LA MANO TRÉMULA

Hay un momento en que se confabulan las circunstancias adversas, se acumulan las preocupaciones y las exigencias no dejan de aumentar. Nuestra sistema nervioso se fuerza más allá de sus posibilidades, quizá se han sobrestimado. En este contexto se nos puede presentar la situación social en que nuestra mano haya de estar expuesta a la vista, como al hacer un pago, firmar un recibo o simplemente al sostener una taza de café con la mano.

Justo en ese instante en que el movimiento se ha desarrollado como de costumbre se descubre con preocupación que ¡la mano tiembla!. A la sorpresa observada se le suma la inoportunidad del hecho, ya que las personas, ante las que se pretende parecer competentes, pueden ver ese detalle y clavar la vista en el temblor que descubre no se sabe qué debilidad imperdonable.

Si se tratara de un temblor circunstancial, que pudiéramos parar con una simple orden a la mano, no nos espantaríamos tanto como si lo que se descubre es una mano rebelde, que no cesa de temblar a pesar de los esfuerzos de aquietarla. La misma visión alarmista de esta circunstancia anómala, genera más ansiedad incluso que la inicial que desencadenó el malévolo fenómeno.

Es más, la mano parece tan déspota y cruel que contra más impaciencia, deseo imperativo y circunstancia embarazosa se presentan, más se obstina en imponer una derrota aplastante, hasta la insoportable humillación. No hay escapatoria frente al testigo. El temblor podría no cesar incluso retirando la mano a otra posición de reposo - a no ser que la hurtemos finalmente a toda observación pública.

Sucede algo tan curioso como si alguien nos preguntase si hemos robado un objeto y ante nuestra negativa nos temblara la voz de tal modo que se creara la falsa sospecha de que hemos sido nosotros. Además de la simple tensión física, se nos agolpa una aguda necesidad de parecer adecuados, una preocupación extra que posiblemente delate nuestra propia incredulidad sobre si realmente hemos conseguido llegar a la altura de lo que se esperaba de nosotros. Los observadores implacables captarán nuestra debilidad al instante y quizá no digan nada, pero nos condenarán en silencio.

La experiencia de un incidente de la naturaleza del que venimos hablando, recuerda lo que sucede cuando un ladrón ha entrado en nuestra casa, rompiendo la ingenua suposición de que estamos a salvo de sucesos terribles. Ha sucedido esa extraña vibración muscular que como el zumbido de un abejorro que nos ronda, gravado a sangre y fuego en la memoria, nos hace recelar de su reaparición intrusa.

Y, efectivamente, la repetición en como una sentencia: ¡te pasa algo!. Pero ese algo es un enigma inexplicable en la medida que se concreta demasiado. Sólo le tiembla la mano cuando coge un vaso de cerveza con los amigos, firma un documento ante un cliente importante, por ejemplo, lo que imposibilita que tenga un problema de carácter neurológico, temblor esencial, ortostático, cerebeloso.. con los que podría confundirse por similitud de síntomas. La diferencia está en que una verdadera enfermedad neurológica aparecería en cualquier momento, no sólo en los que se tiene miedo que aparezca, y por ende surge precisamente provocado por nuestro propio miedo, sentido como inmanejable.

La creencia de que «me pasa» algo raro excluye de antemano que la persona participe en ello de forma activa, ni errónea ni descuidada, sino que se contempla como cuando uno recibe un pisotón y es víctima inocente de tamaña desconsideración. Si además la persona ha acudido al médico para descartar el diagnóstico neurológico de Parkinson, ya tenemos la ceremonia de la confusión al completo de todos los mantras reunidos:

no me pasa nada

pero me pasa algo

sólo en determinadas ocasiones

pero parece una enfermedad después de todo

¡qué razón tengo en que me sucede algo extraño!

No lo pensaría si no fuera realmente cierto.

El convencimiento, desgraciadamente confirmado, de que tiembla, conduce a creer que se temblará siempre, «no es lo que deseo, pero es lo que ocurrirá», piensa. Y ya que no confía, conforme se agrava, en la reparación espontánea, se adapta con resignación al «problema crónico», tomando «las medidas» que parecen más convenientes:

En estos ejemplos de conductas «evitativas» o de «control inadecuado» vemos que la persona, al adoptar medidas extraordinarias, refuerza su idea de insolvencia. Contra más elude exponer el pulso de su mano, más admite y se persuade de la incapacidad de controlarlo.

Aunque le encantaría poder dominarla, lo cierto es que su fundamentalismo fanático apunta en la dirección contraria, convenciéndole de que nada puede hacer, salvo beber unas copas para coger valor y desinhibirse, lo cual no es precisamente una buena idea como remedio o recurrir a fármacos tranquilizantes.

Ya que estamos insinuando que nos hallamos ante una falacia de impotencia, sería justo que indicásemos exactamente qué puede hacer el tembloroso para recuperar su mano descarriada.