Psicología del hábito de fumar

Por: Jose Luis Calalán

Correo Electrónico





El tabaco tiene tres tentáculos con los que tomarnos al asalto: un efecto estimulante, un efecto calmante y un placer por sí mismo.

Como placer es un gusto de reposo, complemento o postre que redondea un bienestar previo. El cigarrillo después de una agradable comida o al tomar tranquilamente un café; el romántico en un viaje ocioso y contemplativo; después de hacer el amor con excelente provecho, relajados.

El placer en estos ejemplos se parece mucho a los demás placeres que se saborean, con tiempo, sin mala conciencia, como regalos de la vida, de una forma ceremonial que los dignifica (sin compulsión, con mesura y sin más misión que adornar un momento agradable).

Este toque positivo del tabaco es en ocasiones esgrimido como una lastimosa gran pérdida si el fumador se plantea el abandono total del hábito: “¿Voy a perderme ese gran placer, tan razonable y tan bueno?”. Sin saber si por ‘ese gran placer’ nos estamos refiriendo a algo realmente extraordinario o a un complemento decorativo, o si los placeres ya no podrán existir en absoluto sin esa aparente pequeñez del tabaco, que ausente podría ser como la vena abierta de un estoico suicida.

En la angustiosa fantasía del adicto puede equipararse renunciar al placer cuando fumar es un verdadero gusto, al disgusto de vivir sin un sabor que fuera esencial al goce, que desde ese momento se volvería soso, descafeinado, aguado, apenas cascarilla.

Aunque el fumador puede ver a los no fumadores como capaces de tranquilos disfrutes, no se aplica a sí mismo esa posibilidad que le animaría a verse sabiéndoselas arreglar perfectamente, sino que más bien tiende a confundir el período de acostumbramiento a una nueva situación con una cadena perpetua, una decadencia, una caída en la insulsez.

Las propiedades estimulantes del tabaco son muy apetecibles para personas que tienen un trabajo creativo (compositores, artistas plásticos, escritores, profesionales del marketing, abogados, etc.) y favorece la inspiración, las ocurrencias, las ideas brillantes. También provoca diálogos más chispeantes, graciosos y ocurrentes en las reuniones de amigos, tertulias, grupos de discusión, etc. por lo que el consumo se dispara en esas circunstancias de una forma exponencial como si el espíritu efervescente y animado buscara la manera de explotar como fuegos artificiales.

El poder euforizante y deshinibidor del alcohol y la eficacia estimulante del tabaco son recursos fáciles y no exigen un laborioso método creativo, disciplina sistemática, autoconocimiento de los recursos de motivación ni otras sofisticaciones abstemias, y precisamente por esa sencilla productividad se pueden instalar en nosotros como herramientas imprescindibles y condición necesaria para crear y expresarse.

El tabaco está lejos de quererse plegar a un papel humilde de colaborador y de forma soterrada, sinuosa e imperceptible comienza una rebelión en la cual intenta ganar importancia. Primero alegando la necesidad de “tomarse el tiempo para un cigarrillo”, luego fumar un cigarrillo para ayudar a que venga la inspiración, más tarde ir al otro extremo de la ciudad antes de empezar para adquirir la cantidad necesaria, luego cada frase requiere su cigarro, porque la lentitud fumada será premiada por el regalo de las buenas ideas, y finalmente, instalado el mareo y las náuseas, como una forma digna de dar por acabado un triunfo embriagador, o esgrimiendo la necesidad de tomar un poco de aire fresco con el que renovarse para continuar, o porque la intoxicación carbónica altera la materia misma inundándola de metáforas del mismo hábito fumador llevando a cabo la trasformación mefistofélica de poner la creación al servicio del tabaco y no al revés. ¿Dejaría el pintor de pintar buenos cuadros al dejar de fumar? ¿Se dejaría de escribir bien sin el recurso del tabaco? ¿Se podría tener una animada e inteligente discusión sin el hilo conductor de un cigarrillo detrás de otro hilvanando ideas? -La respuesta es sí, afortunadamente la producción intelectual y social no depende tanto del estímulo artificial del tabaco y puede ser suplido perfectamente por estímulos psicológicos distintos.

Quizá varíen algunas formas, que serán más serenas y menos compulsivas. Se podrá escribir de forma más suave que la accidentada que producen las interrupciones del fumar y los accidentes de la ceniza. Tal vez se suprimirían los fogonazos irregulares de genio dando paso a una estabilidad y homogeneidad, a una potencia creativa de mayor envergadura. Respecto a lo que hay que medir realmente, la calidad, permanece.

Sin estimulantes se pierde tan sólo una forma de trabajo y nos obligamos a un cambio de costumbres. Podemos poner la comparación de pasar de escribir con pluma a con un ordenador: mientras estamos habituados al sistema tradicional de la pluma el ordenador parece más bien un engorro, pero cuando descubrimos las facilidades, sabemos sacarle las ventajas del nuevo sistema, son recursos y maneras de trabajar. Los procesos de creatividad están muy por encima de las técnicas de soporte.

Cuando estamos en grupo tenemos cuerpo y no sólo espíritu. Hemos de tener unas poses, sentarnos de una cierta forma, mirar, interrumpir, reír mediante unas técnicas corporales, una forma de hacer que es nuestra forma externa de relacionarnos con los demás. De estas posturas corporales forma parte coger un cigarrillo de una manera que podría ser ya automática, tal como apartarnos el pelo, o seguir con el pie el ritmo de la música ambiental. En este contexto, dejar de fumar nos obligaría a actuar de una forma nueva. No podríamos, por ejemplo, en una pausa larga encender un cigarrillo mientras recapitulamos, sino que quizá tendríamos que mirar sin mirar una cara que se encuentre frente a nosotros, supongamos.

Tampoco podremos ligar utilizando el fumar y el dar fuego como facilitadores y puede que, urgidos por la tiranía de nuestras necesidades afectivas, inventemos frases un poco más elegantes que las socorridas a las que estamos acostumbrados.

Sin la densa nube de una reunión de conspiradores también se puede conspirar, incluso viendo más claramente la cara de nuestros cómplices. También podemos disfrutar de una sesión de Jazz, ni el humo realza el sonido ni la nicotina nos lo hace captar mejor. Y aunque a algunos estetas empedernidos, el mundo social y artístico les podría parecer demasiado light y edulcorado sin el tabaco, que les proporciona fondo existencial y recia raigambre, eso es pura superstición. La vida blandurria y sosa es cuestión de falta de sustancia, no de apariencias envueltas en humo.

El tabaco tiene un poder relajante, no muy potente, dicho sea de paso, porque tal vez se requerían algunas cajetillas enteras para calmar un buen disgusto. Esta propiedad se descubre empíricamente, por experiencia acumulada, no porque fuera un tipo de relajante afamado como la tila para estos fines. La motivación para fumar es difícil, por tanto, que fuera expresamente el efecto tranquilizador, sino que más bien la explicación “oficial” es “fumo porque me gusta”. Esta es una inconsciencia muy similar a la de un alcohólico que nos intentara convencer de que bebía para ser sociable, para no parecer agarrado ante los amigos que le invitan a una copa, o porque en la vida hay que darse alguna alegría de vez en cuando.

La parsimonia del fumar da una salida a la tensión psicomotriz (que es una de las formas físicas en las que la ansiedad se manifiesta). Hay que sacar el cigarrillo, rescatándolo de la presión de sus compañeros en la cajetilla, vigilando que su fragilidad de cilindro de papel conteniendo hojas trituradas se rompiera por un brusco movimiento. Hay que encender el cigarrillo con cierta gracia y toque estético dignificante. Regodearse en la calada y la emisión anodina del deshecho gaseoso. Vigilar las cenizas indiscretas, que lo podrían manchar todo y las brasas que pudieran horadar las ropas más preciadas. La mecánica del fumar, como puede observarse, es lo bastante compleja en sí misma como para ser considerada “ceremonia tranquilizadora”. Fumar en pipa tiene este componente muy acentuado y es difícil incluir su práctica en las situaciones cotidianas, lo cual le ha hecho perder terreno frente al sencillo cigarrillo, que se puede encender en cualquier circunstancia, sobre todo si no estuviera prohibido hacerlo en ningún lugar. Lo ideal es un lugar lleno de fumadores que se convierte en una especie de iglesia con sus peculiares olores y liturgia compartida.

Las distintas situaciones generadoras de cierta grado de tensión, como la antipática espera en una cola o el angustioso retraso de una cita amorosa, la incertidumbre, la preocupación, los temores, el rencor, todo lo desagradable puede ser un estímulo para fumar y obtener de una forma inmediata un alivio, unos segundos de calma, un refugio en una actividad tranquilizadora que exorciza y aparta los peligros como las hogueras encendidas espantan a las fieras.

Llega a ser tan manido el recurso de fumar para aliviar todo tipo de molestias que efectivamente se establece como un algo sistemático, permitiendo que el tabaco ocupe un lugar privilegiado en todas nuestras actividades, formando parte de ellas como colofón, sistema de control, garantía de que nos sientan bien o de que están bien hechas.

La intensidad y frecuencia son esenciales para generar un hábito que se escapa ya del propósito inicial de fumar sólo por placer.

Un hábito -costumbre, impulso- tiene un aspecto interno que es como si tuviéramos hambre incoercible, y alcanzando esa categoría de necesidad primaria logra que la corteza cerebral, donde planificamos acciones inteligentes, preste todos los recursos para satisfacer y calmar el ansia de fumar (conseguir nicotina como sustancia imprescindible)

El deseo empecinado es algo biológicamente útil cuando se trata de tener una motivación a prueba de perezas para asegurar actividades esenciales de la sobrevivencia, pero es destructivo cuando se ceba en una actividad secundaria (el juego, el placer de fumar obteniendo algo similar al efecto euforizante del alcohol en algunas situaciones sociales), promocionándola encima de la jerarquía de las necesidades claves.

El sistema de valores que regula qué es más importante para nosotros (descanso, higiene, comodidad, seguridad, economía) se ve alterado cuando el hábito de fumar se instala. Si el fumador se queda sin tabaco puede ser capaz -por más tímido y discreto que fuera antes- de pedir la limosna de un cigarrillo al primero que pase, aunque fuera el compañero de trabajo al que tenemos manía. Si son las tres de la madrugada, ¿no se podría uno vestir e ir unos kilómetros más allá en busca de una gasolinera o bar abiertos a esas horas?, ¿Y si fuera el caso, no se podría coger una colilla que hemos tirado a la basura o del suelo y, limpiándola un poco, aprovecharla?.

El fumador necesita sentirse “normal”, persona integrada en la sociedad, sin que su hábito sea contemplado en absoluto como una droga. Aunque puede leer el mensaje “el tabaco puede ser perjudicial para la salud”, ¿no lo compra en un establecimiento público? ¿no es una de las fuentes importantes de financiación del Estado para hacer carreteras, hospitales y atender a los desvalidos? ¿no fuman acaso los principales agentes sociales que se admiran y valoran?.

Por eso mismo, porque es normal, ¿por qué no fumar delante de no fumadores?,- ¿qué tiene de malo llenar de humo una sala que puede ventilarse si molesta a alguien que estuviera ahogándose o acatarrado?, ¿por qué iba a molestar el humo a los comensales vecinos? ¿y el olor por qué es mal olor si es natural, producido por un vegetal tan ecológico como un eucalipto? Y si hay que expulsar una colilla, -¿no se apagará sola espontáneamente? ¿no es harto improbable que una colilla tirada a la cuneta pudiera ocasionar un incendio?.

El fumar es tan familiar que resulta extraño que a nadie pudiera molestar, a no ser que fuera un suspicaz o quisquilloso empedernido, por lo que el fumador se hace gradualmente más atrevido hasta intentar “por despiste” encender un cigarrillo en el dormitorio común, la sala de un hospital, en la visita a una iglesia, un tren, una oficina pública, un velatorio, en los despachos o donde su osadía llegara.

En la medida en la que los rituales tranquilizadores forman parte del hábito de fumar, y las sustancias generan adicción, llega un momento en el que la ansiedad ya está provocada por el hecho de echar de menos fumar, y esta ansiedad se calma, en un círculo inacabable, fumando de nuevo, cosa que afianza la necesidad de nicotina. En este momento, el fumar es llamado a la guerra santa contra la ansiedad, y como toda guerra santa, crea más guerra que paz, más angustia que calma.

El poder del hábito de fumar desaparece -si bien no instantáneamente- no dándole el alimento que lo engorda. Muere de inanición en un tiempo similar al de morir de hambre. No dándole nada, como en una huelga radical, se achica y disminuye. Pero mientras que sin nutrientes realmente agonizamos, sin tabaco, sin embargo, renacemos, y no es un ir hacia la muerte sino un venir a una nueva vida.

El tránsito de ser fumador a un nuevo ser abstemio de tabaco, contiene un sufrir confuso, porque no se sabe bien si es malo matar para hacer vivir a otro o si el nacimiento será traumático o quién es quién en esta guerra. Por ejemplo, ¿quién sufre? ¿el Yo-abstemio o el Yo-fumador? El sufrimiento para producir un alumbramiento es muy distinto al causado por un desarraigo. Es una diferencia tan importante como la dada en la comparación entre la angustiosa, pero agradable, emoción de llegar, respecto a la angustiosa, pero triste, de ser expulsado.

El fumador que está en el puente que le lleva a una nueva vida sin tabaco, puede mirar su sed frustrada de cigarrillos, como como un placer de sacrificarse para estar un poco más cerca de la orilla en la que le espera algo mejor.

Las emociones más sublimes nacen de prescindir de otras más elementales en las que se podría deshacer. El ahorro de no darse al inmediato placer de fumar y dejar así de lado los inconvenientes de la abstención, edifica una nueva satisfacción, en la cual nos complacemos en una estima propia, una sensación de ser coherentes, de saber instalar un equilibrio, un orgullo mucho más gozoso, un llenarse frente a un vaciarse. Se trata de placeres que sólo se dan esperando un poco, tolerando un rato hasta que baja la ola de la ansiedad y sube la satisfacción de haberlo logrado.

Por lo general el adicto sobrestima la duración del desagrado que produce negarse. Lógicamente el deseo de fumar es como un niño pedigüeño que sabe por experiencia que insistir pesadamente una y otra vez, tiene finalmente una recompensa por extenuación y pérdida de paciencia de los mayores. También sabe el niño, que la fuerza del deseo es muy persuasiva (tiene muchas ganas, sería muy feliz, le hace mucha ilusión...). El “No” desata el furor, la rabieta, una insistencia y una acentuación momentánea del deseo rechazado y prohibido.

Podemos espantarnos porque todo ese rumor ensordecedor que deja atrás el fumador que ha sido pero que podría volver a ser, una vez derrotados si la penuria durara demasiado. Y ahí está la clave- ¿cuánto dura el ruido?- ¿cuánto tiempo resiste el enemigo atacando? -Si prevemos un tiempo demasiado largo e insoportable, cederemos a esa “fuerza mayor” que representaría un padecer inhumano y si, por el contrario, prevemos una limitada duración (2, 3 minutos, por ejemplo), la cosa puede parecer muy distinta, perfectamente soportable, incruenta, casi una bagatela.

Aunque los momentos de síndrome de abstinencia sean efectivamente momentos y perfectamente superables, la inteligencia propagandística, persuasiva y manipuladora del hábito los presenta como de una duración insoportable.

La extinción del deseo de fumar plantea el reverso de lo que ha sido su generación: aunque no fumando esperamos que el deseo de fumar desaparezca, nos encontramos con que protesta más que nunca y lucha con más astucia retorcida para ganarnos la partida con diabólicos argumentos tales como:

Aunque el fumador lleve muchísimo tiempo sin fumar, el reflujo del deseo puede seguir asaltándole en los momentos oportunos, de debilidad, desesperación, crisis, para darle guerra con un nuevo asalto, siempre con su vocecita salvadora, prometiendo su poder calmante, su supuesto gran placer de alivio o incluso su poder dudoso de compensación por lo malo que nos ha pasado.

También el fumador alimenta el impulso a fumar con mecanismos tan sofisticados como en el caso del comer compulsivo en el que la vergüenza y la culpa por nuestra debilidad nos lleva a comer de nuevo para combatir la desesperación con el consuelo de abandono. Las mismas campañas anti-tabaco, que afean el “vicio” socialmente, presentando al fumador como ente débil, irracional y apestoso, hacen que el fumar sea vivido con culpa y vergüenza asimiladas y este íntimo desconsuelo de desclasado se confirme o se calme fumando.

Este fumador que ha interiorizado el rechazo suele decir que “aunque sé que no debería fumar, reconozco que soy incapaz de dejarlo”, que es un cambio de tercio respecto al arrogante “fumo porque quiero”.

La simple recomendación que un bien intencionado dirige al fumador “deberías dejarlo, no te conviene” produce el imperioso deseo de fumar inmediatamente, antes de que fuera el caso, que después ya no fuera posible hacerlo por alguna especie de conversión religiosa, al modo como la estrategia del diablo sería que el alma peque antes de morir.

También el conflicto interno “tendría que dejarlo ya que mi deber es ese, pero me resisto”, puede provocar un acto urgente de reparación consistente en fumar para que “sea tarde” o “sería mejor empezar mañana”.

Una recaída de un fumador empieza por un cigarrillo. Fumar ese cigarrillo por el que se pierde lo ya ganado requiere un considerable esfuerzo de inconsciencia y auto engaño. Y el impulso, hambre de nicotina, utiliza los más refinados argumentos para cegar nuestra crítica y deshacer nuestra cautela.

Un cigarrillo, sólo uno y ninguno otro más: esto parece inocente, y sería uno un pusilánime exagerado por negarse a una cosa tan minúscula. Es tan importante y decisivo para el deseo de fumar el primer cigarrillo como la primera cita en el amor. Concederse un cigarrillo por piedad hace que “empezar” suene a “acabar”, y se presenta insistiendo en que “será el último”, “¡pararé!”, “ninguno más”, y así nos tranquilizamos aseverando que terminaremos de fumar antes de empezar: lo podemos hacer impunemente porque ya hemos decretado que “no pasa nada”.
nocente, y sería uno un pusilánime exagerado por negarse a una cosa tan minúscula. Es tan importante y decisivo para el deseo de fumar el primer cigarrillo como la primera cita en el amor que 'empezar' debe sonar a 'acabar', y se presenta insistiendo en que 'será el último', 'pararé', 'ninguno más', y así logramos que al parecer que se termina de fumar antes de empezar se puede hacerlo, porque ya hemos dado por hecho que 'no pasa nada'.


Volver a: Psicología Cognitiva
Volver a: Guía de la Ansiedad
Volver a: Asistencia Psicológica Ramón Llull