LA MIRADA Y EL MIEDO

Ser mirados

La experiencia de ser explorados por la mirada de otro nos puede llegar a inquietar y llenar de desasosiego. Una posibilidad es consideramos anónimos objetos del paisaje, intercambiables con cualquier otro elemento expuesto a la visión de un observador, sin mayor detenimiento e interés que el del puro paseo de la vista indiferente. Tanto da que nos asemejemos a cualquier otro objeto. Lo opuesto al anonimato o estar expuesto de forma circunstancial, es la mirada escrutadora, la que permanece durante más tiempo y con mayor dedicación, intentando averiguar quiénes somos o qué pretendemos. Es incompatible ser uno cualquiera a ser un espécimen a estudiar concienzudamente en base a un interés remarcable.

Ser mirados enlaza nuestro universo de deseos con el prójimo que se nos cruza y deviene de pronto, aliado o potencial enemigo por la simple casualidad de dar respuesta a alguna característica relevante. Ejemplo del primer tipo, es la mirada que busca un presumido con ropa nueva. Espera ser descubierto1, llamar la atención y que el anónimo admirador se demore más de la cuenta por lo llamativo de su indumentaria. Busca el elogio silencioso, arrancado a la espontaneidad, guiado por algo irresistible e incondicional, como un bebé adorado por su sola presencia sonrosada. Pensemos ahora en un ladrón que observa a su alrededor por si hubiera alguna autoridad, un policía reconocible por el uniforme, un agente de paisano o una persona cualquiera a la que le pudiera sonar de alguna tropelía. Se siente expuesto al peligro de ser descubierto, de ahí que estudie la manera en qué le miran, no fuera que encontrara indicios de ser reconocido, a tiempo de disimular o huir antes de que se produzcan iniciativas acusatorias2. El que mucho teme, también supone mucho, y así, aunque faltaran candidatos a vigilantes oficiales, podría encontrar sustitutos en las cámaras de seguridad, en los que parecen hacerse selfies por el camino o tras los visillos de las ventanas.

Nuestros deseos y temores, al ser propios, son trasparentes para nosotros, no necesitamos reflexionar sobre ellos para tenerlos claros. En cambio el mundo que miran otros es opaco para nosotros. Carece de sentido evidente y hemos de deducirlo por sutiles indicadores como la dirección de la mirada, el tiempo de exposición, el aspecto general de la persona o atributos de rol social. Como dijo el poeta Octavio Paz, «La transparencia del mundo interior hace que la opacidad de las miradas ajenas nos cubra como un manto de sombras; y esta sombra, que sólo nuestros ojos ven, es la única realidad que poseemos»3

La atención se vuelve selectiva ante lo temido4. Si tenemos complejo de inferioridad nos dará pudor ser «examinados» por los viandantes temerosos de ser cuestionados al vuelo como ejemplares dignos de repudio. Si ansiamos encontrar un amor, nos parecerán tiernas y seductoras las miradas que nos lancen las personas atractivas que se crucen en nuestro camino, creando la ilusión, aunque fuera efímera, de ser deseables. En caso de dar importancia a un atributo determinado, pongamos, tener un coche nuevo de una marca y color, un brazo escayolado o mechas azules, cuando encontremos algo similar en nuestro campo visual, la mente nos avisará: «mira otro coche igual», «también tiene mechas azules», «tiene mal el brazo». Es posible que la llamada de atención sea bidireccional, y el «igual» cruce la mirada con la nuestra, reconociendo implícitamente la coincidencia con cierta complicidad o huída por el tremendo disgusto de falta de originalidad.

Los niños pequeños miran a la madre, en muchas circunstancias -como si se tratara de un espejo5- para saber qué sentir; si la mirada recíproca muestra disgusto tocará estar tristes, si expresa alegría habrá que sonreír. De adultos nos pueden surgir dudas ente la risa y el llanto por lo que habremos de verificar la mirada del otro para podernos decantar.

La mirada impenetrable

Cuando vemos aterrorizados que alguien nos está mirando, suponemos lo que tememos, esto es, un desprecio, un rechazo o un considerarnos indignos de nuestras aspiraciones. Es difícil adivinar por la mirada del otro cual es exactamente su postura frente a nosotros. Se nos asemeja a algo pétreo, impenetrable y por ello un angustioso secreto que no nos despeja las dudas, ni nos tranquiliza las inseguridades6. Si pudiéramos entrever una mueca clara de asco o repudio, aún siendo algo profundamente desagradable, no sería, por lo menos, incierto. Sin más datos confirmatorios nos gustaría agradar pero se nos hiela la expectativa en una parálisis que no se sabe si es de caída o de esperanza de salvación.

La mirada de los adultos que no sonríen, tiene cierto misterio y pasmo conmovedor en los niños cuando necesitan imperiosamente un acogimiento benévolo, que se les hace de rogar o no aparece y amenaza con un giro sorprendente de la situación en que, además, si a la notable decepción le sigue un castigo por haber esperado amor de una forma incorrecta o fuera de lugar por alguna extraña razón. ¡Son tan desconcertantes los adultos que tan pronto te ríen las gracias como te repudian por pesado o te riñen por inadecuado, aparentemente por las mismas razones!. Los criterios de los mayores se le escapan al niño, que los observa, primero elevados en una cima, hasta que él mismo la alcanza de adulto, aunque le siguen confundiendo, le deslizan de sorpresa en sorpresa y abren nuevos laberintos en el último momento en que cree por fin haber llegado.

También a nosotros nos pueda ocurrir que nos encontremos tan desapegados de nuestro cuerpo y desencantados de nuestros propósitos que circulamos por los acontecimientos de forma inerte, pasiva, reducidos a mero pasaje y sin llamar a nadie ni ser tampoco interpelados7.

El silencio de la mirada

Cuando analizamos el poder «penetrante» de la mirada del otro nos basamos en nuestra propia capacidad de deducción e imaginación, desde la simple imaginación erótica descarada de ver al otro más ligero de ropa de lo que está o prestándose a ciertas acciones con docilidad complaciente, hasta suponer rasgos de personalidad o estados que tendrían como prueba cada arruga, ceño o pose de la persona observada. Unas nos parecen amargadas, otras preocupadas, otras risueñas. ¿Cómo vemos al otro? ¿Teniendo un lugar en el mundo, con un papel que desempeñar, con una misión o utilidad? Es ciertamente la visión que tiene el niño del conjunto de los adultos, una clase de personas con valía, poder y dignidad. Idealizamos a los demás, porque efectivamente, tenemos de ellos más opiniones y prejuicios que experiencias y nuestras suposiciones son teorías, ya que nos basamos en similitudes y recuerdos, que damos por sentado que son equivalentes. No es que nos equivoquemos, como en las novelas con «sorpresa» en que el que parece malvado en realidad tiene buen corazón o el simpático aparente es una especie de personaje manipulador. Es nuestra habilidad fisionómica la que nos permite leer la cara, los gestos y los trozos de acciones que fichamos al mirar.

Sabemos bien cómo contemplamos a los demás, qué nos agrada y qué nos produce rechazo o admiración. ¿Por qué estar entonces tan a la defensiva, suponiendo que nosotros somos del grupo de los apestados? Tal vez demos mucha importancia a la belleza, al porte, a la apariencia de seguridad, a todo aquello que un buen publicista sabe exhibir para vender un producto.

Pero esas supuestas sentencias, que producen una angustiosa sensación de lejanía e inadecuación, también podrían ser atemperadas y aligeradas si observamos algunos de los comportamientos menos espléndidos de los jueces -hasta las monedas del César tienen dos caras- o menos intimidatorios, porque también están expuestos a la vulgar cotidianidad.

Por lo tanto, es la manera de seleccionar lo que produce tantos efectos extraños. Los cosas se complican cuando se trata del mirarse a uno mismo siendo mirado con desprecio por el otro o de mirar al otro cuando nos mira siendo mirado con aprobación, siendo ad-mirado.

¿Qué pensaría alguien de nosotros, si supiera que le hemos utilizado en una fantasía masturbatoria? ¿aceptaría nuestras disculpas aduciendo que se trataba de una inocente fantasía y no de un juicio real sobre la persona de carne y hueso? ¿y qué diría de nosotros quién hubiera realizado una imprudente maniobra, si escuchara nuestro pensamiento «se merecería tener un accidente»? No se nos saldrían los colores, si el individuo que está cobrando una importante cantidad de dinero delante de nuestro se volviera, justo cuando estamos fantaseando con la idea de quitárselo y salir corriendo y en vez de mirarnos con temor nos mirara ofendido y nos dijera «¿qué está usted pensando?».

Pensamientos hostiles, turbios, eróticos, pensamientos absurdos que se rechazan o pensamientos que harían las delicias de un escrupuloso y en cambio, habitualmente los consideramos una licencia compensadora, un alivio inocente sin mayor implicación, algo que no debe tomarse moralmente de forma literal y no cuestiona la realidad de los hechos, que son los que deben marcar en definitiva el punto en que comenzar a juzgar. A la mirada silenciosa se le hace hablar a conveniencia unas veces, otras se vuelve hostil, instrumento de tortura.

La mirada punto de referencia del presente

Cuando percibimos la realidad externa, lo que damos por supuesto es que «está ahí fuera». Es el terreno por el que nos desplazamos, el teatro en que suceden las distintas acciones, en que colocamos a los demás, y donde nos incluimos a nosotros mismos estando también «ahí afuera», aunque en esta última posición tenemos dificultades para vernos desde un punto de vista externo, como una cosa entre cosas, como una persona cualquiera entre una multitud, debido a que yo-mismo siempre me veré como propio, Sujeto, en vez de una alteridad8.

La realidad externa que estamos percibiendo ahora, es una especie de centro del que parten todos los caminos, unos al recuerdo pasado, otros a lo que suponemos que sucederá, y a todo lo que también damos por supuesto que está ahora mismo a nuestras espaldas o fuera de nuestro alcance, pero que con un adecuado desplazamiento o prueba indirecta, podríamos comprobar que estaba ciertamente ahí, como dábamos por hecho, por lo que nos parece que ahora mismo no habrá desaparecido -de ahí la sorpresa de no encontrar lo que esperábamos-.

Como lo que está detrás de nosotros, detrás de los biombos y las paredes es una realidad razonable pero no expuesto directamente a la percepción, podemos teñirlo con ideas que aún siendo verosímiles nacen directamente de una intención recelosa, como al pensar que un vecino podría estar escuchándonos detrás de la pared o que una persona estuviera pensando a nuestras espaldas que somos ridículos o haciendo con la mano un gesto ofensivo.

No podemos controlar directamente la veracidad de estas sospechas a no ser que nos diéramos la vuelta y explorásemos, y aún así, como quiera que las frases acaban y las gestos que se dibujan llegan a su fin, cuando nos volviéramos sólo veríamos un trozo, un indicio temporal de los hechos que como prueba sería insuficiente y requeriría de una hipótesis, cuya buena fe podría asimismo verse alterada por la anterior sospecha, de modo que la mano caída al costado, que podría ser la mano que cayera después de que una persona se hubiera ajustado las gafas, pasaría infectada por el recelo, a ser una prueba de que nos insultase con un gesto grosero y que hubiese bajado la mano con premura para no verse sorprendido.

Mirar para movernos y desplazarnos por el mundo en que estamos sumergidos constantemente se basa en captar los trozos temporales de las realidades externas, especialmente los actos de los demás e interpretarlos correctamente al vuelo. La realidad no es obvia y necesita de años de aprendizaje minucioso, y lo que la hace particularmente difícil no es tanto la complejidad de los fenómenos naturales, el cálculo de la física y la geometría de las cosas como la interpretación de las intenciones de los demás.

Si una viejecita estira la mano de forma implorante, deduzco que lo que quiere es que le ayude a levantarse del banco; pero caben sorpresas y errores: podría ser que coja mi mano para empujarme hacia ella y lograr que me siente en el banco para charlar con ella.

Afortunadamente no siempre nos la jugamos en un instante y disponemos de tiempo para aprender a corregir sobre la marcha los errores que cometemos, siempre que errar nos parezca algo estupendo para perfeccionarnos en vez de una imperfección imperdonable.

Se dirá que, si bien la interpretación de gestos y escenas mudas es harto imprecisa, en cambio, sobretodo en lo que respecta a los objetivos más importantes, contamos afortunadamente con el lenguaje, que nos orienta de forma certera gastando unos pocos movimientos articulatorios, rápidos y precisos, orientados a producir sonidos articulados con un valor simbólico. Una palabra designa una cosa, una frase una acción o acontecimiento que no se ve o se describe en sus aspectos oscuros e invisibles. Sobre todo, a través de la palabra podemos traducir nuestros pensamientos, razonamientos y propósitos y hacérselos asequibles a los demás.

El inconveniente del lenguaje verbal, sin embargo, a pesar de su enorme potencialidad, es que permite muy fácilmente mentir, engañar, simular y manipular, mucho más que el gestual. Además, el lenguaje, para funcionar como mecanismo de comunicación, debe estar basado en códigos sociales admitidos por la comunidad hablante, por lo que nos vemos obligados a utilizar terminologías, esquemas de referencia o términos con connotaciones históricas, que ya nos encauzan en una forma obligada de razonar y explicar las cosas que nos impide, a veces, decir lo que queremos decir, a no ser por el rodeo del circunloquio, la metáfora o la expresión poética.

Expresarse requiere mucho más rigor -porque por lo menos hay que ajustarse a la forma convencional de hacerlo para resultar inteligibles- que interpretar lo que se oye.

El oyente, como el lector, debe rellenar lo que falta en las frases, que es casi todo, y deducir del conjunto del contexto, las informaciones, los hechos que se esgrimen y se exhiben, ¿cuál es la intención pragmática de todo ello, qué pretenden los demás al hablar?. No se habla como quien silva en un día soleado, sino con la pretensión de provocar un determinado efecto, aún cuando éste fuera tan elemental como matar el tiempo de una forma entretenida.

El que interpreta, para colmo, rara vez se comporta como si fuera una máquina registradora de lo que se dice, sino que tiene siempre intereses propios, por lo que unos temas le parecen más atrayentes que otros, unas frases llaman su atención, otras en cambio las elimina al punto de parecer que no las ha oído y para remate, la forma de escuchar hace que el interlocutor se sienta más tranquilo, acogido, torpe o juzgado, variando las situaciones, por lo que aparece totalmente confundida la cadena de quién produce qué efecto: por ejemplo, si el orador es excelente o más bien el público está muy bien predispuesto, o si el arrobamiento y la pasión de unos y otros se entrecruza de forma que a todos les exalta por igual.

Una escucha hostil podría crear un interlocutor torpe y vacilante y una escucha admirada podría seducir al amante que deseamos que nos ame haciéndole creer que es extraordinario -con lo que se corre el peligro de que se lo tome demasiado al pie de la letra-.

Las miradas acompañan lo que se dice de distintas maneras, con brillo en los ojos, veladamente, con atención y concentración, asombro o tristeza; pueden ser coléricas o ardientes, desplegadas de arriba a abajo para aumentar un asombro, morbosas, ejercidas descarada e impunemente para azorar a la víctima, decepcionantes y hasta vacías. Se puede mirar de reojo para descubrir a un acechador o por encima de las gafas, connotando posición superior. Todo ese variado mirar enmarca lo que se dice como si pusiéramos título a lo que miramos: tragedia, comedia, intriga...

El arte interpretativo, en la medida que pretende ser intuitivo, fidedigno, perspicaz y certero, requiere como todas las habilidades un entrenamiento exitoso.

Para comenzar, hemos aprendido los nombres de las cosas, particularmente de los sentimientos e intenciones. Con indeseable frecuencia los niños aprenden a ser mirados casi en exclusiva para ser censurados («no hagas eso», «no te pongas así», «no toques esa guarrería») ¿No se creará así la temerosa espera de ser atravesados por una mirada censuradora, un silencioso espanto de cara a manifestarse espontáneamente delante de los demás?.

En otras ocasiones los niños se ven rodeados de adultos mudos que no comentan nada, que parecen estar demasiado atareados como para perder el tiempo en minuciosas explicaciones -seguramente debido a su poca importancia-. ¿No se generará con ello la sensación de que cualquiera sabría cosas que uno no sabe, que uno es menos que más, que debe escrutar espantado las sorprendentes y obvias conclusiones de los demás -ellos sí, personas de primera categoría- ?

El trato brusco y agresivo sistemático nos hará precipitados guardianes de los ataques que nos parecerá adivinar en cada tonillo airado o comportamiento seco, antipático o poco agradable, esperando que surjan de ahí los más malévolos dardos venenosos que deberemos escupir antes incluso de que pudieran llegar a herirnos.

Si hemos tenido padres confusos, manipuladores y mentirosos que nos han dicho que nos adoraban mientras nos maltrataban, nos privaban de amor porque nos querían, nos despreciaban porque nunca llegábamos a la altura de sus expectativas y nada merecíamos por mucho que nos esmeráramos, ¿no nos han preparado para entenderlo todo al revés, que si alguien nos maltrata nos parezca en el fondo bueno y si abusa de nosotros es porque no hacemos lo bastante por él?

La mirada punto de fuga

Para manipular el tiempo tenemos que escaparnos del presente, que devora con su realidad plena toda especulación de lo que fue, será o podría ser, al igual que un agujero negro atraparía la luz en su interior.

Mirar viendo lo que vemos nos impide completamente especular sobre otras posibilidades, y por consiguiente hay que saber mirar sin ver, para ver algo distinto de lo que vemos, para ver escenas de futuro, o ensueños de cualquier otro tipo y función. A veces ensoñamos para cumplir deseos que no pueden satisfacerse de otra manera, otras para tomar decisiones sopesando alternativas o para motivarnos con una especie de botín que nos prometemos o infierno que nos tememos.

Para lograr ver sin ver utilizamos la manipulación de la atención que es como una puerta de entrada de los datos en el procesador central, de modo que al cerrar la puerta hacemos que los estímulos externos recibidos, no pasen más allá de cierto nivel de elaboración y queden reducidos a la mínima expresión, porque después de todo, siempre hay que estar en alguna parte para ir a otra y se pueda crear una sensación de camino de ida y vuelta, en vez de flotar en el aire como místicos en pleno éxtasis.

La impunidad de ver a nuestro antojo lo que no esté delante de los ojos requiere una exquisita puesta en escena, una pose áurea en la que parezcamos estar interesadísimos en un punto que, en verdad despreciamos, una falsa atención a los demás puede parecer incluso demasiado intensa. -«¿porqué te has quedado mirándome de ese modo?’» «¿qué miras con tanto interés?», se preguntan. «Nada», responde el abstraído, «me he quedado pensando»).

Es un mirar sin que la vista penetre9. Esto es, sin que extraiga del filón del mundo algo para alimentarse. Es un «pasear la mirada» por la superficie, mirar la pintura del cuadro en vez de concentrarse en lo que allí se representa por medio de colorines, pero que «lo representado» sea una experiencia activa que nos toque adivinar más allá del empaste y el trazo. Es el sentido de las cosas lo que desatendemos cuando las vemos sin querer verlas.

¿Por qué nos apartamos así del presente?. En primer lugar debemos considerar que nos lo podemos permitir: no hay nada urgente que nos perdamos. A veces esto no está bien calibrado, y entonces lo llamaríamos «peligroso despiste», como no atender a que el coche se desviase o derrapase, no ver que ponemos la ropa en el horno,...

Si aceptamos la posibilidad de no correr riesgos importantes, ahora sí, podemos pretender que este huir del presente nos hace ganar tiempo, un tiempo que existe en paralelo, como cuando pensamos en algo que está ahora en otro lado, en futuro, en pasado, o incluso quimérico o desiderativo: aunque no exista o si existiera.

Estos «otros tiempos» son puramente imaginarios, y realmente en ellos no hay que manejar el cuerpo para posarlo aquí o allá, hacer un esfuerzo o ejecutar habilidades. Además es un tiempo a nuestro antojo y no al capricho de los horarios de trenes y las pesadas esperas a que nos obligan las distancias, por ejemplo. Podemos hacer fácilmente bricolaje y pasar del verano al invierno en un instante, del querer decir algo a haber conseguido el efecto oratorio deseado sin llegar a pronunciar una frase siquiera.

Es de suponer que este «viaje por el tiempo» tiene alguna finalidad útil: distraerse, regodearse, aclararse, decidir opciones, explorar situaciones, repasar acontecimientos, prepararse y motivarse como al fantasear cosas agradables para que hagan de anzuelo o cebo y se eleven a la categoría de «digno de empresa» y de sentido futuro, esto es, lo que nos gustaría ser mañana.

Nada impide que, por el contrario, podamos hacer «malos viajes», esto es, agobiarnos, entristecernos o enfadarnos por algo que no veríamos si realmente nos dedicásemos a mirar lo que tenemos delante de los ojos.

Podemos abusar tanto de nuestra capacidad de mirar a medias, que realmente medio miramos, sin estar nunca donde estamos del todo: la fiesta se convierte en un ruido de fondo, las conversaciones en un ronroneo que nos indica que no estamos totalmente solos, aunque tampoco totalmente integrados. Hasta nuestra pareja, en estas circunstancias medieras se convierte en algo «para cumplir», que no para gozar de manera que por fin pudiéramos olvidarnos de nosotros mismos.

Entornar la vista, nublarla con lágrimas: he aquí otras alternativas, con menos «disimulo» que las anteriores, ya que realmente sólo hay un resquicio de vista, la imprescindible para constatar que el mundo sigue ahí fuera y no ha desaparecido en nuestra «ausencia» momentánea.

Dejar que las lágrimas empañen los ojos, filtrando la luz para hacer contrastar el dolor, la pena o la alegría, y así poder sufrir o poder gozar sin panorama que nos atempere.

Algunos placeres máximos nos parecen pedir entornar o cerrar los ojos, y de este modo sentir un placer gustativo, dejarnos llevar por una melodía, un olor o un clímax erótico.

Para evocar un recuerdo o ver la escena de un episodio vivido que queremos rememorar, cerramos los ojos para resaltar el potencial de esa mirada que se dirige hacia lo que no está, lo que se hace necesario si queremos vivir algo realmente está muerto.

En resumen, la mirada puede ser un punto de fuga: de la plenitud hacia una vida aguada o desleída, de la paz al miedo, de la serenidad a la tristeza y, a la inversa, también sirve para morir de placer y de gusto.

A veces lo hacemos todo al revés: cuando deberíamos «pegarnos» a la realidad externa o encontrar sentido al mundo, entonces nos evadimos y nos retiramos a nuestra lúgubre caverna y cuando nos podríamos permitir cerrar los ojos y sentir placer, entonces los abrimos para estar pendientes de «la realidad», que en ese momento nos la podríamos ahorrar.

Mirada crítica y retaliación

No es inusual que en nuestra educación se haya hecho demasiado énfasis en la necesidad de observar lo incorrecto, defectuoso o erróneo, de modo que se nos inculca la necesidad de captar al vuelo la imperdonable imperfección de las cosas y personas que nos rodean. Dice Steinbeck «La mirada puede ser el castigo más severo, especialmente si se siente con desprecio»10 En esta misión, fruto de una pasión turbia, se mezclan a partes iguales el desprecio, el escándalo y la satisfacción por vernos ajenos a tamañas fealdades y se convierte, prácticamente, en la forma privilegiada de observar con el bisturí de la vista concentrado en todos los detalles anómalos, irregularidades, desvíos de la norma e insuficiencias indignas.

Claro está que el efecto de realzar lo podrido del mundo, lo desconchado, los escupitajos, los excrementos de perro, las manchas de la ropa, la caspa y todos los defectos físicos y sociales, es un duro precio a pagar con lo que nuestra cruzada nos hará sentir asqueados, malhumorados y rabiosos, la mayor parte del tiempo.

Además el exceso de crítica tiene un «efecto bumerang»: ver -o temer ver- en los demás la misma mirada, pero ¡dirigida a nosotros!. Tal vez tengamos desarreglado el pelo, ¡horror!, o no conjunte el color de las distintas prendas que llevamos, o qué imperdonable sería no saber algo que, a lo mejor, conozca todo el mundo menos nosotros.

Contra más criticamos venenosamente, más tememos que esa cicuta nos contamine a nosotros. Incluso podemos sentir como insoportable la posibilidad de ser despreciados, descalificados o criticados y que el temor mismo nos haga ver en cada sonrisa una guasa irónica, en cada comentario una velada censura, en cada oprobio irremediable condena y en cada premio una disimulada e hipócrita falsedad.

Miramos tal mal que ese mal mirar se puede volver contra nosotros en forma de mal de ojo, posible castigo vengativo y retaliador de un alma gemela, tan furiosa y ofendida como una de tantas de las que nosotros damos por supuesto que el mundo está poblado.

Mirada perlocutora

En ocasiones intentamos hacer «magia» con la mirada, persuadir, enternecer, disuadir, amenazar o preguntar. La expresión facial puede ayudar mucho a interpretar las distintas intenciones con que intentamos provocar un efecto. Aunque también podemos persuadir al otro a través de la mirada de qué pretendemos de él y hacer que lo asuma como voluntad propia.

Anhelamos el resultado de la intensidad ferviente de nuestra mirada, tenemos fe en la comprensión transparente, la ilusión de que quien mira y el mirado ven lo mismo, y por ende sienten igual porque llegan a idénticas conclusiones, impelidos hacia el mismo deseo a ejecutarlo como propio o por lo menos como aliados. El efecto inducido se parece al que adquieren los bebés cuando sus madres les miran: se mimetizan con una postura de la que solo comprenden que es alegre, triste o enfurruñada, según les haya mirado la progenitora.

También utilizamos la mirada como una señal de sincronía, de acuerdo armónico, procurando creer que no sólo atraviesa el alma de nuestro prójimo sino que por el orificio escapan los efluvios que podrían estropear un momento de satisfacción, amor o embeleso.

Puestos a abusar de su magia, también podríamos especular que la mirada sea capaz de hacer el mal, de provocar mala suerte, como si esa forma malévola de escudriñar contagiara con mal agüero al mirado, que se vería así arrastrado a las peores desgracias sin tener que provocar su caída laboriosamente.

Es digna de recordar la mirada, que podríamos denominar «sancionadora», en que forzamos al otro a adivinar lo que queremos o nos disgusta, obligándole a buscar distintas hipótesis acerca de qué nos sucede, del por qué de los humores que determinados acontecimientos nos han producido o qué deseamos hacer. Mientras miramos abstrusamente a ningún punto en especial de la lejanía, el otro baraja, una a una, las distintas posibilidades. Cuando finalmente haya acertado -por supuesto quien se tome la molestia de sondear, deba algo o haya cometido un error u ofensa aunque parezca no saber cuál- el mirador dejará de mirar e intervendrá graciosamente, con fingida displicencia, para asentir o perdonar las ofensas supuestamente confesadas o los errores teóricamente reconocidos.

En estas distintas posibilidades se huye de la palabra como si más que arreglar, estropeara las cosas o más que aclarar confundiera y con esa perversión atribuida de lo hablado -¡se miente tanto después de todo!- se huye con la mirada como alternativa más segura para conseguir lo mismo que produce toneladas de palabras y afanes en los demás.

La mirada del solitario

La forma en que el solitario mira a su alrededor está teñida, como opacada, por saberse excluido del círculo de quienes supone vinculados de forma significativa y exitosa. Está aislado, bien por su propio empecinamiento e intransigencia o por haber sido apartado, dejado de lado, abandonado a la deriva por la tripulación. Si el retiro fuera voluntario y monacal no perdería su orgullo iluminado y vería a los demás como quien contempla la pequeñez desde la cima de una imponente montaña, como lo haría Zaratustra11. Si se tratase del rechazo directo de la sociedad, como en el antiguo ostracismo griego, sin mundo de pertenencia, viajaría apátrida y con una mirada lejana sin ver la bruma en que la lejanía habría sumergido sus recuerdos y miope a una proximidad que sabría que no era la suya. Quienes cambiaron de país a veces se sentirán extranjeros, tanto respecto a su lugar de origen como al nuevo, al que nunca acabarán de adaptarse del todo. El mayor número de solitarios no es ni una cosa ni otra, su situación ni ha sido voluntaria del todo, ni provocada completamente por las circunstancias. Es fruto de una atomización, una descomposición, la otra cara del orden social que nunca logra la perfección.

La mirada del solitario pasa de la hostilidad de un mundo que parece haberle abandonado a su suerte, como una especie de castigo injusto por un delito desconocido, a una mirada desolada que aún espera el milagro. Aunque las llamadas de socorro no suelen surtir ningún efecto, o peor, provocan una reacción contraria a la ansiada. Quizá los demás, colocados en su zona de confort, vean en el solitario el espejo de lo temido, todo lo diferente y peculiar que cada uno sabe que podría causar rechazo de salir a la luz. Se dice que en la guerra aparece nuestro yo oscuro dispuesto a las peores concesiones con tal de sobrevivir, y que en esas circunstancias sólo quedan los héroes anónimos para salvar la situación con su sacrificio.

El solitario emite, para los que le ven, una especie de tufo mortal que les hace sentir un religioso temor y recelo. La suspicacia del espectador al que se dirige en potencia el solitario con la mirada le desespera más si cabe. A menudo está tan solo que no mira de frente mas que cuando sabe que no es observado. Lo hace de reojo disimulando o oculto entre la multitud.

La mirada, la extrañeza y el absurdo

Estamos tan acostumbrados a mirar lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos -aunque nos veamos a través de los comentarios de los demás y de la imagen del espejo- que la sensación de familiaridad, fruto de la adaptación, se extiende como un agradable jardín a nuestro paso, en todo lo que hacemos. Como autores nos reconocemos responsables de nuestros actos. No siempre. Si se nos imputan ciertos errores o se descubren intenciones aviesas, podemos renegar y comportarnos como esos hermanos que para evitar la regañina de la madre aseguran «yo no he sido», o lo que es peor, «ha sido mi hermano».

En cualquier momento podemos dividirnos entre el yo que mira algo y el yo que se mira mirando. Estoy viendo una película y de pronto interrumpo la modalidad de acción y paso a contemplar a un extraño que mira una película. ¿Qué hace «ese» mirando una historia fantasiosa, ahí sentado? ¿para qué se sumerge en un mundo de ficción? ¿De qué huye? La misma película la podemos visionar bajo el punto de vista de que no tiene sentido: apagamos el sonido y vemos gesticular de forma ridícula a los personajes, nos fijamos por ejemplo que la actriz está en la peluquería y un segundo después habla por teléfono en un automóvil ¿cómo puede suceder sin acabar de arreglarse el pelo, pagar, salir por la puerta, ir hasta el aparcamiento, poner en marcha el coche? ¿no es totalmente inadecuado hablar por teléfono conduciendo? Conforme cogemos mayor distancia, menos experimentamos la coherencia que obtendríamos si «nos metiéramos» dentro de película, y con sonido, por supuesto.

De igual modo me puedo dedicar a estudiar mis rutinas diarias bajo el punto de vista de un observador que lo desconoce todo, pongamos el caso de un extraterrestre que estuviera estudiando el comportamiento humano. En la medida en que juego a no saber lo que se de mí, parece que todo lo que contemplo se vuelva extraño e incomprensible. ¿Quién es ese que ama sin saber a quién, ni por qué, ni quién es él mismo? ¿Un ente alienado que de pronto resucita y descubre maravillado la esclavitud en la que estaba sumido? ¿un visionario que se abre a una nueva luz que desvela la oscuridad en que estaba sumergido? En todos estos casos es la forma de mirar la que distorsiona la realidad que vivía segundos antes, sumergida en la ingenuidad de la acción -al menos la que permanecía ajena a las retorcidas interpretaciones-.

El distanciamiento puede resultar espectacular cuando se aplica a los momentos más sublimes, porque aumenta su capacidad de destruir. Si estoy haciendo el amor, puedo separarme de lo que sucede y mirar desde afuera la escena: veo ahora dos animales copulando, moviéndose de forma grotesca, arañándose y sudando. La mirada extracorpórea denigra totalmente lo que está sucediendo, ensuciándolo y degradándolo. Me puedo escapar de cualquier situación simplemente mirándola bajo otro punto de vista asombrado. Arrancándole el sentido se vuelve sin-sentido, absurda.

Me miro al espejo e intento reconocerme, no para descubrir los detalles que escapan a mi control y que sólo son vistos por los demás, sino para poner en duda mi propia identidad: ¿quién es ese que aparece reflejado? Sus rasgos de sospechoso, sus muecas para provocar su reconocimiento producen una especie de repudio similar a cuando encontramos defectos en la cara de un extraño. ¿Ese soy yo? No podemos asumir esa cara como parte de nuestro cuerpo visor -que no puede auto-observarse mientras mira-. Asumirla sería como aceptar estar en cierto modo abducidos por una personalidad ajena. Mirarnos con amor, mirarnos con asco, mirarnos con miedo o recelo son maneras muy diferentes de aproximarnos a nosotros mismos. Nos tratamos, nos definimos o nos asumimos según con qué intención, distancia crítica o buena fe miremos. ¿Cómo sería el mundo para nosotros si sólo tuviéramos ojos para los desconchones, las manchas, las roturas, imperfecciones, las hojas podridas, escupitajos o chicles? Tendríamos la sensación de estar en un entorno descolorido, estropeado, gastado, y ello nos sumiría en una melancolía muy distinta a la euforia de estar pendientes de la belleza exterior, las curiosidades, novedades, la cosas dignas de ser vistas, el estallido de la naturaleza y el lado bueno de las personas. Con la mirada podemos extrañar, repudiar o por el contrario, familiarizar y aproximar.

Fracaso de la represión de la mirada

Ocurre que nuestra mirada errática mira incluso aquello, que si alguien nos sorprendiera mirando, podría mal interpretar.

Cada vez que una mujer mira a otra, parte de la foto que impresiona su retina tiene un trozo de su escote, la forma del pecho u otras partes que se miran también cuando se supone que hay un interés erótico. ¿Cómo sabrá entonces que mira bien o mal o como homosexual que no quisiera aceptar que en el fondo lo es?.

Se dirá que lo único que tiene que hacer esa persona a la que le ha entrado una duda malévola, que además se puede retrotraer a incidentes olvidados y cuyo sentido ahora se antoja premonitorio de alguna misteriosa revelación, es averiguar si realmente observa más de lo debido lo que no debería mirar.

Pero el problema técnico surge a la hora de poner en práctica la «prueba de normalidad»: cuando aparece una mujer protuberante, mira al pecho, suspende un momento el acto de la mirada en el aire, y se pone a inspeccionar cómo está mirando, pero entonces la mirada más la inspección espantada de cómo está mirando, hace que parezca que la duración es mayor de lo usual o de lo que era en épocas de una «homosexualidad supuestamente dormida». Esta mayor duración de la mirada, ¿es prueba de un deseo que no se quiere aceptar?, ¿qué otra explicación se le puede dar? ¿se preocuparía tanto alguien de cómo mira si realmente no hubiera algo de qué preocuparse?

La persona puede entrar en un estado de congoja y alarma, como si una enajenación estuviera en proceso de poseerla. Lógicamente intentará reprimir las miradas que tanto le perturban para recuperar la paz perdida . Pero, ¿lo conseguirá?. ¡No!.

No porque realmente el deseo homosexual fuera verdadero, sino justamente porque no lo es, aunque a la persona le parezca que sólo puede demostrarse con una única prueba, que es imposible: que al mirar a otra mujer no se mirara ninguna parte erótica. Se intentará mirar al suelo, disimular, entornar los ojos pretendiendo que a través de la rendija se vea sólo la cabeza, o acortar al mínimo la exposición ocular, pero contra más vanos esfuerzos de disimulo se hagan, más terrible será constatar que tarde o temprano acabará mirando.

Y contra más fracasa aparentemente este intento de no mirar, más se mira con espanto para comprobar si todavía se sigue mirando, hasta que lo que se hace por deseo, por sospecha o por comprobación se confunden de tal modo que parecen equivalentes, y aún siendo cosas incompatibles pasaran por una demostración de lo mismo.

También un hombre heterosexual puede interesarse por las partes íntimas de otro, por casual observación o por una repentina curiosidad en el potencial atractivo, rivalidad o constatación comparativa. Si se le pillara con la mirada en la parte prohibida susceptible de homosexualidad, podría encontrarse en falta, y esta espantada observación le podría llevar a recelar de algo que a sus ojos podría ser horrible: todo lo contrario del homosexual, que en estas circunstancias se regodearía y excitaría.

Como en el caso anterior, el mismo temor a estar volviéndose homosexual sin su permiso ni consentimiento, o incluso el temor a que su mirada sea malinterpretada por otros hombres («¿por qué mi mira tanto, sino es que es homosexual?»), puede provocar tantos deseos de evitar el malentendido, que los mismos intentos creen una conducta anómala que llame la atención como salir repentinamente corriendo, sudar, parecer candoroso o tímido enamorado, mirar en un momento inoportuno por culpa de no haber mirado en el oportuno o demorarse en angustiosas comprobaciones de la marcha de su problema.

Contra más extraña sea su relación con la mirada, más se asignará esa extrañeza a un mal funcionamiento de la sexualidad, más que a las retorcidas consecuencias de la sospecha. Esa equivocación de causa produce que luchemos en vano con el problema que no tenemos, empeorando el que sí tenemos.

Cuando miro una cara, ¿cómo sé que pertenece a la persona que creía que era hasta hoy? ¿No podría ser esa persona hija de otros padres? ¿Y si fuera sincera, no tendría yo quizá otra actitud distinta, por ejemplo si me enterara que en realidad es familia secreta de alguien que odio o me repugna?

Si una aparente buena persona me dijera que es un violador, tal vez le retiraría la palabra, por lo tanto, ¿cómo sé yo que hablo con quien me parece que hablo? ¿cómo sé yo si no debería ser más desconfiado, con mayor frialdad, o incluso con hostil distanciamiento?

Si estas dudas pueden socavar de pronto la inocencia con la que hasta ahora miraba. ¿No existe acaso la maldad, que se repartirá en muchos rostros que podrían ser cualquiera de los que miro?. Tenderé a escrutarlos, estudiando a los conocidos bajo el punto de vista que pertenecieran a otros y a los desconocidos bajo el punto de mira que estuvieran subrepticiamente relacionados con los de las personas que más trato. Quizá mi mejor amigo sea pariente de ese vecino con el que me cruzo todos los días y saludo de forma un poco antipática, ¡qué vergonzoso sería!.

La misma hipótesis de que lo que es, no es, vuelve extraña la visión de los rostros, que en las diversas hipótesis contaminan los verdaderos rasgos, haciéndolos confusos y fantasmagóricos. Contra más miro, menos veo, y contra menos quiero ver, más aparecen los rostros ocultos, que me hurtan la confianza y me persuaden de la necesidad de ponerme en guardia frente ese mundo que ya no es el mundo.

Me asomo a un puente y veo las aguas turbias, imaginándome qué pasaría si cayera en ellas, si me ahogaría o sabría salir en el último instante. Pero esa caída que he visto sin verla realmente suceder ¿qué es? ¿Es una oscura atracción del abismo que de pronto se instala sin mi beneplácito? ¿Se trata acaso de la premonición de un posible suicidio? ¿La llamada de la muerte que dicen que habla con formas sibilinas y crípticas?. Da escalofríos: luego esa imagen hay que apartarla, reprimirla.

Pero esa imagen ¿se conforma con ser una intrusa que fácilmente consiente en irse? Puede que se rebele con la misma fuerza abusiva con que intento suprimirla de una forma radical, haciendo ver que nunca hubiera existido, que sea como una matrimonio anulado por el tribunal de La Rota, que me engañe a mí mismo diciendo que ni me preocupa ni la he considerado amenazante o verosímil. Conforme más intento elevarla al cielo de la inocencia más tormentosa e infernal se torna.

Cada vez que atraviese ese puente, me asome a una ventana o divise un paisaje acantilado, la idea intrusa se me impondrá para demostrarme, ofendida, su indignada protesta por intentar hacerla desaparecer. Hasta que no la acepte benévolamente, desdramatizada, hasta que no me importe si está o no, me querrá como quien se siente despreciada y tanto el despecho como los intentos de dejarla la volverán más celosa y vengativa.

Veo unos libros en un escaparate, ¿cuántos son?. Veo pasar un coche, ¿su matrícula es capicúa? Estas inocentes y desocupadas tareas podrían ser una forma de matar el rato como otra cualquiera. Pero también se pueden transformar en tiranías. Contra más cuento y registro, más glotonería contable alimento. Descubro entonces que las cosas y los números son ordinales y cardinales, me maravilla y me seduce el mundo visto bajo este punto de vista, habitualmente oculto detrás del menosprecio por lo pequeños detalles. ¿Quién da importancia a cuántas ventanas hay en un edificio que ve al pasar, cuántas latas hay exactamente en una estantería del supermercado, o cuál es exactamente la cifra que se convierte en aproximada por falta de atención detallada a todos los números que la componen?. He aquí la tentación: el orden , la exactitud y el control.

Pero la minuciosidad de la que hablamos no es de carácter necesario, como por ejemplo, la necesidad del cajero de cuadrar las cuentas, sino un lujo que se da la persona, más bien, porque pronto descubre que puede permitírselo y no puede evitarlo.

Por un lado aparecen los fenómenos de base, con regularidades que precisar, orden que establecer, peculiaridad numérica que constatar y a continuación está el impuso incoercible a contabilizarlo y ficharlo -cinco ventanas, matrícula 2345, «mira, como el número de la casa de mi prima y la edad de mi hermano»-. Ya que después de todo, sabemos que es un esfuerzo superfluo, inútil e incluso hace de nuestro alegre paseo una especie de vuelta a la escuela, hay que reprimir la pequeña manía. Pero he aquí que conforme menos queremos apartar la vista, más se empeñan los ojos en quedarse pegados al 1,2,3... como si acabar de mirar se confundiera con acabar de contar o rechazar lo superfluo se transformara en imprescindible contabilidad de las cosas innecesarias que hay que rechazar.


1dice el escritor José Ingenieros: «El vanidoso se compara sin cesar con los demás, y mira a todos con el espejo de su propia importancia. Pero sólo encuentra el vacío de su propia vanidad reflejado en los ojos de los que lo rodean.», El hombre mediocre, Ed. Claridad

2«La mirada del que teme ser descubierto es como la de un animal acorralado: alerta, inquieta y siempre lista para escapar.», dice Paolo Coelho en Aleph, Ed. Planeta.

3Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica 2019 pág. 29

4Ver el artículo de Anne Treisman sobre la atención selectiva, Features and Objects in Visual Processing, publicado en 1982 en Scientific American

5Como asegura Lacan, «La mirada de la madre es el primer espejo en el que el niño se reconoce», Lacan, J. El estadio del espejo como formador de la función del Yo en Escritos, Ed. Siglo XXI 1966 págs. 91-113.

6Para Marden «La mirada impenetrable es la marca del poder, el sello del carácter, la esencia del misterio», Marden, O.S. Hacia la cumbre, Biblioteca Nueva 2012

7Esta reducción que nos volvería meros objetos trasientes, y «our identity es not what matters». D Parfit, Reasons and Persons, Oxford University Press 1986, pág 245.

8Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, Ed. S.XXI Madrid 1996 pag. 351 y ss.

9Para Rovelli, «la mirada es el punto de fuga de la conciencia: lo que se ve con los ojos y lo que se entiende con la mente son dos cosas diferentes». Rovelli, C. La realidad no es lo que parece: La estructura elemental de las cosas. Ed. Anagrama 2018

10Steinbeck, J. Al este del Edén. cap 5. Ed. Alianza editorial 1996

11Nietzsche, F. , Así hablo Zaratrustra. Aliaza Editorial 2011