La mirada y el miedo

Por Jose Luis Catalán

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Ser mirados

Ser explorados por la mirada es una experiencia que nos puede llegar a inquietar y llenar de desasosiego. Nos consideramos anónimos objetos del paisaje cuando creemos que somos intercambiables con cualquier otro objeto que se expusiera a la mirada del observador, sin más detenimiento e interés que el del puro pasear indiferente la vista de un lado a otro. Tanto da que seamos nosotros como cualquier otro objeto. Lo contrario de estas condiciones de anonimato o de estar expuestos sin peligro alguno es la mirara escrutadora, la que se fija por más tiempo y dedicación a nosotros, averiguando qué somos, qué pretendemos ser o que nos gustaría ser.

La mirada impenetrable

Cuando vemos aterrorizados que alguien nos está mirando suponemos lo que tememos, esto es, un desprecio, un rechazo, un considerarnos indignos de nuestras aspiraciones. Es difícil adivinar por la mirada del otro cual es exactamente su postura frente a nosotros. Su mirara se nos asemeja algo pétreo, impenetrable y por ello un angustioso secreto que no despeja nuestras dudas ni tranquiliza nuestras inseguridades. Si pudiéramos entrever una mueca clara de asco o repudio, aun siendo algo profundamente desagradable, no sería por lo menos incierto. Sin más datos confirmatorios nos gustaría gustar pero se nos hiela la expectativa en una parálisis que no se sabe si es caída o esperanza de salvación.

La mirada de los adultos que no sonríen tienen este misterio, este pasmo conmovedor, para un niño pequeño que necesita imperiosamente el acogimiento benévolo que se hace de rogar, que no aparece aún, que amenaza con un giro sorprendente de la situación en la que además de nuestra notable decepción se siguiera un castigo por haber esperado amor de una forma incorrecta y fuera de lugar por alguna misteriosa razón. ¡Son tan misteriosos los adultos que tan pronto te ríen las gracias como te repudian por pesado o te riñen por inadecuado, aparentemente por las mismas razones!. Los criterios a lo que obedecen los mayores se escapan al niño, que los observa elevados a una cima que, cuando nosotros la alcanzamos años después, no por ello deja atrapar el misterio, nos desliza de sorpresa en sorpresa, abriendo un nuevo laberinto en el último momento en el que nos creíamos ya llegados.

Nosotros mismos podemos encontrarnos tan desapegados de nuestro cuerpo y desencantados de nuestros propósitos que circulamos por los acontecimiento de forma inerte, pasiva, reducidos al mero pasaje. sin llamar a nadie ni ser interpelados tampoco.1.

El poder de la mirada

Cuando analizamos el poder “penetrante” de la mirada del otro nos basamos en nuestra propia capacidad de deducción, de imaginación -desde la simple imaginación erótica descarada de ver al otro más ligero de ropa de lo que esta o prestándose a acciones con docilidad complaciente- hasta suponer rasgos de personalidad o estados que tendrían como prueba cada arruga, ceño o pose de la persona observada. Unos nos parecen personas amargadas, otras preocupadas, otras risueñas. ¿Cómo vemos al otro? ¿Teniendo un lugar en el mundo, un papel que hacer, una misión y utilidad? Este es ciertamente la visión que tiene un niño sobre el conjunto de los adultos, como la clase de personas que vale, que tiene poder y dignidad. Son los demás idealizados, porque efectivamente, tenemos de ellos más ideas y prejuicios que experiencias, y nuestras suposiciones son teorías, ya que estamos basándonos en similitudes, recuerdos que damos por sentamos que son equivalentes. No es que nos equivoquemos como en las novelas con “sorpresa” en las que el que parece malvado es realidad tiene buen corazón o que el aparentemente simpático es una especie de personaje manipulador. Es nuestra habilidad fisonómica la que nos permite leer en la cara, en los gestos y en los trozos de actos que fichamos al mirar.

Sabemos bien cómo contemplamos nosotros a los demás, qué nos agrada, qué nos produce rechazo o admiración. ¿Porqué ir entonces tan a la defensiva, suponiendo que nosotros somos del grupo de los apestados? Tal vez damos mucha importancia a la belleza, al porte , a la apariencia de seguridad, todo aquello que un buen publicista sabe exhibir para vender un producto.

Pero esas sentencias supuestas que tan angustiosa sensación de lejanía e inadecuación producen, también podrían ser atemperadas y aligeradas si observamos algunos de los comportamientos menos espléndidos de los jueces -hasta las monedas del cesar tienen dos caras- o menos intimidatorios, porque también están expuestos a vulgar cotidianidad.

Por lo tanto. es la manera de seleccionar lo que produce tantos efectos extraños.

El mirarse a uno mismos siendo mirado con desprecio por el otro, el mirar al otro cuando nos mira siendo mirado con aprobación, siendo ad-mirado.

¿Qué pensaría una persona de nosotros si supiera que la hemos utilizado en una fantasía masturbatoria? ¿aceptaría quizás nuestras disculpas aduciendo que se trataba de una inocente fantasía que no un juicio real sobre la persona de carne y hueso? ¿y qué diría de nosotros esa persona que ha realizado una imprudente maniobra si escuchara nuestro pensamiento “se merecería tener un accidente”? No se nos saldrían los colores si la persona que está cobrando un importante ingreso bancario delante de nosotros se volviera justo cuando estamos fantaseando con la idea de quitarle esa cantidad y salir corriendo y en vez de mirarnos con temor nos mirara ofendido y nos dijera “¿qué está usted pensando?”.

Pensamientos hostiles, turbios, eróticos, pensamientos absurdos que se rechazan, pensamientos que harían las delicias de un escrupuloso, en cambio habitualmente los consideramos una licencia compensadora, un alivio inocente sin mayor implicación, que no debe tomarse moralmente en forma literal, que no cuestiona la realidad de los hechos, que son los que deben marcar en definitiva el punto en el que comenzar a juzgar.

La mirada punto de referencia del presente

Cuando percibimos la realidad externa, eso que damos por supuesto que “está ahí fuera”, y que es el terreno por el que nos desplazamos, el teatro en el que las distintas acciones suceden, en el que colocamos a las demás personas, y en el que nos incluimos a nosotros mismos estando también ahí afuera, aunque tengamos dificultades para vernos desde un punto de vista externo, como cosa entre cosas, como persona cualquiera entre una multitud de personas debido a que yo-mismo siempre me veré como propio, en vez de una alteridad2.

La realidad externa que estamos percibiendo ahora es una especie de centro en el que todos los caminos parten, unos al recuerdo pasado, otros a lo que suponemos que sucederá, y todo aquello que también damos por supuesto que está ahora mismo a nuestras espaldas o fuera de nuestro alcance pero que con un adecuado desplazamiento o prueba indirecta, podríamos comprobar que estaba ciertamente ahí, como bien dábamos por hecho, por lo que nos parece que ahora mismo no habrá desaparecido (de ahí la sorpresa de no encontrarnos lo que esperábamos).

Como lo que esta detrás de nosotros, detrás de los biombos y las paredes es una realidad razonable pero no expuesta directamente a la percepción, podemos teñirla con ideas que aun siendo verosímiles nacen directamente de una intención sospechadora, como al pensar que un vecino podría estar escuchándonos en este momento detrás de la pared, o que una persona a nuestra espalda esta pensando que somos ridículos o esta haciendo con la mano un gesto ofensivo.

No podemos controlar directamente la veracidad de estas sospechas de no ser que nos demos la vuelta y exploremos, y aun así, como quiera que las frases acaban y las gestos que se dibujan llegan a su fin, cuando nos volvemos sólo vemos un trozo, un indicio temporal de los hechos que como prueba es insuficiente y requiere de una hipótesis cuya buena fe puede asimismo verse alterara por la anterior sospecha, de modo que la mano caída al costado, que podría ser la mano que cae después de que una persona se ha ajustado las gafas pasa, infectada por el recelo, a ser una prueba de que nos insultaba con un gesto grosero y que ha bajado la mano con premura para no verse sorprendido.

Al mirar para movernos y desplazarnos por el mundo en el que estamos sumergidos constantemente, se basa en captar los trozos temporales de las realidades externas, especialmente los actos de los demás, e interpretarlos al vuelo correctamente. La realidad no es obvia y necesita de años de aprendizaje minucioso, y lo que la hace particularmente difícil no es tanto la complejidad de los fenómenos naturales, el cálculo de la física y la geometría de las cosas como la interpretación de las intenciones de los demás.

Si una viejecita estira su mano de forma implorante, deduzco que lo que quiere es que le ayude a levantarse del banco; pero caben sorpresas y errores: podría ser que la viejecita coja mi mano para empujarme hacia ella y lograr que me siente en el banco para charlar con ella.

Afortunadamente no siempre nos la jugamos en un instante y disponemos de tiempo para aprender a corregir sobre la marcha los errores que cometemos, siempre que errar nos parezca algo estupendo para perfeccionarse en vez de una imperfección imperdonable.

Se dirá que si bien la interpretación de gestos y escenas mudas es harto imprecisa, en cambio, sobretodo en lo que respecta a los objetivos más importantes, contamos afortunadamente con el lenguaje, que nos orienta de forma certera gastando unos pocos movimientos articulatorios, rápidos y precisos, orientados a producir sonidos articulados con un valor simbólico. Una palabra vale por una cosa, una frase por una acción o acontecimiento que no se ve o se describe en sus aspectos oscuros e invisible). Sobre todo, a través de la palabra podemos traducir los pensamientos, razonamientos y propósitos que tenemos y hacérselos asequibles a los demás.

El inconveniente del lenguaje sin embargo, a pesar de su enorme potencialidad, es que permite muy fácilmente, mucho más que con los gestos, mentir, engañar, simular, manipular. Además, el lenguaje, para funcionar como mecanismo de comunicación, debe estar basado en códigos sociales admitidos por la comunidad hablante, por lo que nos vemos obligados a utilizar terminologías, esquemas de referencia, términos con connotaciones históricas, que ya nos encauzan en una forma obligada de razonar y explicar las cosas que impide a veces decir lo que queremos decir, a no ser por el rodeo del circunloquio, la metáfora o la expresión poética.

Expresarse requiere mucho más rigor -porque por lo menos hay que ajustarse a la forma convencional de hacerlo para resultar inteligibles- que interpretar lo que se oye.

El auditor, como el lector, debe rellenar lo que falta en las frases, que es casi todo, y deducir del conjunto del contexto, informaciones, hechos que se esgrimen y se exhiben, cual es la intención pragmática de todo ello, qué es lo que pretenden los demás hablando, porque no se habla habitualmente para hablar como cuando se silva en un día soleado, sino con la pretensión de provocar un determinado efecto, aun cuando ese efecto fuera tan elemental como matar el tiempo de una forma entretenida.

El que interpreta, para colmo, rara vez se comporta como si fuera una máquina registradora de lo que se dice, sino que tiene siempre sus propios intereses, por lo que unos temas le parecen más atrayentes que otros, unas frases llaman su atención y otras su atención las elimina al punto de parecer que no las ha oído, y para remate, la forma de escuchar hace que el interlocutor se sienta más tranquilo, acogido, torpe o juzgado, variando las situaciones, por lo que aparece totalmente confundida la cadena de quien produce que efecto: por ejemplo, si el orador es excelente o más bien el público está muy bien predispuesto, o si el arrobamiento y la pasión de unos y otros se cruza de forma que a todos les exalta por igual.

Una escucha hostil podría crear un interlocutor torpe y vacilante, y una escucha admirada podría seducir al amante que deseamos que nos ame haciéndole creer que es extraordinario -con lo que se corre el peligro de que se lo tome demasiado al pie de la letra-.

Las miradas que acompañan lo que se dice, con brillo en los ojos, o veladamente, o una mirada atenta y concentrada, asombrada o triste, colérica o ardiente todo ese mirar variado enmarca lo que se dice como si pusiéramos título a lo que miramos: tragedia, comedia, intriga...

El arte interpretativo, en la medida que pretende ser intuitivo, fidedigno, perspicaz, certero, requiere como todas las habilidades un entrenamiento exitoso.

Para comenzar, hemos aprendido los nombres de las cosas, particularmente de los sentimientos e intenciones. Con indeseable frecuencia los niños aprenden a ser mirados casi en exclusiva para ser censurados (“no hagas eso’”, “no te pongas así”, “no toques esa guarrería”) ¿No se creará así la temerosa espera de ser atravesados por una mirada censuradora, un silencioso espanto de cara a manifestarse espontáneamente delante de los demás?.

En otras ocasiones los niños se ven rodeados de adultos mudos que nada comentan, que parecen estar demasiado atareados como para perder el tiempo en minuciosas explicaciones -seguramente debido a nuestra poca importancia-. ¿No se generará con ello la sensación de que cualquiera sabría cosas que uno no sabe, que uno es menos que más, que debe escrutar espantado las sorprendentes y obvias conclusiones de los demás (ellos si, personas de primera categoría) ?

El trato brusco y agresivo sistemáticos nos hará precipitados guardianes de los ataques que nos parecerá adivinar en cada tonillo airado o comportamiento seco, antipático o poco agradable, esperando que de ahí surgirán los más malévolos dardos venenosos que deberemos escupir antes incluso de que pudieran llegar a herirnos.

Si hemos tenido padres confusos, manipuladores y mentirosos que nos han dicho que nos adoraban mientras nos maltrataban, nos quitaban amor porque nos querían, nos despreciaban porque lo merecíamos y nada merecíamos por mucho que nos esmeráramos, ¿no nos han preparado para entender todo al revés, y que si alguien nos maltrata nos parezca en el fondo bueno y si alguien nos abusa es porque no hacemos lo bastante por él?

La mirada punto de fuga

Para manipular el tiempo tenemos que escaparnos del presente, que devora con su realidad actual toda especulación de lo que fue, será o podría ser con el agujero negro de lo que es ahora mismo.

Mirar viendo lo que vemos nos impide completamente especular sobre otras posibilidades, y por consiguiente hay que saber mirar sin ver para ver algo distinto de lo que vemos, para ver escenas de futuro, o ensueños de cualquier otro tipo y función. A veces ensoñamos para satisfacer deseos que no pueden satisfacerse de otra manera, otras para tomar decisiones sopesando alternativas, otras para motivarnos con una especie de botín que nos prometemos o infierno que nos tememos.

Para lograr ver sin ver ver utilizamos la manipulación de la atención que es como una puerta de entrada de los datos en el procesador central, de modo que cerrando la puerta hacemos que los estímulos externos que recibimos no pasen más allá de cierto nivel de elaboración y queden reducidas a la mínima expresión, porque después de todo siempre hay que estar en alguna parte para ir otra y se cree una sensación de camino de ida y vuelta, en vez de flotar en los aires como místicos en pleno éxtasis.

La impunidad de ver a nuestro antojo lo que no se halla delante de los ojos requiere una exquisita puesta en escena, una pose áurea en la que parecemos estar interesadísimos en un punto que en verdad despreciamos, una falsa atención a los demás puede parecer incluso demasiado intensa. (“¿porqué te has quedado mirándome de ese modo?’” “¿qué miras con tanto interés?”, se preguntan. “Nada”, responde el abstraído, “me he quedado pensando”).

Este es un mirar sin que la vista penetre. Esto es, sin que extraiga del filón del mundo algo para alimentarse. Es un “pasear la mirada” en la superficie, mirar la pintura del cuadro en vez de concentrarse en lo que allí se representa por medio de colorines, pero que “lo representado” es una experiencia activa que nos toca adivinar más allá del empaste y el trazo. Es el sentido de las cosas lo que desatendemos cuando las vemos sin querer verlas.

¿Porqué nos apartamos así del presente?. En primer lugar debemos considerar que nos lo podemos permitir: no hay nada urgente que nos perdamos. A veces esto no está bien calibrado, y entonces lo llamaríamos “peligroso despiste”, como no atender a que el coche se desvía o derrapa , no ver que ponemos la ropa en el horno,...

Si aceptamos la posibilidad de no correr riesgos importantes, ahora sí, podemos pretender que este huir del presente nos hace ganar tiempo, un tiempo que existe en paralelo, como cuando pensamos en algo que está ahora en otro lado, en futuro, en pasado, o incluso quimérico o desiderativo: aunque no existe o si existiera.

Estos “otros tiempos” son puramente imaginarios, y realmente en ellos no hay que manejar el cuerpo para posarlo aquí o allá, hacer un esfuerzo, ejecutar habilidades. Además es un tiempo a nuestro antojo y no al capricho de los horarios de trenes y las pesadas esperas a que nos obligan las distancias, por ejemplo. Podemos hacer fácilmente bricolaje y pasar del verano al invierno en un instante, del querer decir algo a haber conseguido el efecto oratorio deseado sin llegar a pronunciar una frase siquiera.

Es de suponer que este “viaje por el tiempo” tiene alguna finalidad útil: distraerse, regodearse, aclararse, decidir opciones, explorar situaciones, repasar acontecimientos, prepararse y motivarse como al fantasear cosas agradables para que hagan de anzuelo o cebo y se eleven a la categoría de “digno de empresa” y de sentido futuro, esto es, lo que nos gustaría ser mañana.

Nada impide que, por el contrario, podamos hacer “malos viajes”, esto es, agobiarnos, entristecernos, enfadarnos por algo que no veríamos si realmente nos dedicásemos a mirar lo que tenemos delante de los ojos.

Podemos abusar tanto de nuestra capacidad de mirar a medias que realmente medio miramos, sin estar nunca donde estamos del todo: la fiesta se convierte en un ruido de fondo, las conversaciones un ronroneo que nos indica que no estamos totalmente solos, aunque tampoco totalmente integrados. Hasta nuestra pareja, en estas circunstancias medieras se convierte en algo “para cumplir”, que no para gozar de manera que por fin pudiéramos olvidarnos de nosotros mismos.

Entornar la vista, nublarla con lágrimas: he aquí otras alternativas, estas con menos “disimulo” que las anteriores, ya que realmente sólo hay un resquicio de vista, lo imprescindible como para constatar que el mundo sigue allí afuera y no ha desaparecido en nuestra “ausencia” momentánea.

Dejar que las lágrimas empañen los ojos, filtrando la luz para hacer contrastar el dolor, la pena o la alegría, para así poder sufrir o poder gozar sin panorama que nos atempere.

Algunos placeres máximos parecen pedir entornar o cerrar los ojos, para de este modo sentir un placer gustativo, dejarn0os llevar por una melodía, un olor o un clímax erótico.

Para evocar un recuerdo, para ver una escena de un episodio vivido que queremos rememorar, cerramos los ojos para resaltar el potencial de esa mirada que se dirige hacia lo que no está, lo que se hace necesario si queremos vivir lo que realmente está muerto.

En resumen, la mirada puede ser un punto de fuga: de la plenitud hacia una vida aguada o desleída, de la paz al miedo, de la serenidad a la tristeza y, a la inversa, también sirve para morirnos de placer y de gusto.

A veces lo hacemos todo al revés: cuando deberíamos “pegarnos” a la realidad externa, encontrar sentido al mundo, entonces nos evadimos y nos retiramos a nuestra lúgubre caverna, y cuando nos podíamos permitir cerrar los ojos y sentir placer, entonces los abrimos para estar pendientes de “la realidad”, que en ese momento nos la podríamos ahorrar.

Mirada crítica y retaliación

No es algo inusual que en nuestra educación se haya hecho demasiado énfasis en la necesidad de observar lo que está mal, defectuoso o erróneo, de modo que se nos inculca la necesidad de captar al vuelo la imperdonable imperfección de las cosas y personas que nos rodean.

Esta misión que produce una pasión turbia, en la que se mezcla en partes iguales el desprecio, el escándalo y la satisfacción por vernos ajenos a tamañas fealdades, se convierte prácticamente la la forma privilegiada de mirar con el bisturí de la vista concentrado en todos los detalles anómalos, irregularidades, desvíos de la norma e insuficiencias indignas.

Claro está, el efecto de resaltar del mundo lo podrido, descanterado, los escupitajos, las cagaditas de perro, las manchas de las ropas, las caspas y todos los defectos físicos y sociales, es un duro precio a pagar: nuestra cruzada nos hace sentir asqueados, malhumorados y rabiosos la mayor parte del tiempo.

Además el exceso de crítica tiene un “efecto bumerang”: ver -o temer ver- en los demás la misma mirada, pero ¡dirigida a nosotros!. Tal vez tengamos desarreglado el pelo, ¡horror!, o no conjunta el color de las distintas prendas, o qué imperdonable seria no saber algo. que a lo mejor todo el mundo menos nosotros conoce.

Contra más criticamos venenosamente más tememos que ese veneno nos contamine a nosotros. Incluso podemos sentir como tan insoportable la posibilidad de ser despreciados, descalificados o criticados que el mismo temor nos haga ver en cada sonrisa una guasa irónica , en cada comentario una velada censura, en cada aprobio irremediable condena y en cada premio una disimulada e hipócrita falsedad.

Miramos tal mal que ese mirar mal se vuelve contra nosotros en forma de mal de ojo, posible castigo vengativo y retaliador de un alma gemela, tan furiosa y ofendida como una de tantas de las que nosotros damos por supuesto que el mundo está poblado.

Mirar perlocutor

En ocasiones intentamos hacer “magia” con la mirada, persuadir, enternecer, disuadir, amenazar o preguntar. La expresión de la cara puede ayudar mucho a interpretar estas distintas intenciones de provocar un efecto. Pero es que también podemos desear y pretender que a través de la mirada ese deseo se apodere del otro.

Tenemos el anhelo que algo se haga como resultado de la intensidad ferviente de nuestra mirada, fé en que se nos comprende de forma transparente, ilusión de que el que mira mirar. mira lo mismo que el que mira, y se siente impelido a sentir el mismo deseo, ejecutarlo como si fuera propio o por lo menos como aliado.

También utilizamos la mirada como una señal de sincronía, de acuerdo armónico, procurando creer que no sólo la mirada atraviesa el alma de nuestro prójimo sino que por el agujero se van todos los efluvios que podrían manchar un momento de satisfacción, amor o embeleso.

La mirada, puestos a abusar de su magia, también podríamos especular que es capaz de hacer mal, de provocar mala suerte, como si es forma malévola de posar la vista contagiara con mal de ojo al mirado, que se vería así arrastrado a las peores desgracias sin tener nosotros que provocar trabajosamente su caía.

Es digna de recordar la mirada que podríamos llamar “sancionadora” del adivinar al que forzamos al otro, obligándole a buscar distintas hipótesis de lo que nos sucede, del porqué de los humores que ciertos acontecimientos han producido en nosotros y qué deseamos que se haga. Mientras miramos abstrusamente a ningún punto en especial de la lejanía el otro urja las distintas posibilidades una a una. Cuando finalmente ha adivinado -por supuesto el trabajo debe siempre ir a cargo del que ha cometido un error u ofensa que parece no saber cual es- el mirador deja de mirar y interviene graciosamente, con fingida displicencia, para perdonar las ofensas supuestamente confesadas o los errores supuestamente reconocidos.

En estas distintas posibilidades se huye de la palabra como si la palabra más que arreglar estropeara las cosas, o más que aclarar confundiera, y con esa atribuida perversión del lo hablado -¡se miente tanto después de todo!- se huye a la mirada como alternativa más segura de conseguir las mismas cosas que parecen producir toneladas de palabras y afanes en los demás.

La mirada y la vergüenza

Es difícil armonizar las expectativas que tenemos con lo que de golpe nos sobreviene al vernos mirados por otros. Los niños pequeños son capaces de experimentar esta inadecuación, desde edades muy tempranas, cuando confiados encaran una ilusión de encontrarse con una cara familiar y en cambio tropiezan con la de un desconocido. Rápidamente hay que frenar las alegrías, llevarlas a terreno muerto, descarriarlas voluntariamente -no tanto por inadecuadas como por inoportunas. La conducta de retirada consiste en congelar la expresión, apartarse del contacto visual, agachar la cabeza, refugiarse.

Esta retirada los padres la coartan esgrimiendo intereses más amplios: “A ver, Juanito, da un beso a tu tía Felisa”. Ese beso, arrancado a la fuerza, no será el mismo que el efusivo que se hubiera dado de mediar una mayor confianza. Tía Felisa, esa desconocida, de pronto es elevada a categoría de íntima por arte de recomendación o de autoridad. Tenemos así el mapa de los trazos esenciales de la vergüenza:

La mirada del otro que se clava en nosotros es capaz de disparar la vergüenza con sus fenómenos concomitantes de rubor, apartamiento la mirada, agachamiento de la cabeza, como intentos de retirarse ante una insoportable exigencia o contrariedad de posturas.

Al sentirnos observados re-flexionamos sobre lo que estábamos haciendo o sintiendo, nuestra postura corporal, nuestro interés natural, la manera de estar y aparecer y rápidamente considerarlo como posiblemente inadecuado a los ojos de lo que esperarían encontrar los demás, otra compostura, otras actitudes o apariencia. Esta auto-observación crítica rompe la espontaneidad que discurría antes de ser mirados, y la misma brusca parada también forma parte de lo que sabemos que llama la atención a una mirada atenta.

La necesidad de no ser o estar naturales al instante, cuando lo inmediato además tenía una intensidad difícil de suprimir, provoca la reacción “apaga” impulsos inoportunos en que consiste la vergüenza.

Rápidamente surge la etiqueta de esta contra-emoción: “tengo vergüenza”, y también esa etiqueta nos parece indigna de ser vista, especialmente si de pequeños nos afeaban esos momentos con agravantes tales como “das asco”, “eres penoso”, “me repugnas” y vituperios similares con los que algunos educadores adornan sus intervenciones correctoras.

Como que tenemos necesidad de parar urgentemente la misma reacción de vergüenza, para ello sentimos vergüenza de tener vergüenza, esto es, sentirla se nos asemeja algo imperdonable.

Si apareciera a nuestro socorro una orden salvadora (“besa a tu tía”) podríamos al menos detener el círculo vicioso que está retorciendo nuestras emociones.

Si no tenemos mayor compromiso siempre podemos imbuirnos en un periódico o mirar a otra parte con disimulado interés, pero si nos vemos obligados a relacionarnos puede desencadenarse en nosotros el azoramiento, el apocamiento y la temible parálisis.

Por ejemplo, puede decirle un varón a su compañera mujer, “qué guapa estás hoy” en vez de “me gusta el trabajo que has hecho”, que es lo que preferiría ella. ¿Cómo se puede responder a una provocación si ella no tenía interés previo? No se puede, en cierto modo, ni responder bien ni responder mal. En cambio la mirada sigue ahí esperando algo, causando vergüenza hasta poder “salir del paso” sonriendo sin ganas, dando las gracias que poca gracia nos hacen, o arriesgándonos al reproche: “era una broma”, “qué mal carácter tienes”.

Ocurre en algunas ocasiones que estas actitudes que provocan vergüenza son deliberadas en vez de casuales. Entonces hablaremos de abochornadores y avergonzadores que abusan del factor sorpresa o comprometedor para disfrutar del efecto que suscitan y sacar una ventaja de ello, habitualmente sentirse superiores.

Una lista de ideas útiles para afrontar los distintos tipos de vergüenza es:

La mirada del solitario

La forma en el que el solitario mira a su alrededor está teñida, como velada, por saberse excluido del círculo de las personas que supone vinculadas de forma significativa y exitosa. Está aislado, bien por su propio empecinamiento o intransigencia o por haber estado dejado de lado, abandonado a la deriva por la tripulación. Si fuera retiro voluntario y monacal no perdería su orgullo iluminado y vería a los demás como quien contempla la pequeñez desde la cima de una imponente montaña. Si se tratase de un rechazo directo de la sociedad, como en el antiguo ostracismo griego, sin mundo de pertenencia, viajaría apátrida, y su mirada siempre sería lejana sin ver la bruma con que la lejanía ha sumergido sus recuerdos y miope a una proximidad que sabe que no es la suya. Quienes cambiaron de país a veces se sienten extranjeros tanto respecto de su lugar de origen como del nuevo, al que nunca acaban de adaptarse del todo. El mayor número de solitarios no son ni una cosa ni otro, su situación ni ha sido voluntaria del todo ni ha sido provocada completamente por las circunstancias. Es fruto de una atomización, de una descomposición, de la otra cara del orden social, que nunca logra la perfección.

La mirada del solitario pasa de la hostilidad a un mundo que parece haberle abandonado a su suerte como una especie de castigo injusto por un delito que no se sabe cual es, hasta una mirada desolada que espera aún algún milagro. Estas últimas especies de llamadas de socorro no suelen surtir ningún efecto, o peor, provocan la reacción contraria a la ansiada. Quizá los demás, colocados en su confort, ven en el solitario un espejo de lo temido, todo lo diferente y peculiar que cada uno sabe que podría causar rechazo de salir a la luz. Se dice que en la guerra aparece nuestro yo oscuro dispuesto a las peores concesiones con tal de sobrevivir, y que entonces sólo quedan los héroes anónimos para salvar la situación con su sacrificio.

El solitario emite, para los que le ven, una especie de tufo mortal que les hace sentir un religioso temor y recelo. Tal suspicacia del espectador al que se dirige en potencia el solitario con la mirada le desespera más si cabe. A menudo está tan solo que no mira de frente, sino cuando sabe que no es observado, de reojo, o disimulado entre la multitud, u oculto.

La mirada, la extrañeza y el absurdo

Estamos tan acostumbrados a mirar lo que nos rodea, incluidos a nosotros mismos -aunque no nos vemos sino a través de los comentarios de los demás y la imagen del espejo- que la sensación de familiaridad, fruto de la adaptación, se extiende como un agradable jardín a nuestro paso, en todo lo que hacemos. Como autores, nos reconocemos responsables de nuestros actos. No siempre. Si se nos imputan ciertos errores o descubren intenciones aviesas podemos renegar y comportarnos como esos hermanos que para evitar la regañina de la madre aseguran que ellos “no han sido”, o lo que es peor, “ha sido mi hermano”.

En cualquier momento podemos dividirnos entre yo que miro algo y yo que me miro mirando. Estoy viendo una película y de pronto interrumpo la modalidad de acción y paso a contemplar a un extraño que mira una película. ¿Qué hace “ese” mirando una historia fantasiosa, ahí sentado? ¿para qué se sumerge en un mundo de ficción? ¿De qué huye? . La misma película la podemos contemplar bajo el punto de vista de que no tiene sentido: apagamos el sonido y vemos gesticular de forma ridícula a los personajes, no fijamos por ejemplo que está ahora en una peluquería y un segundo después habla por teléfono en un automóvil ¿como puede suceder sin acabar de arreglarse el pelo, pagar, salir por la puerta, ir hasta el aparcamiento, poner en marcha el coche? ¿no es algo totalmente inadecuado hablar por teléfono conduciendo? Conforme cogemos más distancia menos experimentamos la coherencia que obtendríamos si “nos metiéramos” dentro de película, y con sonido, por supuesto.

De igual modo me puedo dedicar a estudiar mis rutinas diarias bajo el punto de vista de ser un observador que todo lo desconoce, pongamos el caso de un extraterrestre que estuviera estudiando el comportamiento humano. En la medida en la que juego a no saber lo que se de mí, parece que todo lo que contemplo se vuelve extraño e incomprensible. ¿Quien es ese que ama sin saber a quien ni porqué ni quien es él mismo? ¿Un ente alienado que de pronto resucita y descubre maravillado la esclavitud en la que estaba sumido? ¿un visionario que se abre a una nueva luz que descubre la oscuridad en la que estaba sumergido? En todos estos casos es la forma de mirar la que distorsiona la realidad que vivía segundos antes, sumergido en la ingenuidad de la acción (al menos quien permanecía ajeno a las retorcidas interpretaciones).

El distanciamiento puede resultar espectacular cuando se aplica a los momentos más sublimes, porque entonces aumenta su capacidad de destruir. Si estoy haciendo el amor, puedo separarme de lo que sucede y mirar desde afuera la escena: veo ahora dos animales copulando, moviéndose de forma grotesca, arañándose y sudando. La mirada extracorpórea denigra totalmente lo que esta sucediendo, ensuciándolo y degradándolo. Me puede escapar de cualquier situación simplemente mirándola bajo otro punto de vista asombrado. Arrancándole su sentido se vuelve sin-sentido, absurda.

Me miro al espejo e intento reconocerme, no para descubrir los detalles que escapan a mi control y que sólo son vistos por los demás, sino para poner en duda mi propia identidad: ¿quien es ese que aparece reflejado? Sus rasgos de observado bajo sospecha, sus muecas para provocar reconocimiento producen una especie de repudio similar a cuando encontramos defectos en la cara de un extraño. ¿Ese soy yo? No podemos asumir esa cara como parte de nuestro cuerpo visor (que no puede auto-observarse mientras mira). Asumirla sería como aceptar estar en cierto modo abducidos por otra personalidad ajena. Mirarnos con amor, mirarnos con asco, mirarnos con miedo o recelo son maneras muy diferentes de aproximarnos a nosotros mismos. Nos tratamos, nos definimos, nos asumimos según con qué intención, distancia crítica o buena fe miramos. ¿Cómo será el mundo para nosotros si sólo tuviéramos ojos para los desconchones, las manchas, las roturas, imperfecciones, las hojas podridas, escupitajos y chicles? Tendríamos la sensación de estar en un entorno descolorido, estropeado, gastado, y ello nos sumiría en una melancolía muy distinta a la euforia de estar pendientes de la belleza exterior, las curiosidades y novedades, la cosas dignas de ser vistas, el estallido de la naturaleza y el lado bueno de las personas. Con la mirada podemos extrañar, repudiar o por el contrario, familiarizar, aproximar.

Fracaso de la represión de la mirada

Ocurre que nuestra mirada errática mira incluso lo que si alguien nos sorprendiera mirando, podría ser mal interpretado.

Cada vez que una mujer mira a otra mujer, parte de la foto que impresiona su retina tiene un trozo en el que está el escote, la forma del pecho y otras partes que se miran también cuando se supone que hay un interés erótico. ¿Cómo sabe entonces que ella mira bien o mira mal, como homosexual que que no quisiera aceptar que en el fondo lo es?.

Se dirá que lo único que tiene que hacer esa persona a la que le ha entrado esta malévola duda, que además puede retrotraer a algunos incidentes olvidados cuyo sentido ahora se os antojan premonitorios de alguna misteriosa revelación, es averiguar si realmente mira más de lo debido lo que no debería mirar.

Pero el problema técnico surge a la hora de poner en práctica la “prueba de normalidad”: cuando aparece una mujer protuberante, mira al pecho, suspende un momento el acto de la mirada en el aire, y se pone a inspeccionar cómo esta mirando, pero entonces la mirada, más la inspección espantada de cómo estoy mirando, hace que parezca que la duración es mayor de lo usual o de lo que era en épocas de “homosexualidad supuestamente dormida”. Esta mayor duración de la mirada, ¿es prueba de un deseo que no se quiere aceptar?, ¿qué otra explicación dar? ¿se preocuparía alguien tanto de cómo mira si realmente no hubiera algo de qué preocuparse?

La persona puede entrar en estado de congoja y alarma, como si una enajenación estuviera en proceso de poseerla. Lógicamente intentará, para recuperar la paz perdida, reprimir las miradas que tanto le perturban. Pero, ¿lo conseguirá?. ¡No!.

No porque realmente el deseo homosexual fuera verdadero, sino justamente porque no lo es, aunque a la persona le parece que sólo puede demostrarse con una única prueba, que es imposible: que al mirar a otra mujer no se mirara ninguna parte erótica. Se intentará mirar al suelo, disimular, entornar los ojos pretendiendo que a través de la rendija se vea sólo la cabeza, o acortar al mínimo la exposición ocular, pero contra más vanos esfuerzos de disimulo se hagan más terrible será constatar que tarde o temprano acaba mirando.

Y contra más aparentemente fracasa este intento de no mirar más espantadamente se mira para comprobar si todavía se sigue mirando, hasta que lo que se hace por deseo, lo que se hace por sospecha y los que se hace por comprobación se confundieran de tal modo que parecieran equivalentes, y aun siendo cosas incompatibles pasaran por demostración de lo mismo.

También un hombre heterosexual puede interesarse por las partes íntimas de otro hombre, por casual observación o por una repentina curiosidad por el potencial atractivo, rivalidad o constatación comparativa. Si se pillara con la mirada en la parte prohibida de mirar bajo sospecha de homosexualidad, podría encontrarse en falta, y ésta espantada observación le podría llevar a recelar de algo que a sus ojos podría ser horrible: todo lo contrario del homosexual, que en estas circunstancias se regodearía y excitaría.

Como en el caso anterior, el mismo temor a estar volviéndose homosexual sin su permiso ni consentimiento, o incluso el temor a ser malinterpretada su mirada por otros hombres (“¿porqué mi mira tanto, sino es que es homosexual?”), puede provocar tantos deseos de evitar el malentendido, que esos mismos intentos creen una conducta anómala que llame la atención. Salir repentinamente corriendo, sudar, parecer candoroso o tímido enamorado, mirar en un momento inoportuno por culpa de no haber mirado en el oportuno, demorarse en angustiosas comprobaciones de la marcha de su problema.

Contra más extraña sea su relación con la mirada, más esa extrañeza será asignada a un mal funcionamiento de la sexualidad, más que a las retorcidas consecuencias de la sospecha. Esa equivocación de causa produce que luchemos en vano con el problema que no tenemos, empeorando el que sí tenemos.

Cuando miro una cara, ¿cómo sé que esa cara pertenece a la persona que creía hasta hoy que era? ¿No podría ser esa persona hija de otros padres? ¿Y si esa persona fuera sincera, no tendría yo quizá otra actitud distinta, por ejemplo si mi enterara que en realidad es familia secreta de alguien que odio o me repugna?

Si alguien que parece buena persona me dijera que es un violador, tal vez le retiraría la palabra, por lo tanto, ¿cómo se yo que hablo con quien me parece que hablo? ¿cómo sé yo si no debería estar más desconfiado, con mayor frialdad, o incluso con hostil distanciamiento?

Si estas dudas pueden socavar de pronto la inocencia con la cual hasta ahora miraba. ¿No existe acaso la maldad, que se repartirá en muchos rostros que podrían ser cualquiera de los que miro?. Tenderé a escrutar los rostros, estudiando los conocidos bajo el punto de vista que pertenecieran a otros y los desconocidos bajo el punto de mira que estuviera subrepticiamente relacionados con los de las personas que mas trato. Quizá mi mejor amigo es pariente de ese vecino con el que me cruzo todos los días y saludo de forma un poco antipática, ¡qué vergonzoso sería!.

La misma hipótesis de que lo que es, no es, vuelve extraña la visión de los rostros, que en las diversas hipótesis contaminan los verdaderos rasgos, haciéndolos confusos y fantasmagóricos. Contra más miro menos veo, y contra menos quiero ver más aparecen los rostros ocultos, que me hurtan la confianza y me persuaden de la necesidad de ponerme en guardia frente ese mundo que ya no es el mundo.

Me asomo a un puente y veo las aguas turbias, imaginándome qué pasaría si cayera en ellas, si me ahogaría o sabría salir en el último instante. Pero esa caída que he visto sin verla realmente suceder ¿qué es? ¿Es una oscura atracción del abismo que de pronto se instala sin mi beneplácito? ¿Se trata acaso de una premonición de un posible suicidio? ¿La llamada de la muerte que dicen que habla con formas sibilinas y crípticas?. Da escalofríos: luego esa imagen hay que apartarla, reprimirla.

Pero esa imagen ¿se conforma con ser una intrusa que fácilmente consiente en irse? Puede que se rebele con la misma fuerza abusiva con la que intento suprimirla de una forma radical, haciendo ver que nunca haya existido, que sea como una matrimonio anulado por el tribunal de La Rota, que me engañe a mí mismo diciendo que ni me preocupa ni la he considerado amenazante o verosímil. Conforme más intento elevarla al cielo de las inocentes más tormentosa e infernal se torna.

Cada vez que atraviese ese puente, o me asome a una ventana o divise un paisaje acantilado, la idea intrusa se me impondrá para demostrarme, ofendida, su indignada protesta por intentar hacerla desaparecer. Hasta que no la acepte benévolamente, desdramatizadamente, hasta que no me importe si está o no está, ella me querrá como quien se siente despreciada, y tanto el despecho como los intentos de dejarla la volverán más celosa y vengativa.

Veo unos libros en un escaparate, ¿cuantos son?. Veo pasar un coche, ¿su matrícula es capicúa? Estas inocentes y desocupadas tareas podrían ser una forma de matar el rato como otro cualquiera. Pero también se pueden transformar en tiranías. Contra más cuento y registro más glotonería contable alimento. Descubro entonces que las cosas y los números son ordinales y cardinales, me maravilla y me seduce el mundo visto bajo este punto de vista, habitualmente oculto detrás del desprecio por lo pequeños detalles. ¿Quien da a importancia a cuantas ventanas hay en un edificio que ve al pasar, cuantas latas hay exactamente en una estantería del supermercado, o cual es exactamente esa cifra que se convierte en aproximada por falta de atención detallada a los todos los números que la componen?. He aquí la tentación: el orden , la exactitud, el control.

Pero la minuciosidad de la que hablamos no es una de carácter necesario, como por ejemplo, la necesidad del cajero de cuadrar las cuentas, sino un lujo que se da la persona, más bien porque pronto descubre que no puede evitarlo y puede permitírselo.

Por un lado aparece la cosa, con regularidades que hay que precisar, orden que hay que establecer, peculiaridad numérica que hay que constatar, a continuación está el impuso incoercible a contabilizarlo y ficharlo (cinco ventanas, matrícula 2345 como el número de la casa de mi prima y la edad de mi hermano). Como que después de todo sabemos que es un esfuerzo superfluo, inútil e incluso que hace de nuestro alegre paseo una especie de vuelta a la escuela, hay que reprimir la pequeña manía. Pero he aquí que conforme menos queremos apartar la vista más los ojos se empeñan en quedarse pegados al 1,2,3... como si acabar de mirar se confundiera con acabar de contar, o rechazar lo innecesario se transformara en imprescindible contabilidad de las cosas innecesarias que hay que rechazar.



1Esta reducción que nos volvería meros objetos trasientes, y “our identity es not what matters”. D Parfit, Reasons and Persons, Oxford University Press 1986, pág 245.

2Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, Ed. S.XXI Madrid 1996 pag. 351 y ss.






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