, tales como los que se pueden obtener gracias a clases de baile, cursos de preparación de actores, gimnasia en grupo. En algunos lugares se llevan a cabo talleres específicos para personas tímidas e inhibidas bajo del nombre de «relaciones humanas», «habilidades sociales», «expresión corporal», «terapia de grupo», «psicodrama». Como están destinados a personas con dificultades de trato social el fóbico se siente menos amedrentado y tiene ocasión de avanzar junto a personas con similares dificultades. En estos talleres se intenta combatir la inhibición y explorar conductas sociales nuevas mediante juegos y entrenamiento virtual.
La tercera etapa implica un grado mayor de riesgo emocional en el sentido de mostrar la intimidad, la verdad de ciertas posiciones que tenemos junto a la inseguridad de poder ser rechazados por ella:
Aumentar la expresión de lo que pensamos de un asunto, pasando de un segundo a un minuto, cinco minutos..., o sea, cada vez más larga y profunda, llena de detalles y datos.
Mostrar con énfasis lo que sentimos de lo que decimos: lo que nos encanta, nos disgusta o molesta, mostramos un desacuerdo, algo que nos causa extrañeza. Estos pareceres enseñan a los demás un grado de autenticidad que ellos contemplan y juzgan. Se trata de asegurar lo que tienen de verdad las suposiciones, averiguar si somos rechazos o todo lo contrario, somos aceptados y queridos conforme más nos conocen. Algunos llaman a esta actitud «abrirse».
Atrevimiento y osadía al poner en juego opiniones distintas o de contrapunto. Ello suscita miedo al disgusto y a la represalia de los demás, o bien causa alivio si somos aceptados a pesar de las diferencias. El temor a contradecir lleva a que los miembros de un grupo tiendan a ser demasiado homogéneos, conformistas, no se signifiquen ni llamen la atención, e incluso disimulen aspectos de su inteligencia por no destacar. Pero, por lo general, lo que sucede gracias a la valentía de «ser uno mismo» es que los demás nos aceptan de forma más plena y consciente, sienten un alivio por la libertad que se consigue saliendo de la presión empobrecedora. Estamos más a gusto en un ambiente tolerante que en otro inflexible e intolerante.
Asociar lo que se dice con algo que recordamos, una anécdota, similitud o ejemplo singular, creando de esta manera una línea de conversación que se puede proseguir aunque no tuviera nada que ver con lo que se estaba hablando (esto me sugiere... a propósito de esto que estamos hablando... se me ocurre...) Este giro es una aportación de liderazgo, un enriquecimiento del que podríamos recelar por inmerecido, dañino, inoportuno y por ello ser considerados saboteadores. Si actuamos en este sentido, a pesar del temor, veremos que la sugerencia, sea seguida o no, es un valor añadido. Conforme el giro es más sugestivo se «vende» mejor que una más aséptica o demasiado escueta.
La última etapa, la más ambiciosa de todas, es la creativa, en la que se desarrolla el ingenio, el ser ocurrentes, expansivos, geniales. Tenemos confianza plena en nosotros mismos, dando rienda suelta a la espontaneidad que se produce en los estados de alegría y seguridad. Estar en sociedad se convierte en un disfrute y sentimos que le damos a los demás lo mejor de nosotros.
1Los maestros de oratoria escolástica enseñaban a los alumnos a desarrollar cualquier tema de predicación siguiendo un esquema prefijado. Por ejemplo, el maestro le decía al alumno «el sexo de los ángeles» y el alumno debía seguir un guión oratorio: género, especie, posturas a favor, en contra, conclusión y consecuencias morales. De igual modo el ejercicio pretende generar el guión de informarse, resumir, opinar críticamente e implicarse emocionalmente en ello.