Podemos tener rasgos de carácter, tendencia a percibir, razonar y comportarnos de una cierta manera que nos cause importantes inconvenientes en las relaciones personales y laborales. Son generadores de ansiedad tanto por ser incómodos en sí mismos, para la persona que las padece como por las consecuencias derivadas de las respuestas que suscitan. Los distintos rasgos ansiógenos, que vamos a describir, los podemos reconocer, en cierto modo, en cualquier persona, porque son posturas que tomamos en momentos de ambigüedad, improvisación o impaciencia. Pero en este apartado aparecen en toda su crudeza e intensidad, aumentados al punto de parecer esperpénticos y desde luego unilaterales. Justamente por ello, por su exageración, contienen la semilla y la explicación de por qué fracasan y generan angustia.
Una experiencia bastante común es sufrir una decepción por alguien egoísta, malintencionado, torticero, manipulador o abusón. Haber pasado por estas situaciones o caer inocentemente en la trampa de algún rufián, nos puede llevar a una visión desalentadora del género humano, generar desconfianza y creer que los demás tienen aviesas intenciones, lo que nos hará estar en guardia más de la cuenta, multiplicará la previsión de potenciales añagazas, nos conducirá a una necesidad desmesurada de precaución y nos hará elevar los muros y aumentar las distancias a fin de no resultar dañados de nuevo.
La visión suspicaz magnifica y expande esta reacción. En lo afectivo, quien tiene este sesgo de personalidad, se conduce con cautela, no fuera que le engañasen, despreciasen, humillasen o se riesen de él. Incluso cuando se han roto las barreras y ha accedido a una intimidad y confianza demostradas, en cualquier momento puede surgir la suspicacia, por algún gesto esquivo o comportamiento oscuro y las sospechas rompen el sosiego en un segundo, envenenando su visión, que escruta a quien amaba hace un instante como a un sibilino traidor puesto en evidencia.
La percepción y la interpretación de los datos que recoge resultan demasiado precipitados a la par que retorcidos. Palabras y tonos ambiguos, a falta de precisión y prueba, se traducen en interpretaciones hostiles: «lo hacen para fastidiarme», «se están burlando de mí», «me la quieren jugar». En ocasiones es al revés, un enfado contra el mundo, -visto como un campo de batalla cruel- en el que busca una premonición hostil en las palabras y gestos, una evidencia que la confirme. Podríamos sugerir a alguien que en un fragmento -elegido al azar- hay un mensaje especial que descubrirá si tiene la suficiente perspicacia. Supongamos este trozo de una noticia:
El titular de Interior turco, Süleyman Soylu, ha anunciado en la mañana del lunes que la presunta autora del atentado con bomba del domingo en la avenida Istiklal de Estambul ha sido detenida y está siendo interrogada. Ha sido identificada como Ahlam al Bashir, de nacionalidad siria. Otras 47 personas han sido arrestadas en relación al ataque, que ha dejado seis muertos y más de 80 heridos. “Los indicios de que disponemos [apuntan] al PKK/PYD”, afirmó Soylu, en referencia al grupo armado Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) y al Partido de la Unión Democrática (PYD), cuyas milicias YPG controlan parte del norte de Siria, de donde ―según defiende Ankara― procedía la autora y la orden del ataque . El ministro de Interior turco, además, ha cargado contra Estados Unidos por el apoyo que prestan a esas milicias. (El Pais, 16 noviembre 2022)
Subrayando algunas palabras que nos «llaman» la atención simulando ser desconfiados y temiendo descubrir una confabulación secreta, recogeríamos la frase oculta «mañana disponemos ataque». Si no hubiera candidatos a indicios significaría que no habría motivo que temer, pero des-cubriendo una amenaza velada, encuentra una certificación de que algo malo le espera, por lo que intensificará las medidas de vigilancia y quizá de disuasión, espantando a los posibles atacantes antes de que lleven a cabo sus malévolos planes, ¡que se les quiten las ganas!. Toserá, dará un taconazo, mirará de soslayo y apretará los puños para indicarles que está al tanto de todo lo que se proponen.
Si se agudiza la atención -se requiere costumbre y puntería para ello- puede encontrar fácilmente en los mensajes de los demás, puntos débiles, vacilaciones, mentirijillas, provocaciones, imprecisiones, ironías y micro agresiones -pequeños dardos venenosos que puede contener un discurso por lo demás positivo- Una vez pescada al vuelo la imperfección de algo aparentemente adecuado y positivo, ya se puede dar rienda suelta a la necesidad de «pararle los pies» al interlocutor, ponerle en claro que sus insinuaciones sibilinas no cuelan ni pasaran sin la respuesta adecuada, tendrán su justo castigo. Pone de manifiesto los fallos imperdonables que cometen los demás, la inseguridad que detecta aunque fuera por un instante le hace dudar de la veracidad del conjunto, responde con vehemencia implacable a todo reto, se indigna por lo que considera «barbaridades» o «incultura supina», considera la ironía un insulto o un ataque en toda regla y devuelve con creces cualquier malicia, que considera imperdonable.
Es posible que esta tendencia a buscar «los tres pies al gato» le vuelva sujeto querulante en exceso, se vea continuamente combatiendo el supuesto mal trato que se le da y se vuelva pendenciero con compañeros que le parece que le discriminan. Le resulta mucho más cómodo el rol de fiscal de agravios que el de abogado de causas.
Recuerda frases hirientes durante largo tiempo y a menudo entrelaza distintos desaires para construir conspiraciones de mayor enjundia. Si un compañero le dijo «no seas tonto y no te mates trabajando, que te pagarán igual si vas a tu aire». En su fuero íntimo el sentido de consejo empático se pierde completamente cuando considera: «me ha llamado tonto, ¡que se habrá creído el muy imbécil! ¡como si él fuera un lumbrera!, siempre haciéndome de menos el muy cretino! ¡y mi aire es mío y no tiene porqué meterse!, yo a éste no le vuelvo a dirigir la palabra, ha muerto como amigo»
Controla los datos que da, por temor a que sean utilizados en su contra. Este grado de reserva hace que las relaciones con los demás tiendan a ser superficiales e incómodas, porque carecen de la suficiente información como para dar pie a un tipo de vínculo más acertado o significativo y lo los potenciales colaboradores se ven apartados y alejados. Pero quien espanta a los demás cree que nadie le aprecia en su justa medida o se siente inmerecidamente considerado. A menudo se hace rechazar por el comportamiento cauteloso y reservado, a la vez que sufre por la carencia del afecto despreciado. En esto tiene una doble vara de medir: mientras él puede ser frio, a pesar de mostrarse cortés y formal, tolera mal sin embargo que los demás le traten con similar distancia: tiende a pensar que le faltan al respeto o le desprecian, por lo que responde con ira y contraataca con facilidad.
Como buen receloso ve más indicios de infidelidad, deslealtad y traición de los que hay. No se le ocurre sospechar del sospechador que es, considerando otras alternativas de interpretación, que falten elementos de juicio, que podría estar pasándose de suspicaz y que las dudas se podrían calmar con evidencias si las intentara sopesar.
Como él mal piensa con mucha facilidad, se convence de que los demás son peores todavía, repletos de intenciones retorcidas disimuladas bajo capas de amabilidad o retándole descaradamente con la intención de hacerle perder los papeles y causarle la ruina. La seguridad sobre el diagnóstico de lo que pretenden los demás le lleva a padecer las consecuencias de su error de juicio, enemistándose con quienes podrían ser aliados y dando pie al tipo de represalias que teme -que le despidan, le releguen o le hagan el vacío-. Por supuesto, achaca sus reveses a los demás y tiene una pobre conciencia de su implicación en los problemas, por lo que nunca aprende a corregir sus errores, ni se adapta a nuevas estrategias para solucionar situaciones adversas.
No saber a ciencia cierta si interesamos o aburrimos, gustamos o no, acertamos o nos equivocamos, hace que las decisiones a tomar sean menos seguras, no controlemos el devenir, tengamos que esperar a tener más elementos de juicio o nos arriesguemos a dar por hecha una dirección de los acontecimientos que quizá no sea la correcta. La ambigüedad en sí misma resulta penosa, pero la presión a actuar sin saber si la decisión será acertada, nos coloca en una especie de lotería de la suerte. Un adulto por le general tolera y acepta que las cosas no estén claramente definidas, incluso asume el riesgo de actuar «a ciegas» deportivamente, dispuesto a llevar con estoicismo las consecuencias negativas, si surgieran o aceptar las buenas con templanza porque tampoco encuentra mucho mérito en haber acertado. En la postura susceptible suele haber baja tolerancia a las situaciones confusas. La persona siente que no tiene el control total y algo se le puede escapar de las manos -en contra de sus intereses, claro está-, y reacciona de forma desproporcionada, imponiendo una versión de los hechos que deshace las dudas de un plumazo. Le parece mejor apostar por una versión de los hechos tergiversada, a que se queden sin definir, en el limbo del puede ser, soportando el penoso comprobar y descartar con el que se aborda lo desconocido.
En las relaciones procura mantener la independencia, aunque le lleve a chocar con toda clase de autoridades. De esta forma, desde su áurea distancia, cree controlar los vínculos sociales y alejar el posible daño que pudiera recibir o las exigencias con las que no estaría dispuesto a transigir. Puede pensar, por otro lado que lo justo es recibir cuatro a cambio de dos, esto es, recibir una confianza que él no daría. Si considera que el otro es débil le desprecia, porque alguien listo no daría oportunidad a que nadie le pudiera dañar. Esta postura le conduce a no poderse relajar, ni disfrutar de las situaciones, como abandonarse al juego, al amor, la amistad o la ternura. Está constantemente en tensión, levantado el periscopio del vigía y el descreer de las apariencias que cree engañosas y preparado para cualquier eventualidad.
Es fundamental ganarse la confianza de quien padece este sesgo de personalidad antes de pasar a otro terreno, hay que hablarles lento y con gran amabilidad para sortear el recelo inicial. Si hemos hecho algo mal o erróneo es mejor confesarlo claramente y pedir disculpas por duplicado, es necesario explicitar nuestras intenciones para que no sean sustituidas por suposiciones y crear suficientes pruebas de buena voluntad -«garantías»- para que le resulte creíble. El humor y la ironía se vuelven rápidamente en contra, por lo que es más segura una seriedad cordial y una parsimonia en el trato.
A la persona que padece este rasgo le gusta recogerse y realizar actividades solitarias. Se refugia en sus fantasías. Deja viajar la mente sin rumbo. Esquiva las relaciones estrechas, incluidas las familiares. Su emotividad es bastante plana, soslayando grandes alegrías e iras pasionales. Las festividades populares le amilanan, las ceremonias le desvitalizan y las furias populares le espantan.
Puede renunciar a la sexualidad, no tanto por no sentirla como por el hecho de que sea un terreno de implicación emocional y corporal que rehuye.
No se moviliza ni por la crítica ni por el elogio ya que ambos tienden a provocar una manifestación de los entresijos internos, cuando lo que desea es precisamente no mostrarse, ser anónimo, imparcial y reservado.
Recela hacer amigos excepto del grupo familiar más próximo, a lo sumo uno.
Muestra frialdad en las expresiones afectivas corrientes y disimula la hostilidad, dando la impresión de que «todo le resbala». Se trata de una indiferencia buscada, todo lo contrario que en el histrionismo de la belle indifférence1, en que lo que se intenta crear es un efecto teatral para suscitar la curiosidad de los demás.
Le gusta más observar que participar. Con facilidad responde intelectualmente donde los demás lo harían emocionalmente. Adolece de enlentecimiento de movimientos y lenguaje monótono al que le falta tono vibrante, atractivo y persuasión.
Lleva acabo habilidades sociales pobres, lo que junto con su falta de compromiso conduce a que se le «deje de lado» en las interacciones sociales o laborales.
Oscila entre el interés por los detalles extraños y las relaciones bizarras, desarrolla síntesis abstractas, macro-teorías fruto de las últimas conclusiones a las que llega la persona volcada en la introversión y la especulación. Es muy posible que ambas tendencias le hagan aparecer ante los demás como un «ser de otro planeta» que ve cosas en las que nadie se ha fijado y piensa lo que no se le ocurre a nadie, lo que podría ser la definición de un artista, un místico o un iluminado. Estos últimos prototipos, al menos, tienen un lugar, aunque fuera marginal, en la sociedad, pero carente de mayor utilidad social, el mundo interior aislado del exterior se convierte en ostracismo y vida baldía que no puede avanzar a contracorriente de su entorno.
Bien provisto para la vida interior, desconecta todo lo posible del exterior, dejando su presencia en «los huesos», esto es, actuando de forma mínima, maquinal, somera y descafeinada. A menudo esta postura divide el yo en dos: el yo que está aquí, estando sin estar y el yo allá, entretenido con cavilaciones, amenas asociaciones mentales y quimeras varias.
Si bien en este tipo de visión se cree que el problema es el mundo, por lo que apartándose de él en lo posible se obtiene una paz, una ataraxia, por el contrario este estar arrancados, ese pretender vivir de la nada, es más angustioso de lo que parece a primera vista. Huyendo de la guerra no se encuentra la paz sino el vacío, que es imposible llenar con fantasías, con arabescos hechos de ideas, con desapego y renuncia. A un humano le es imposible dejar de ser humano, después de todo, aunque intente ser otra cosa, un fantasma, un espíritu o un testigo mudo y desapegado.
Durante la infancia nadie se extraña de que los niños no hayan podido construir un Yo fuerte y unos vínculos sociales exquisitos. No ha dado tiempo a domar sus impulsos, enfocados a lo inmediato, a deseos caprichosos, rabietas, rebeldías empecinadas y inestabilidad. Estas imperfecciones son vistas por los educadores como reacciones intempestivas y que como adultos tienen la responsabilidad de ayudarles a vigilar, a fin de lograr la paciencia, el control de la ira, la demora de las satisfacciones y los aprendizajes esenciales para convivir en sociedad. Todos estos rasgos de inmadurez, comprensibles en un niño pequeño, en un adulto interfieren en su vida cotidiana volviéndola un infierno: pierde el trabajo con facilidad pasmosa por culpa de todo tipo de conflictos, desaires o actitudes inadecuadas; el amor y la amistad ganados con un arrebatador entusiasmo naufragan al menor problema, incapaces de resolverlo a causa de sus reacciones desproporcionadas y desquiciadas. Su vida se vuelve un drama hiperbólico, arrastrados por la corriente emocional como llevados por un rio caudaloso que arrastra todo a su paso.
Sus relaciones interpersonales son intensas pero inestables, pasan en un suspiro de la idealización a la desvalorización.
La impulsividad desbocada adquiere tintes auto-destructivos, corre con gastos que sobrepasan los ingresos al punto de adquirir deudas que le sumergen en la desesperación, relaciones sexuales con personas poco adecuadas o que generan graves problemas de estabilidad en la pareja, consumo de tóxicos que le permiten experimentar emociones fuertes, conducción temeraria o comida descontrolada. Su alto nivel de impulsos le hace pasar por un carrusel de emociones, irritabilidad, ansiedad y depresión en episodios que pueden cambiar en horas.
Los raptos de cólera descontrolada, amenazas, gestos suicidas o de autolesión interfieren en la vida cotidiana descarrilando propósitos e ilusiones, lo que redunda en una fuerte preocupación de la auto-imagen -por su forma caótica de funcionar y los catastróficos resultados-. El nivel de caos hace que desarrolle importantes preocupaciones por su auto-imagen, la definición sexual, los ideales y los amigos deseables. Las frustraciones y fracasos, a su vez, acaban en sentimientos persistentes de vacío.
Lleva a cabo sobre-esfuerzos para evitar el rechazo real o supuesto de los demás, con lo que su vida interior tiene más tensión de la que sería conveniente. Los niveles de angustia van acompañados de ideaciones contraproducentes y esquemas de funcionamiento inadaptados. Algunas de estas creencias, como las señala Jofrey Young2 agrupan categorías basadas en experiencias desestructuradas vividas.
De abandono o pérdida: «Siempre estaré solo, no podré contar con nadie»
Relativas a no merecer amor: «Nadie me amaría si me conociera bien» «seguramente dañaré a todos los que se me aproximen»
Subordinación y autosacrificio: «Debo someterme a los otros o me dejarán» «mejor ceder para conseguir algo»
Dependencia: «No puedo valerme por mi mismo» «si estoy solo todo será un desastre»
Desconfianza: «La gente me hará daño, tengo que protegerme» «mejor renunciar a ser defraudado» «los demás van a lo suyo y a la que te das la vuelta te traicionan y te dan una puñalada»
Falta de control: «no puedo parar» «todo acaba en desastre» «nadie me entiende, ni yo mismo» «todo lo que toco lo estropeo» « hago la vida imposible a los que me rodean»
Culpa y castigo: «Soy una mala persona. Merezco todo lo malo que me ocurre»
Privación emocional: «No hay nadie que me pueda cuidar» «nadie me quiere»
Los pensamientos distorsionados (Beck3 ) se mueven de una forma marcadamente dicotómica, esto es, pasando de lo fantástico a lo horrible sin término medio, las cosas le parecen blancas o negras, lo que le impide percibir los matices intermedios, los puentes que cruzan las dos orillas y los lugares de mediación y solución de problemas.
El amontonamiento de sucesos da la sensación de arrastrar a la persona por un barranco de aguas bravas. Intenta agarrarse a ramas y rocas por desesperación más que por estrategia de control, confundiendo constantemente las metas y prioridades (Milon4). La persona está mal preparada para afrontar los obstáculos y cae demasiado rápido en un activismo precipitado y en reacciones airadas o desesperadas, pero como en la vida común siempre hay dificultades, problemas y falta de información o conocimiento, casi todo es motivo de descarrilamiento.
El control de los impulsos requiere un entrenamiento desde la infancia y la adquisición de una potente red de autoinstrucciones (Meichenbaum5) capaces de domesticar la fuerza bruta del pura sangre, que saldría disparado si no supiéramos manejar las bridas con firmeza; requiere un proceso en que en primer lugar hay que descomponer y desactivar la respuesta automática -fruto de un mal aprendizaje- y luego incluir un número de alternativas para seleccionar las adaptadas.
El mundo angustioso y confuso que provoca la inmadurez se calma y se ilumina fortaleciendo el sentido de identidad, al aclarar las propias metas, prioridades, capacidades y logros, en suma al diferenciar y practicar el funcionamiento sano y correcto
La persona con estos rasgos busca y exige validación, aprobación o elogio. Se delata por una abierta preocupación por el aspecto físico y las expresiones emocionales exageradas -abrazos espectaculares, sollozos o estallidos de mal genio. Siente congoja si no es el centro de atención. Sus emociones son muy cambiantes y superficiales -sensación de teatralidad-. Está notablemente centrada en sí misma: busca la satisfacción inmediata y rehuye las demoras y compromisos cuando perduran en el tiempo. Piensa pragmáticamente que lo mejor es conseguir que otros la cuiden. Puede padecer un notable desconocimiento de sí misma y extrañeza de su vida interior manifestando una especie de «indiferencia» acerca de anhelos y comportamientos y si los demás se lo desvelan, cree que hablan de otra persona. La apariencia de los fines oficiales que declara tener no tiene mucho que ver con los reales. Está «bien» estando fatal, no «le pasa nada» cuando está carcomida por la angustia de la drástica división entre las necesidades de su fuero interno y las manifestaciones grandilocuentes, formales e interesadas con que intenta solucionarlas. La desconexion para resultar verosímil, la energía en ser ideal, la ejecución del papel que le parece indicado acaba por sepultarle de tal manera que se pierde con frecuencia el acceso a su verdadera ipsedad. La ansiedad por lograr impresionar se suma al deseo irresuelto de ratificación, amor incondicional y admiración que a duras penas obtiene con sus métodos.
Difícilmente resiste la tentación de exhibirse utilizando las reglas sociales de trato a su favor, utilizando una expresividad muy marcada, que disimula bastante bien la vaguedad de los pretextos con que lleva a cabo la maniobra de centrar la atención en su persona. Es aficionada a las reacciones súbitas: apariciones espectaculares e inesperadas, hacerse la ofendida, huidas llamativas y conclusiones extremas: una persona es vista como maravillosa y otra como horrible por una simple impresión. En su afición al extremismo, usa y abusa de terminología melodramática: nunca.. siempre.. nada.. todo.., y de principios como «Soy inadecuada e incapaz de manejar la vida por mí misma» o «Necesito ser amada ... por todos y siempre».
Busca figuras que aparezcan como omnipotentes o salvadoras dejando que tomen las riendas para lamentarse si no actúan como hubiera deseado: pronunciando la frase exacta, la esperada o el comportamiento deseado. Lo que debería ser tiene bastante más peso de lo que es realmente. Utiliza técnicas de manipulación de relaciones: exhibir crisis emocionales, provocar celos, seducir y usar su encanto, negarse a tener relaciones sexuales como castigo, sermonear, regañar y quejarse, esto es, formas de obtener una atención «problemática».
Las reacciones llamativas son en parte, teatro por lo desorbitadas y por otro lado las podríamos considerar formas engañosas de control de la ansiedad ya que la parte fingida parece enmascarar la oculta.
El destino de grandiosidad marca la conducta y ocupa la fantasía por encima de otras necesidades. Predomina la sed de triunfo y poderío, que eclipsa la solidaridad con los demás, cuyo papel les convierte poco menos que en súbditos y adoradores. El mundo debe adaptarse a su visión de las cosas, no al revés, todo debe plegarse a sus ideas e intereses superiores, imbatibles e infalibles, de forma peligrosamente parecida a las propiedades únicas de Dios: omnipotencia, sabiduría6...
Las cosas más peregrinas u obvias, se le ocurren a él, deben admirarse, incondicional y ciegamente. Se emborracha de la expresión soberbia de su magnificencia.
Antepone la inagotable sed de admiración y adulación, que le impide reflexionar adecuada y tranquilamente sobre la mejor opción estratégica. Tal vez, siendo inteligente y ambicioso podría cosechar logros productivos dignos de alabanza, pero la impaciencia, el círculo de mediocres que le rodean y sus exigencias perentorias, arruinan el éxito real. Si tiene cargos y poder prefiere estar con personas que no le hagan sombra, ni cuestionen sus decisiones, aunque fuera para mejorar el bien común -hacia el que en verdad tiene poca empatía-. Reacciona con mucho rencor a las críticas, aunque no lo expresa y lo disimula con mucho arte. Explota las relaciones interpersonales para sus fines, exagerando sus logros y talentos por un lado y acomplejando y disminuyendo los de los demás, a quienes intenta convencer de ser especial. Puede llegar a ser explotador, ejerciendo un egoísmo abusivo que vive como «merecimiento de casta».
Con frecuencia está lleno de fantasías mesiánicas, de poder, brillantez, belleza o amor ideal. Siente que es una persona excepcional, sólo pocos privilegiados tienen la suerte de comprenderlo cabalmente. No necesita hacer proezas que demuestren su valía, ni tampoco tener en cuenta, para compararse, los méritos de los demás.
Se cree con más derechos que deberes, todo se le debe sin nada a cambio ya que los otros ya tienen bastante con el regalo de su presencia.
Reclama constante admiración yendo a la pesca de cumplidos tanto de forma directa -«¿qué te ha parecido lo que hice?» o indirecta «no sé si lo hice bien...»-. Envidia y cree que los otros también lo hacen de la misma forma, con lo que le parece una fácil explicación de las dificultades de convivencia y los roces que provoca su funcionamiento. Si alguien recibe un beneplácito, halago o valoración, cree que el autor ha sido tan ciego que no se ha dado cuenta que él lo merecía mucho más. Metido en este círculo vicioso no aprende de los errores como el resto de los congéneres.
Es arrogante. Espera un trato cortés, pero no lo corresponde. Sus relaciones son muy competitivas. Impersonal e exigente. Cree que la actividad primordial de los demás debe ser ocuparse de él. Se motiva en el trabajo por el lucimiento personal, se pasa buena parte del tiempo en su autoexaltación o haciendo propaganda de sus cualidades y secretas competencias, más allá de la vulgar observación. Se siente por encima de las reglas que rigen al resto.
No es que viva feliz en su mundo áureo, su interior es un polvorín por los desaires e injusticias que cree recibir, por si le aprecian y valoran insuficientemente, por la visión trascendente que nadie reconoce, por el amor incondicional que se resisten a darle y por las faltas de respeto que cree recibir continuamente. Su posición narcisista es fuente continua de ansiedad porque es imposible de conseguir, se deshace y evapora a cada instante; su forma de buscar las mieles de la superioridad fracasa constantemente porque los otros no quieren ejercer de súbditos adoradores.
El sujeto evita el contacto social y es reticente a exponerse a participar por miedo al ridículo. Es demasiado sensible al posible rechazo en una interacción lo bastante profunda como para salir del mero trato superficial y formal. Quisiera ser uno más en el circuito de los afectos y vínculos sociales, porque como ser humano aspira a un tipo de vida digna de ser vivida, pero al mismo tiempo experimenta la vergüenza de que sus aspiraciones se vieran inadecuadas y justo por ello fuera criticado, desaprobado o juzgado de indigno. ¿Cómo iba la bella a enamorarse de la bestia? ¿Para qué le interesa un pobre a un rico? ¿Un soso a un dicharachero? Se conjugan la baja autoestima -«si me conociera sabría que no valgo nada, no merezco la pena»- y la sobreestimación de los interlocutores -«no les interesaré», «les pareceré ridículo»-. Sentirse torcido, defectuoso, empobrecido o imperfecto, hace que la previsión de quien «conociera» su verdadero ser se espantaría, le rehuiría y no tendría ni interés ni motivo para tratarle, ni menos aún, apreciarle como un igual, por ello aparecería como inmerecedor de amor o lo que sería todavía peor, digno de pena. Ante la posibilidad de ser rechazado y llegarse a sentir horrible prefiere distanciarse de los demás, a quienes necesitaría, pero podrían dañarle. El alejamiento temporal da alivio momentáneo y paz provisional, pero también sensación de vulnerabilidad, tristeza o vacío, meros precedentes de una posterior maldición inevitable, una ansiedad de estar más lejos que nunca de lo que necesita y un sufrimiento tal vez todavía mayor, que el que trata de eludir.
La posibilidad de ser «descubiertos» es corregida por el artificio de la evitación, hasta extremos sutiles, como hablar lo mínimo, estar encogido, distraído y ocupado en cosas sin importancia para dar el pego de estar sin estar implicado realmente. Si se ve obligado a hablar y actuar puede que entonces se comporte de manera estrafalaria para salir del paso cuánto antes, dando cualquier motivo para llamar la atención, justamente lo peor que le podría suceder. Mientras escapa sufre como quien huye de quien pudiera cazarle al vuelo. El enemigo es un desconocido a quien hay que preguntarle una dirección, una autoridad capaz de evaluarlo y perjudicarlo o un compañero integrado que pudiera difundir o burlarse de sus miedos. La misma figura fantasmal del humillador tiene en la memoria un denso precedente de figuras que ocuparon ese trono maquiavélico en su pasado, por lo que las propias experiencias negativas vividas previamente, actúan como muelle comprimido para disparar una mayor cantidad de angustia.
Rehuye las actividades en que intuye que pudiera quedar expuesto y ser observada su incompetencia. Si en una reunión sabe que va a haber baile o tendrá que dar un discurso, cantar o expresar una opinión, como se ha entrenado muy poco en esas lides por haberlas evitado sistemáticamente, se encontrará desarmado, saldrá a la luz que lo que otros hacen con soltura, él con torpeza, quedando a las claras que es una especie de mentiroso que ha dado a entender que es uno más cuando debería ser eliminado como uno menos. La misma angustia de verse atrapado le lleva a justificar, como recurso desesperado y en cierto modo «justificado» a sus ojos, la evitación del peligro supuesto mediante: saliendo de la reunión con un pretexto, colocándose donde resulte invisible, disimulando que interactúa sin hacerlo realmente -cantando sin voz, hablando sin decir nada, sonriendo sin alegría- y apartándose de forma que nadie rapare en su presencia.
¿Cómo nos aconsejaría un enemigo que quisiera que no levantásemos cabeza cuando intentásemos superarnos, practicar, ponernos al día en habilidades sociales o aprender gradualmente a interaccionar? Como nos quiere mal intentaría desanimarnos: «no estás preparado», «eres un negado», «eres patético», «se reirán de ti», «no encajas», «te crucificarán» «harás el mayor de los ridículos» «les causarás incomodidad y molestia, pasarán un mal rato por tu culpa». Ese enemigo es la voz de la autocrítica con la que el reticente se trata a sí mismo. Lejos de animar, desanima. En vez de apostar por la osadía predica la cobardía. El enemigo interior, disfrazado de hermanita de la caridad y sacro consuelo, es quien bloquea todo avance, lo sabotea, pone la zancadilla y hunde la bota.
Exagera las dificultades que comportaría salir de su rutina protectora, su trinchera. Desde su refugio extiende una especie de periscopio con el que pretende descubrir lo que dicen los ojos de los demás. Si alguien le trata con agrado piensa que es por piedad, si le elogia por lástima o para ponerle en evidencia mediante una ironía, si le acoge es de forma resignada, para evitar el fárrago de expresar repulsión. Está muy alerta, vigilando. Cualquier gesto o comentario que haga un conductor de autobús, una cajera o el dependiente de un establecimiento podría ser una pista, una prueba de desagrado, mofa o repulsa. Las risas de los viandantes, sus comentarios al pinganillo del móvil o de los grupos de jóvenes barulleros se convierten en pruebas de crítica. Y si los demás critican será por algo evidente, piensa. Esta hipervigilancia no hace otra cosa que someterle cada vez más a la secta del «no valgo nada», impregna la creencia de ser defectuoso y no gustar ni a los que aparentemente gusta. No encuentra nada positivo en qué afianzarse, cuando sólo se basa en cómo cree que le juzgan negativamente los demás.
La vigilancia, desde luego, descarta a tiempo las figuras realmente despreciativas, descalificadoras, injustas y crueles, pero utilizada en exceso se trasforma en suspicacia, haciendo que pasen como potenciales bromistas, ridiculizadoras y desdeñosas, personas que en absoluto lo son e incluso podrían ser perfectamente aliados benevolentes u ocasiones de mejora. Y no sólo eso, sino que ese «estar en guerra» impide «estar en paz» en el presente, por lo que se pierde la capacidad de atención, concentración y acción.
Si hay pruebas de que existe un grado de aceptación, de que gusta lo suficiente, rápidamente lo rechaza tildándola de «ofuscación», engaño piadoso o malintencionado, fruto de un error de juicio. Del mundo no solamente cabe esperar el mal sino que el bien que pueda aparecer es también malo.
La evitación de un buen evitador se adapta como un guante a cualquier otra situación, además de la social, que produce incomodidad, como el esfuerzo, las molestias y contrariedades que conlleva actuar, el cansancio, la espera, los obstáculos y las frustraciones. Con decirse a sí mismo «soy un perezoso» o «soy débil» basta para autoconvencerse de no insistir; «soy un inepto» le convence de aceptar una derrota provisional como definitiva; «soy distraído» le ayuda a rehuir una dificultad de concentración; «no sé nada de cocina» para ser reticente y preparar un plato elaborado; «ya lo haré otro día» es una excusa magnífica para no tomarse la molestia de hacerlo.
El tono vital es desagradable, porque constantemente está caminando por un terreno minado en vez de por un campo de flores. Tendría una motivación en ello para mejorar estratégicamente aunque tuviera que pasar sacrificios y penurias. En cierto modo sabe lo qué tendría que hacer porque a su alrededor lo hacen la mayoría de personas, pero no obstante acaba claudicando porque le parece que cruzar el puente de un lado a otro es demasiado insoportable. ¿Solución? Excusas. Las uvas están verdes. «Ya lo haré más adelante, cuando tenga mayor acopio de fuerzas», «cuando esté más animado», «cuando esté más tranquilo» «tal vez sea incapaz de mejorar y deba resignarme»
La fantasía a veces es un refugio, otras una manera de odiar el presente y otras un deseo lánguido que en el fondo no se piensa cumplir. No es de extrañar que también el evitativo ensueñe con frecuencia sobre un «futuro utópico» en que surgirá un amor perfecto, un trabajo ideal o un ambiente maravillo en que florecer. En estas quimeras se juntan aquí y allá escenas de películas de aventuras, ciencia ficción y románticas y surge la combinación perfecta para embelesar y dar el pego de que se tiene proyectos que desgraciadamente habrá que demorar, pero parecen indicar que exista todavía la voluntad y esperanza de vivir, aunque fuera en la modalidad del ensueño.
Lo que oculta la dejadez, la evasión y la reticencia, es por otro lado el ansia de contacto, la sed de abrazo, el afán de compartir y la necesidad de ser con plenitud junto a los demás. Las dos corrientes se dan a la vez, irreconciliables. Siente terror por la posibilidad del desprecio y a la vez, en paralelo, ese temor refleja un deseo de perder el ansia de afecto y aceptación. La mayoría hace prevalecer el deseo aceptando toda suerte de malos tragos, tropiezos, apuros y chascos hasta conseguirlo, en cambio el evitativo adopta un alejamiento que le tortura, aísla, aleja del objetivo y deja insatisfechas sus necesidades de afecto, comunicación y vinculación significativa. En definitiva sufre por no querer sufrir y se atasca por no moverse.
El sujeto dependiente se siente desvalido, bien porque no ha desarrollado suficientes capacidades como para manejarse en el mundo emocional y social -se trata de una persona mimada y caprichosa a la que se lo han dado todo hecho o a la que influencias fuertemente autoritarias han cercenado el desarrollo de una personalidad madura, o bien porque ha padecido miedos frente a los que ha desarrollado el arte de dejarse ayudar. Lo definitivo es que ante estos distintos puntos de partida opta por la estrategia de mostrarse dependiente y sumiso. Busca figuras que le brinden protección, guía y atención, se encuentren encantadas con su deseo de apoyo incondicional y estén dispuestas a conmoverse con su debilidad en lugar de reprocharle y exigirle superarla.
Lo pregunta todo para no tener que buscarlo por sí mismo, pide consejo para no elaborar penosas y riesgosas decisiones, asume obedientemente los proyectos e iniciativas que se le sugieren, en vez de averiguar y luchar por los propios: deja, como quien, dice su alma en manos de un guía, que sabrá mucho mejor que él lo que necesita. Es tan importante que la figura protectora esté satisfecha con su sumisión, que entra en pánico ante la posibilidad de defraudarla por algo que le disguste o le conduzca, consecuentemente, a perder lo recibido, considerando que el importante lo es todo, mientras y el dependiente es prescindible.
Lo apuesta y sacrifica todo por el vinculo asimétrico, por lo que siente pavor por la separación u abandono. No tolera la soledad, está dispuesto a sustituir rápidamente el apoyo perdido por otro nuevo. Percibe la ruptura, angustiosamente anunciada, en cualquier crítica, desaprobación o cara de disgusto, como una herida que le desangrase. Para aparecer desvalido y dar pena realiza operaciones de auto-sacrificio y las migajas de afecto que consigue le producen sentimientos de humillación y auto-degradación. No ofende al cuidador aún siendo injustamente tratado y hace lo posible para permanecer cerca de él, haciéndose querer mediante la complacencia.
La autonomía y la autosuficiencia son relegadas, con la esperanza que le sean devueltas sin sufrimiento ni esfuerzo por personas interpuestas, a las que recurre para que le proporcionen sentido y elección de la acción
Tiene ansia de apego y lo consigue a base de favores, halagos, peticiones o chantajes emocionales, si hace falta. No se trata de la seducción común y corriente, porque está dispuesto a llegar demasiado lejos a fin de conseguir apoyo y protección -rebajarse, humillarse o transigir- en cosas en que no está de acuerdo como mentir o disimular-
Es una paradoja que el dependiente, llevado del terror a ser rechazado, llegue a conseguir que alguien se vuelva sabio, intrépido, buen consejero o con otras cualidades encomiables de las que espera sosiego para su sed de apego y conducción, adoptando un rol sumiso con el que renuncia voluntariamente a su autosuficiencia, orgullo y autonomía. Se rebaja para que el otro ascienda y le dé la mano para salvarle. ¿El cuidador no le debe todo el mérito a la admiración del dependiente? ¿Si sabe cómo hacer que otro le guíe, el dependiente no sabría perfectamente conducirse a sí mismo?
En las relaciones laborales prefiere trabajar de modo que alguien asuma las responsabilidades, decida los plazos y tome las decisiones, mientras que el dependiente se limita a «ayudar» -hace la mitad- a quien le ayuda -que hace el doble-. Gasta muchas energías en hablar por hablar y preguntar por preguntar con la única finalidad de asegurarse una corriente de protección. No expresa ni una pega, ni un error o una idea diferente, que podrían ser útiles, simplemente por no molestar o disgustar a nadie.
En el amor se decanta por un sentimiento de omnipotencia -el amor todo lo puede-, con la idea -ideal del dependiente, podríamos añadir- de que será permanente, eterno e inmutable. En caso de fallar, no le importa, no replanteará la irrealidad de sus aspiraciones sino que cambiará rápidamente de persona de la que volverse a enamorar de la misma manera. El ser amado le da todo lo que necesita, caprichos y ocurrencias-. Si no lo hace a la primera, lo consigue a la segunda, después del correspondiente berrinche o pataleta. Pero no logra sentirse digno del amor absoluto que concibe, porque rápidamente interfiere el temor a que la pareja le abandone y se ve impelido a sacrificar lo que quería conseguir para asegurarse que no le dejarán de lado. No es un amor que obra, sino que zozobra.
El sujeto no expresa ni la hostilidad ni la ira directamente, sino con subterfugios indirectos y comportamientos oscuros disimulados como las pistas de un crimen perfecto.
Cuando se ve obligado o comprometido a realizar alguna tarea, especialmente si la dicta una autoridad, le es muy difícil resistir la tentación de boicotearla, no por el impulso rebelde de negarse, sino mediante tretas arteras como pretextar la falta de claridad de lo indicado, la duda no tener claro si se le hubiera asignado a otra persona, el olvido interesado de la fecha, el traspapeleo misterioso de los documentos, el café caído en el ordenador, el atraso injustificado y hacer cosas mal propósito.
Es muy hábil en mantener las apariencias, dar el pego de que actúa con buena voluntad y asegurar que le saben mal los problemas que causa o sabe moverse astutamente de un lado a otro dando la impresión de estar ocupadísimo. Disimula tan bien la hostilidad que puede parecer una persona muy involucrada en hacer con entusiasmo las tareas. Lástima que lo haga tarde y mal, ¡con el interés que le había puesto!. Los sabotajes que lleva a cabo con frecuencia, reflejan la ira que no ha podido manifestar a las personas atañidas, a modo de secreta venganza.
Usa y abusa de toda la artillería del boicot: la ambigüedad que le permite una cosa y su contraria, estar por el sí o por el no según le convenga; ir a relente, con una seudo-lentitud como algo natural para que los demás acepten sus tardanzas, demoras e incumplimientos temporales; pretextar olvidos -esgrimidos como los que también les suceden al resto de mortales-; alegar despistes por tomarse las cosas demasiado en serio; llegar tarde, aduciendo dificultades de trasporte, causas médicas o accidentes imprevistos; fomentar el caos, con objeciones u opiniones de otros, delatando comportamientos de compañeros, alterando las cosas en secreto para que parezcan desordenadas; mentir y esgrimir excusas; remar en sentido contrario, siempre de forma disimulada; dejándolo todo para el último momento, cuando prácticamente sea imposible reaccionar y usar el sarcasmo, procurando dañar pero simulando una broma inocente.
Tiene miedo cerval a la autoridad -cargos superiores, padres, gente con alto status social y cultural- que le arranca los peores resentimientos, pero también a quienes le hacen sugerencias, compiten, le dan consejos o parecen simplemente espabilados. Él mismo provoca situaciones embarazosas con sus críticas y acusaciones y de este modo, la provocación -por lo general llevar la contraria- le conduce a ser visto como huraño, irritable, impaciente o criticón. También cultiva la envidia y el resentimiento hacia los que triunfan y están considerados socialmente ya que capturan los agasajos que le pertenecerían.
Puede oscilar fácilmente, a veces en una misma mañana, entre malhumorada hostilidad o abiertas quejas y amenazas hostiles hacia quienes considera el origen de sus problemas -siempre los demás, por supuesto-, o bien intenta apaciguar los ánimos de las personas vilipendiadas o castigadas por medio del silencio, pidiéndoles excusas o asegurándoles estar arrepentido.
Le inquieta la intimidad, terreno en que se siente perturbado, juzgado y poco preparado. Tiene cautela afectiva: si revela sus secretos los testigos harán un mal uso de la información en su contra, cree, y perderá la ventaja de estar «detrás de la barrera». De esta forma se coloca en posición pasiva y resguardada y los demás tienen poco menos que adivinar qué le sucede sin tenerse que explicar y asumir una postura y así tiene la opción de poder manipular las interpretaciones infundadas. Esto no quita que por otro lado, contradictorio ciertamente, tenga el convencimiento que si le conocieran de verdad tendrían con él la mayor de las consideraciones, admiración incluso, en vez de ignorarle y menospreciarle. El reconocimiento y la valoración, son necesidades que antepone a compartir o colaborar, de forma que le resulta difícil aprender, imitar o apoyarse en alguien.
Si se le exige, azuza o censura, se lo toma a mal, le irrita profundamente y, desde luego, procura sabotear la tarea convencido en su fuero interno que hace las cosas mejor de lo que piensan los demás y por lo tanto sus peticiones «irrazonables» merecen reprimenda. Con ello sabotea el trabajo común, por la parte que le corresponde, -no hace ni deja hacer-. Su eficacia se ve frenada por la notable resistencia pasiva, que para él es un arma de ataque más que incompetencia. De hecho cree que, si quisiera, podría hacer las cosas mejor que nadie.
Su visión del futuro es poco halagüeña y no es extraño oírle sentencias del estilo «no vale la pena esforzarse», «todo lo bueno se estropea».
El perfeccionista padece la tiranía de una exigencia superior, un imperativo categórico, el deber, que lleva de la mano el control, el rendimiento, el repaso y la comprobación, una exactitud exigente. Su escrupulosa coacción le lleva a preocuparse por detalles sin sentido, dedicando más tiempo del requerido a finalizar los proyectos, que nunca acaban de complacerle.
La imagen esmerada que busca proyectar le puede llegar a producir incluso ceguera y no ser capaz de ver los fallos obvios que comete. Un perfeccionista puede manejarse mal en situaciones de riesgo -como las que viven bomberos, policías, oficiales de combate, pilotos o personal de centrales nucleares- que exigen una estrategia de «intuición» preparada previamente por un entrenamiento.
Le gusta asumir responsabilidades, pero a la hora de tomar decisiones prácticas le cuesta «coger atajos» para concentrarse en lo que se puede hacer o es más útil y dejar de lado lo que requeriría concienzudo estudio, y superar el miedo a equivocarse. En estas ocasiones se ve atrapado por el propio afán de hipercontrol, tiende a detener los cambios y a demorar la acción hasta «verlo todo más claro».
El estrés auto-inducido por la propia rigidez del ideal y el grado de auto-exigencia que asume, le produce una serie de síntomas somáticos -dolores de cabeza, opresión en el pecho, desánimo o impotencia-.
Decide y actúa en la creencia de que las cosas deberían hacerse sin ningún margen de error, y por ello es muy severo consigo mismo y con los demás.
Suele rechazar las opiniones o las actitudes de los otros porque considera que las suyas son mejores. Tiene un elevado nivel de competitividad y le gusta tenerlo todo «bien atado». Le cuesta delegar porque está seguro de que él haría mejor las cosas, no sabe desistir cuando no sabe hacer algo y le afecta más de la cuenta cualquier traba o fracaso con los que se encuentra con demasiada frecuencia.
Muestra una baja tolerancia a la frustración y a los errores, y por ello intenta anticiparse, dedicando demasiado tiempo a la planificación de cualquier tarea, lo que puede afectar su productividad laboral, por ejemplo.
Con frecuencia se encuentra insatisfecho consigo mismo y con la sociedad en general, porque no son tan perfectos como ellos consideran.
Cuando se vuelca en el amor y la amistad lo hace sin flaquear ni rehuir esfuerzos, da mucho más de lo estrictamente necesario e intenta «sacar buena nota», pero al mismo tiempo se decepciona si no le tratan de la misma forma, lo interpreta como «egoísmo» o «vagancia» y alimenta un secreto rencor, que se aúna con la tensión que le produce el prurito de ir más lejos constantemente. Es como si se empeñara en jugar al ajedrez cuando los demás quisieran divertirse con el parchís.
1Terminología francesa que difundieron Charcot y Freud en sus estudios sobre la histeria. Ver Stone J,Smyth R,Carson A,Warlow C,Sharpe M, La belle indifférence in conversion symptoms and hysteria: systematic review. The British journal of psychiatry : the journal of mental science. 2006 Mar
2Schema terapy: a practitioner’s guide, Gilford Press, 2006
3Desarrollados por Aaron T. Beck et ál, en Terapia cognitiva de la depresión, Desclée de Brouwer, 2012
4Millon, Theodore & Davis, Roger D. Trastornos de la personalidad. Más allá del DSM-IV. Editorial Masson, Barcelona 2004
5Donal Meichenbaum, Manual de inoculación de estrés, Ediciones roca 1987
6Ver recopilatorio en S. Tomás de Aquino, Suma de teología, I, Dios es uno, Ed. Biblioteca de autores cristianos