LA TERAPIA NARRATIVA

La terapia narrativa y la tercera oleada de la psicoterapia
BILL O'HANLON

Este artículo es el Capítulo 20 del libro de O’Hanlon: “Desarrollar Posibilidades”, (Paidos Terapia Familiar, 2001)

El título original de este artículo era «The Third Wave» y fue publicado en Family Therapy Networker en noviembre/diciembre de 1994.

Marisa, una emigrante italiana que residía en Nueva Zelanda, trabajaba como asistenta. Aunque era una mujer muy inteligente que hablaba un inglés impecable, su bloqueo a la hora de escribir le había impedido conseguir un trabajo más acorde con sus capacidades. Hacía poco, y después de más de dos decenios de infeliz matrimonio, había visitado a un vidente que le dijo que toda la vida había sido pisoteada «como un felpudo». Entonces se inscribió en un cursillo de autoafirmación en un centro comunitario cercano, pero durante un ejercicio de dramatización le entró el pánico y se marchó corriendo de la sala. Creía que se estaba volviendo loca. Poco después fue a ver al terapeuta narrativo David Epston y al cabo de unos minutos de iniciarse la primera sesión exclamó: «¡Soy mala! ¡Mala! ¡Mala!».
Luego Marisa le contó su vida a Epston. Había nacido en Italia justo después de la II Guerra Mundial y era el vigésimo primer hijo que había tenido su madre. Muchos años después, supo que su verdadero padre era un amigo de la familia de 72 años de edad que había estado apunto de morir cuando ella nació. Aunque durante los pocos años que le quedaron de vida su madre le había dado muestras de cariño, tanto ella como sus hermanos la trataban como un ser inferior, diciéndole que sólo serviría para criada. A los trece años de edad la habían enviado a Inglaterra para que trabajara como ama de llaves para una hermana mayor y allí fue maltratada y abusada sexualmente por su cuñado. Cuando tenía 18 años de edad, decidió huir de su familia y emigró a Nueva Zelanda, donde se casó y empezó a trabajar como sirvienta. Hacía poco había empezado a hartarse del papel sumiso que tenía en su matrimonio y, a veces, su ira era tan intensa que ella misma se asustaba.
Después de la sesión, Epston, que por aquel entonces estaba desarrollando su método narrativo de terapia, le escribió una carta a Marisa:
Por lo que he visto, el hecho de que haya contado su vida a una persona prácticamente desconocida, una vida que en el fondo es la historia de una continua explotación, ha hecho que se haya liberado un poco de ella. Cuando uno cuenta su vida, hace que ésta se convierta en un relato, un relato que se puede dejar atrás y que hace más fácil crear un futuro diseñado por uno mismo. [Además] su relato se debe documentar para que usted misma no lo olvide y para que puedan disponer de él otras personas a las que usted desee inspirar. Esas personas comprenderán, como he comprendido yo, cómo se ha ido fortaleciendo usted ante las adversidades con el paso del tiempo. Paradójicamente, todos los intentos que han hecho los demás de debilitarla y convertirla en una esclava han fortalecido su determinación de llegar a ser usted misma aunque haya sido a costa de mucho dolor y sufrimiento. Estuvo apunto de aceptar la actitud de su familia hacia usted y esto explica que se sintiera pisoteada durante tanto tiempo. Probablemente se preguntará por qué su padre la amaba tanto si su madre no la quería. Fue ella quien le enseñó a ser servil, a hacer mucho por los demás y a esperar muy poco a cambio. Para que su madre la traicionara así, inculcándole esa mentalidad de servidumbre, debió convencerse a sí misma de que usted era mala: de no ser así, no hubiera podido traicionarla como lo hizo. Y las otras personas que se encargaban de usted la veían como una Cenicienta. Su familia le hizo a usted lo peor e intentaba que usted creyera que esto era lo mejor que podía o debía esperar porque era «mala». Intentaron convencerla (y es indudable que lo consiguieron muchas veces) de que usted era merecedora de sus castigos y su crueldad. Su visita al vidente que le dijo que era usted como un «felpudo» fue un momento crucial en su vida y usted empezó su revolución con la persona que tenía más a mano, su marido. Cuando usted era una esclava, eligió a un compañero que fuera su amo y al que pudiera servir, agradecida por poder recoger las migajas de su mesa. Su marido debió de quedar mudo de asombro al escuchar sus reivindicaciones de justicia y de igualdad en su relación. No había agotado usted todas sus fuerzas en su sufrimiento y su esclavitud y empezó a tomar medidas para solucionar la situación de su familia. Empezó a aceptar su propia experiencia ya confiar en ella, y por primera vez recurrió a su propio poder para moldear los sucesos de su vida y romper con muchas de las cosas que la deprimían y le impedían levantar cabeza. Se demostró a sí misma que su ira estaba más que justificada. Al parecer, este cambio tan profundo que experimentó hizo que su marido la viera con más respeto. Entonces, con más de treinta años, su propio poder salió a la superficie y usted misma acabó aceptándolo: nadie más volvería a enterrarlo. Sentía usted tanto coraje que decidió reclamar justicia y poner las cosas en su sitio. Y ahí trazó una línea entre su pasado y su futuro. En el pasado, su vida estaba definida por las ideas y actitudes de los demás; en el futuro, su vida estaría definida por el amor propio y el respeto a sí misma. Al final, la muerte de su madre la liberó: pudo usted dejar de buscar a la madre que nunca existió. Era libre de vivir su propia vida, creyendo en usted misma, y es natural que se sintiera asustada por la posibilidad. Recuerde que, cuando se es un prisionero, uno llega a acostumbrarse a la prisión. La libertad puede ser desconcertante y muchas personas vuelven a su celda en busca de refugio. Creo que usted siempre ha sido consciente del daño que se le hacía y que, por esta razón, nunca se ha convertido en una verdadera esclava. Al contrario, usted ha sido como una prisionera de guerra, humillada, sí, pero nunca vencida. Por eso creo que es usted una heroína y que aún no es plenamente consciente de su propio heroísmo.

Varias semanas después, Marisa volvió a la terapia acompañada de su marido. Había releído la carta muchas veces. Decía que era «la realidad misma» en negro sobre blanco y que no la podía negar. Ahora se veía como una persona que había tenido una vida horrible, pero siempre había sido fuerte y nunca se había sometido por completo a esa imagen tan devaluada de sí misma. Los sucesos que hacía poco la habían alarmado los veía ahora como una prueba de que por fin estaba dejando atrás sus antiguas pautas de «víctima» y de que podía empezar una nueva vida. Le dijo a Epston que en aquellos momentos no sentía la necesidad de visitarlo más.

Cinco años después, volvió a ponerse en contacto con Epston. Por aquel entonces se dedicaba a diseñar vestidos y le dijo: «Ahora mi vida tiene un futuro. Nunca volverá a ser como antes». Dijo que la primera sesión y la carta habían sido el principio de una nueva vida marcada por el respeto y el logro. Después había releído la carta en varias ocasiones, sobre todo cuando recordaba los abusos sexuales de su cuñado. Pero llegó un momento en que ya no necesitaba volver a leerla y, al final, la destruyó.

Leí la carta de Epston a Marisa por primera vez hace unos años, cuando volvía en avión de Nueva Zelanda. La encontré metida entre el material que Epston me había dado sobre la terapia narrativa. Durante todos estos años he leído docenas de casos que exponían las virtudes de alguna técnica nueva, pero éste era distinto: me hizo llorar. Me conmovía ver cómo había salvado Marisa su vida y me maravillaba ver cómo se había logrado esta transformación.
Entonces, como ahora, trabajaba principalmente con terapias breves orientadas a soluciones. Aunque de vez en cuando había observado algunas transformaciones espectaculares, la mayor parte de mi trabajo era mucho más modesto que el de Epston con Marisa. Yo ayudaba a las personas a salirse de las pautas en las que se habían estancado y a seguir adelante con su vida. Si Marisa hubiera acudido a mí, probablemente la habría ayudado con su bloqueo al escribir. Le hubiese preguntado qué otras cosas había llegado a dominar después de pensar que serían imposibles. ¿Podría transferir esta sensación de competencia a la escritura del inglés? Probablemente también le hubiera preguntado cómo había aprendido a hablar ya comprender el inglés y hubiese intentado emplear los mismos métodos para ayudarle a aprender a escribirlo. Creo que habría sido capaz de ayudar a Marisa. Podría haber encontrado un trabajo mejor, podría haber mejorado algo su vida y podría haber activado otros cambios positivos. Creo que Marisa hubiera quedado satisfecha. Pero mis aspiraciones nunca habrían sido tan ambiciosas como las de Epston.

«Si viene usted a mi consulta -parecía decir su carta- voy a ayudarle a reinventar su vida. Usted es mucho más que el relato que me ha contado.» Marisa no sólo iba a poder escribir: iba a conseguir una nueva vida, una nueva oportunidad. Para Epston, en cualquier momento podía sonar la última campanada de nochevieja y cada sesión ofrecía la posibilidad de empezar de nuevo. Su trabajo, pensaba yo, contenía las ambiciones de la terapia a largo plazo pero en un marco temporal a corto plazo. Sin embargo, estaba claro que había algo más y no acababa de captar del todo cómo lo había conseguido.

En los años que han pasado desde aquel día en el avión he leído y observado muchas otras entrevistas terapéuticas de David Epston y de su amigo y ocasional colaborador Michael White, los principales diseñadores del método narrativo. Al principio, parecía pura magia. Entraba una persona como Marisa, que llevaba años andando por el mismo camino, un camino que sólo parecía conducir a más dolor y sufrimiento, pero durante la conversación aparecía una bifurcación, un nuevo camino que siempre había estado ahí, pero que, de alguna manera, había pasado inadvertido. Y no es que nunca hubiera visto algo parecido en una sesión de te- rapia. Yo mismo había ayudado a muchas personas a encontrar caminos en los que no habían reparado en forma de soluciones y recursos que ya habían empleado con éxito en otras ocasiones y que podían volver a emplear. Otras veces las ayudaba a encontrar un nuevo destino buscando y experimentando hasta encontrar la nueva senda.
Pero Epston y White parecían ir más allá: abrían puertas a nuevas identidades que parecían surgir de la nada. Era algo a la vez inexplicable, radical y elegante. Cuando la persona se sentía atrapada en un rincón, Epston y White pintaban una puerta en la pared allí donde hacía falta y entonces, como Bugs Bunny en sus películas, se la abrían y le ayudaban a atravesarla. Yo quería aprender a pintar puertas como aquéllas. Pero las primeras veces que intenté imitar lo que les había visto hacer, más que parecerme a Bugs Bunny me parecía al personaje de Elmer, que intenta atravesar las puertas que Bugs Bunny ha pintado y lo único que consigue es darse de narices contra la pared.

Total, que hace un par de años invité a David a Omaha, Nebraska, donde yo vivía entonces, para que impartiera un taller. Nos enseñó un vídeo de su tercera entrevista con Rhiannon, una muchacha de quince años de edad que estaba apunto de morir de anorexia. Acompañada de su prima y del novio de ésta, Rhiannon era un esqueleto perdido dentro de un jersey enorme que intentaba hacerse invisible, rodeando con sus brazos su frágil cuerpo mientras se hundía en su asiento. Sonriendo levemente en respuesta a las persistentes preguntas de David, insistía en que se encontraba bien, que se sentía llena de energía. David estaba tan metido en su interés por las respuestas de Rhiannon que apenas se podía contener. Se retorcía en su asiento, se inclinaba hacia la chica y le hacía sin cesar pregunta tras pregunta: «¿Me puedes decir cómo consigue la anorexia engañar a la gente llevándola a la muerte mientras piensa que se siente perfectamente? ¿Qué sentido puede tener eso de llevarte hasta la muerte sonriendo?».
Rhiannon no daba su brazo a torcer. Hundida en su asiento, seguía diciendo que se encontraba bien. Hacía poco le habían dado el alta del hospital después de haber perdido unos doce kilos en tres semanas y de que un médico controlara su estado tres veces al día. Estaba literalmente al borde de la muerte. En casa, se había quedado echada en posición fetal y se había puesto a chillar hasta que sus padres, exhaustos, la llevaron a casa de su prima. Cuando vi la cinta, pensé que incluso yo, un optimista psicótico, me habría dado por vencido con Rhiannon y hubiera centrado mis intervenciones en su prima y en el novio de ésta. Pero David parecía ser un optimista aún más psicótico que yo. Seguía insistiendo: «Vale, vale, vale. Si es así como te sientes, ¿cómo consigue engañarte? La mayoría de las personas, cuando ven que la muerte se acerca, saben que van a morir, ¿no? Pues entonces, ¿cómo consigue hacerte esto la anorexia? Porque, si hace que te encuentres bien o te dice que te encuentras bien, me gustaría que te hicieras estas preguntas: ¿por qué te lo dice? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué quiere matarte? ¿Por qué no quiere que protestes? ¿Por qué no quiere tampoco que te resistas?».
Entonces, de una manera repentina e inexplicable, Rhiannon contestó. La anorexia la engañaba diciéndole que estaba gorda cuando en realidad estaba delgada, dijo. «¿Te lo está diciendo ahora mismo?», preguntó David. «No -dijo Rhiannon- estoy demasiado delgada.» y se incorporó en su silla.
David le preguntó cómo lo sabía y ella le contestó que las personas que la querían le decían que estaba demasiado delgada. «¿Crees que la anorexia te quiere?», le preguntó. «No -dijo ella-lo que hace es matarme.»
Su voz se fue haciendo más fuerte. Su lenguaje corporal cambió. En respuesta al incesante torrente de preguntas de David, empezó a hacer planes para enfrentarse a la anorexia y no dejar que la volviera a engañar haciendo que pasara hambre. David iba agrandando la nueva puerta, preguntándole cómo había conseguido en el pasado demostrarse a sí misma que se podía enfrentar a algo como la anorexia. Hacia el final de la sesión, ya nadie hablaba de su hospitalización. David, Rhiannon, la prima y su novio, todos parecían llenos de esperanza y seguridad. En diez o quince minutos Rhiannon se había convertido en una aliada en el tratamiento, en lugar de limitarse a ser una espectadora reacia. La rapidez de este cambio no era nueva para mí, pero estos cambios tan drásticos sólo suelen darse cuando un cliente coopera activamente. Rhiannon, al igual que muchas personas anoréxicas, no parecía una cliente muy predispuesta al cambio, pero eso era antes de que cayera en manos de David.

Durante los últimos cinco años, terapeutas de todo el mundo se han sentido intrigados por el método narrativo y otros métodos similares que allanan la jerarquía tradicional entre cliente y terapeuta y tratan la identidad personal como un constructo social fluido. Es evidente que el interés en la narración no parte del cliente. Mis clientes no entran en la consulta pidiendo ayuda para «hacer frente a la anorexia», para tener una «conversación liberadora» o pidiendo que «des-construya su identidad social». La popularidad del método narrativo y de otros métodos similares tiene que ver con el atractivo que tiene para los terapeutas porque aumenta nuestro sentido de lo posible y hace que volvamos a sentir esperanza y entusiasmo.

Hace poco, la sede local que tiene en Omaha el Departamento de Servicios Sociales de Nebraska ha adoptado un método narrativo. «Ha tenido un impacto asombroso», comenta Bob Zimmerman, su director. En el centro había una asistente social que ya llevaba allí muchos años y que tenía claro que estaba muy quemada; sin embargo, seguía aguantando porque necesitaba la seguridad del puesto de trabajo. Pero, cuando empezó a trabajar con el método narrativo, sintió tal entusiasmo que incluso le recomendó a su compañera de piso que solicitara una plaza en el centro. «Cuando le pregunté a su compañera durante la entrevista por qué quería trabajar en un lugar con una atmósfera tan burocrática como el Departamento de Servicios Sociales, me dijo que su compañera le había contado tantas cosas interesantes sobre lo que se hacía en el centro que quería formar parte de él. -señala Zimmerman- No hace falta decir que no era esa la percepción que tenía del Departamento el aspirante típico que solicitaba una plaza en él.»

El atractivo de la terapia narrativa supone mucho más que un nuevo conjunto de técnicas. A mi modo de ver, representa una dirección totalmente nueva en el mundo de la terapia, un movimiento al que se podría llamar la «tercera oleada de la psicoterapia». La primera oleada, que empezó con Freud y estableció las bases para el campo de la psicoterapia, estaba centrada en la patología y estaba dominada por las teorías psicodinámicas y la psiquiatría biológica. La primera oleada fue un avance muy importante porque ya no consideraba que las personas con problemas fueran moralmente deficientes y nos dio un vocabulario común -codificado en el Diagnostic and Statistical Manual- para describir los problemas del ser humano, aunque se centraba tanto en la patología que sesgaba nuestra noción de la naturaleza humana. Muchas personas acababan identificándose con etiquetas estigmatizadoras como «narcisista», «personalidad fronteriza» o «hijo de padres alcohólicos».

Nunca fui muy entusiasta de la primera oleada. Parecía otorgar a nuestros dictámenes una autoridad excesiva y convertía en verdades absolutas y eternas unos diagnósticos que eran poco más que prejuicios sociales o suposiciones imaginativas. El carácter absurdo y perjudicial de nuestra ilusión de que podíamos determinar qué era malsano o saludable, qué era correcto o incorrecto, quedó claramente demostrado durante los años setenta, cuando los psiquiatras decidieron con mucho retraso y por votación democrática que la homosexualidad ya no era una enfermedad.

La segunda oleada de la psicoterapia -las terapias centradas en los problemas- apareció durante los años cincuenta, aunque no sustituyó por completo a la primera. La segunda oleada intentaba compensar la excesiva fijación en la patología y en el pasado. Las terapias centradas en los problemas, incluyendo la terapia conductista, los métodos cognitivos y la terapia familiar, no partían del supuesto de que el cliente estuviera enfermo. Se centraban más en el «ahora y aquí» en lugar de buscar significados ocultos y causas finales. Ya no se veía la personalidad como algo herméticamente encerrado dentro de la piel, sino como algo influenciado por las pautas de comunicación, la familia y las relaciones sociales, los estímulos y las respuestas e incluso el «diálogo interior».

Para la segunda oleada, el cambio no era tan difícil como para la primera: bastaba con influir en algunas de las variables para que cambiara todo el sistema, incluyendo características personales que parecían talladas en piedra. Los terapeutas de la segunda oleada conside- raban que sus cliente estaban básicamente sanos y simplemente hacían una «visita al taller». El objetivo era arreglarlos con la mayor rapidez posible y devolverlos a la carretera de la vida. No intentaban ajustar nada que no se les hubiera pedido que arreglaran.

Aunque entre los terapeutas de la segunda oleada había muchas más mujeres y su posición no era tan exaltada como la de los psiquiatras de la primera oleada, ellos seguían siendo los expertos, personas versadas en cosas tan arcanas como la teoría del doble vínculo de Gregory Bateson, las intervenciones paradójicas de Mara Selvini o las técnicas conductistas. Los problemas residían en sistemas en pequeña escala y las soluciones seguían estando en manos de los terapeutas. Pocos consideraban que los clientes pudieran ser agentes esenciales para el cambio. En realidad, muchos consideraban que la identidad personal de sus clientes era algo que se debía rodear o evitar.

A principios de los años ochenta, algunos terapeutas empezaron a adoptar una postura basada en las capacidades del cliente que podría considerarse precursora de las terapias de la tercera oleada. Creíamos que el hecho de centrarnos en los problemas restaba importancia a los recursos y soluciones que el cliente ya poseía. Al igual que la tercera oleada que vendría después, considerábamos que el terapeuta ya no era la fuente principal de las soluciones y que éstas se encontraban en la propia persona y en sus redes sociales.

La filosofía que subyace a la terapia orientada a soluciones se resume en un relato que contaba Milton Erickson acerca de su encuentro con una mujer que sufría una grave depresión con tendencias suicidas y cuyo sobrino, un médico colega de Erickson, le había pedido que viera durante una visita que hizo a Milwaukee para dar una conferencia. La mujer, que había acabado en una silla de ruedas, sólo salía de casa para ir a la iglesia y evitaba el contacto con la gente cuando asistía a los oficios. Cuando llegó Erickson para la visita que había concertado con el sobrino, pidió a la mujer que le enseñara el resto de su sombría casa. Todas las cortinas estaban echadas y había muy poca luz, hasta que el recorrido acabó en la pieza que era el orgullo y la alegría de la mujer, un vivero de plantas anexo a la casa.
Después de que la mujer le hubiera enseñado con orgullo unas violetas africanas recién trasplantadas, Erickson le dijo que su sobrino había estado muy preocupado por su depresión, pero que ahora [Erickson] había podido ver cuál era el verdadero problema. Con mucha seriedad le dijo que no estaba siendo una buena cristiana ni cumpliendo con sus deberes como tal. Ella contestó con frialdad que se consideraba muy buena cristiana y que su opinión le había sentado mal. No, respondió él, ahí estaba ella con todo ese dinero (una herencia considerable) y todo ese tiempo en sus manos, con un don de Dios para trabajar con las plantas y ella dejaba que todo aquello se desperdiciara. Le recomendó que se hiciera con una copia de la hoja parroquial y que visitara a cada persona de la parroquia en las ocasiones de dolor o de alegría (nacimientos, defunciones, enfermedades, graduaciones o compromisos) llevando como obsequio una planta de violetas africanas que ella misma hubiera cultivado.

Un día, mientras estaba estudiando bajo la supervisión de Erickson, éste me enseñó un álbum de recortes con un artículo de un periódico de Milwaukee que se había publicado varios años después de su visita a esta mujer y que tenía el siguiente titular: «La Reina de las violetas africanas ha fallecido: miles de personas lloran su muerte». Cuando le pregunté a Erickson por qué no se había centrado en lo que le ocasionaba la depresión, me contestó: «Después de mirar por toda la casa, la única señal de vida que había visto eran esas violetas africanas. Pensé que sería más fácil hacer crecer la parte de violeta africana que había en su vida que arrancar la cizaña de la depresión». Ésta es, en pocas palabras, la terapia orientada a soluciones: si se cultiva y se hace crecer aquella parte de la vida de la gente que le ofrece soluciones y da sentido a su existencia en lugar de destacar las partes patológicas y problemáticas, se pueden obtener unos cambios asombrosos y con mucha rapidez.

Sin embargo, a diferencia de la tercera oleada que vendría después, procurábamos que nuestras ambiciones fueran modestas. Como el hombre que buscaba las llaves perdidas bajo un farol porque allí había más luz aunque se le hubieran caído del bolsillo en la acera de enfrente, trabajábamos con problemas pequeños y manejables. A veces se producían unos cambios muy profundos pero era casi por accidente (aunque eran muy bien recibidos); planificarlos o esperar que ocurrieran con regularidad era tanto como invitar a nuestros clientes al fracaso.

El interés de la primera oleada por la historia de la gente reconocía la realidad de sus problemas, pero al mismo tiempo parecía ser un motivo de obsesión y, en última instancia, acabó siendo una causa de la derrota de este punto de vista. El pragmatismo minimalista de la segunda oleada ayudaba a las personas a superar sus problemas cotidianos a expensas de reconocer la profundidad de su dolor y la riqueza de su vida. Es evidente que estos dos puntos de vista eran incompletos y esto puede explicar parte de la atracción que ejerce la tercera oleada, que está en alza en muchos lugares del mundo. Por eso el relato de Marisa me conmovió tanto. Epston no hizo caso omiso de su relato ni se quedó empantanado en él: lo que hizo fue destronarlo. Veía a Marisa como una resistente activa, no como una víctima pasiva. Había reconocido el tremendo poder de lo que le había contado de ella y había separado la identidad de Marisa de su propia historia, y lo hizo sin espejos unidireccionales ni palabrería psicoterapéutica: la tecnología más sofisticada que empleó fue una carta escrita con dignidad, sensibilidad y respeto.

Cuanto más he ido conociendo el trabajo de los terapeutas de la tercera oleada, más pautas similares he encontrado en él, sobre todo la predisposición a reconocer el tremendo poder de la historia pasada y de la cultura presente que conforman nuestra vida, integrada con una visión poderosa y optimista de nuestra capacidad para liberamos de ellas en cuanto somos conscientes de su presencia. Los métodos de la tercera oleada hablan al adulto que tenemos en nuestro interior.
Mientras que la primera oleada suponía que las fuerzas perturbadoras se encontraban dentro de la personalidad trastornada del individuo y la segunda oleada se concentraba en sistemas interactivos pequeños como la familia, la tercera oleada dirige nuestra atención a sistemas mucho más grandes como el sobrecogedor océano cultural en el que nadamos -los mensajes de los anuncios de televisión, las escuelas, los «expertos» de la prensa, los jefes, abuelas y amigos- y que nos dice cómo debemos pensar y quiénes debemos ser. No sabemos muy bien de dónde proceden muchos de estos mensajes: vamos por ahí pensando que son parte de nosotros mismos aunque muchos de ellos sean profundamente destructivos. Este proceso de formación de la propia identidad es sumamente empobrecedor en una cultura como la nuestra, dominada por los medios de comunicación.

Según la teoría de la tercera oleada, el terapeuta puede potenciar esta sensación de emprobrecimiento e impotencia si parte del supuesto de que tiene derecho a la autoridad que el cliente y la cultura le confieren. Como dicen los terapeutas familiares irlandeses Imelda McCarthy, Nollaig Byrne y Phil Kearney, los terapeutas suelen «colonizar» a sus clientes: como los países ocupados por naciones más poderosas, el cliente aprende a devaluar su propio lenguaje, su experiencia y sus conocimientos en favor de la visión que el terapeuta tiene de las cosas. Los métodos de la tercera oleada se toman muy en serio el concepto del filósofo Martin Heidegger según el cual, como arcilla arrojada a la rueda de un alfarero, vamos siendo conformados desde el momento de nuestro nacimiento, no sólo por nuestro legado familiar, sino también por la cultura que crea nuestra manera de ver y hablar del mundo y de nosotros mismos. Los terapeutas de la tercera oleada están interesados en sacar a la luz este proceso de modelado que damos por sentado y que es la base de la sensación de inutilidad que tienen las personas.

Algunos métodos de la tercera oleada parecen desdibujar la distinción entre política y terapia. Sin embargo, en vez de sermonear al cliente, los terapeutas narrativos traen los problemas del racismo y el sexismo al nivel personal, sin atribuir la culpa a nadie, y se centran en los efectos insidiosos de las ideas y «prácticas» opresivas y de los hábitos de acción a los que todos estamos sometidos. No se trata de una política culpadora que busca descubrir a esos terribles opresores (los hombres, los blancos, los capitalistas, etc.), sino de una política liberadora en un plano muy individual, como el trabajo de Epston con Rhiannon donde la terapia se convierte en la lucha de la muchacha por liberarse de la trampa del poder interiorizado de la anorexia.

El método narrativo conduce a una visión muy distinta de la personalidad y, en consecuencia, del cambio terapéutico. Muchas de las creencias y los pensamientos a que nos aferramos con más fuerza no son más que inmensos batiburrillos culturales: las letras de antiguas canciones de amor, el diseño de las revistas de moda, los eslóganes y estribillos de los anuncios, las fotonovelas, el «consultorio de la señora Francis», los adustos sermones de nuestros padres sobre lo que significa ser un hombre, los recuerdos de antiguas aventuras amorosas, los días de infancia chapoteando en el río. Inconscientemente, podemos haber absorbido creencias que nos dicen que no somos lo bastante buenos, que las personas que valen la pena saben cómo vestir o cocinar pasta fresca, que sólo las mujeres delgadas son bellas, que los hombres de verdad saben cómo «meter en vereda» a una mujer. Según los partidarios de la tercera oleada, si aprendemos conscientemente a reconocer los efectos insidiosos de estas creencias, ya no las veremos como algo inherente a nosotros mismos y nos podremos librar de ellas. Éste es el tipo de «conversación liberadora» que los partidarios de la tercera oleada esperan mantener con sus clientes.

Una ideología convincente y políticamente correcta es una cosa; tener un impacto inmediato en la vida de las personas con problemas es algo más. Durante años, los terapeutas se han dedicado a filosofar sobre temas como «la epistemología» y «la construcción social de la realidad» con muy poco impacto en la práctica cotidiana. Pero la terapia narrativa se ha convertido en el método más visible de la tercera oleada a causa de su capacidad para transformar la ideología en acción, de hacer que ocurra algo distinto en la consulta del terapeuta. Los métodos narrativos parecen ayudar al terapeuta a no enzarzarse en luchas improductivas y le permiten evitar uno de los mayores riesgos de esta profesión: dejarse atrapar por la desesperación del cliente.

El psicólogo ericksoniano Steve Gilligan describe así la influencia que ejercen algunos clientes en sus terapeutas: «Desde el momento en que entran por la puerta empiezan la inducción. Hola, soy la depresión en persona. Siempre he sido la depresión. Siempre seré la depresión. Cuando me mires, no verás más que la depresión. Poco a poco, irás entrando profundamente en el trance de la depresión». Cuando ocurre esto, es probable que nos sintamos tan desalentados y atascados como el cliente. Pero separar a los clientes de las etiquetas que traen consigo no es tarea fácil y el atractivo del método narrativo puede que proceda, en gran medida, de su excepcional capacidad para producir y mantener esa separación.
Durante años, críticos de la psiquiatría como Thomas Szasz, Erving Goffman y Jay Haley han clamado contra los peligros de etiquetar a las personas y contra la profecía auto-cumplida de considerar a alguien «fronterizo» o «esquizofrénico». Según estos críticos, estas etiquetas estáticas y generalizadas minan las creencias en las posibilidades de cambio de todos los implicados. Al principio, los terapeutas familiares y otros terapeutas de la segunda oleada intentaban prescindir de las etiquetas individuales o trataban de replanterlas como el re- sultado de procesos sistémicos o interactivos. Pero las etiquetas no desaparecen por el simple hecho de que prescindamos de ellas o las replanteemos. No sólo se atienen a las etiquetas las compañías de seguros; también el cliente puede estar atrapado por ellas. Mientras que un terapeuta puede decidir que es más fácil tratar a «una niña que no come» en lugar de «una anoréxica» o a una persona que está «alicaída» en lugar de una persona que sufre una «depresión clínica», a veces el cliente puede interpretar esta actitud como una señal de que el terapeuta no le comprende o no le escucha: «Oiga, que lo que tiene mi niño es un "trastorno de déficit de atención". ¡No me estará diciendo usted que eso no existe! ¡y qué le va a sobrar energía! ¡Lo que le pasa es que es un niño "hiperactivo"!». Las etiquetas suelen dar a los clientes la sensación de que se reconoce la gravedad de sus problemas y también hacen que sientan afinidad con otras personas que tienen problemas similares: «O sea que lo mío es un caso de X y no Soy el único que tiene flashbacks y siente esos impulsos? ¡Pues vaya! i Siempre había creído que era un caso único y que no había nadie más como yo!».

El sello distintivo del método narrativo es el lema «el problema no está en la persona; el problema está en el problema». Mediante el empleo de su técnica más Conocida, la externalización, los terapeutas narrativos pueden reconocer el poder de las etiquetas y, al mismo tiempo, evitar caer en la trampa de reforzar el apego que el cliente siente por ellas y de permitir que se desentienda de la responsabilidad de su conducta. La externalización permite ver al cliente como una persona que tiene partes incontaminadas por el síntoma, es decir, como alguien que no está determinado y que es responsable de las elecciones que hace en relación con el problema.

«Las ideas narrativas se prestan al respeto ya la potenciación, pero no sólo para el cliente, sino también para el terapeuta», dice el psicólogo Richard Ruhrold, director clínico del Bowen Center de Indiana. Después de aprender a utilizar la externalización, la aplicó en el caso de una familia que describía la actitud de su hijo adolescente como «puñetera»... Así que decidimos dar al problema un nombre propio: "la puñetería", dice Ruhrold. Además, añade lo siguiente:

Antes habría tenido una imagen más negativa de ese muchacho y, como hacía su familia, hubiera considerado que el problema era él. Sin embargo, al emplear la externalización, la familia y yo nos encontramos comentando hasta qué punto había llegado «la puñetería» a dominar la vida del chico causándole muchos problemas a él mismo, a su familia y a los demás. Con bastante rapidez, nos enfrascamos todos en una discusión sobre la mejor manera de que el joven se pudiera ayudar a sí mismo y cómo podría ayudarle cada miembro de la familia «a combatir "la puñetería"». Fue una sesión muy positiva y productiva. De esta discusión surgió una atmósfera de colaboración que probablemente no hubiera surgido en caso de haber considerado que la fuente del problema era el muchacho o su misma familia.

La externalización también ayuda al terapeuta a establecer alianzas con los clientes difíciles. Craig Thompson, un terapeuta del hospital de Des Moines que trabaja con adolescentes que han cometido abusos sexuales, cuenta el caso de un cliente «resistente» que se negaba a cooperar y se ponía a la defensiva cuando los otros miembros de su grupo de terapia intentaban plantearle alguna cuestión. Entonces Thompson empezó a utilizar con él la externalización, preguntándole cómo había caído bajo el influjo de <la perpetración» y cómo se había resistido a ella. Según Thompson, «empezamos a observar que el muchacho adoptaba una postura menos defensiva y más cooperadora dentro del grupo. Escuchaba más lo que le decían sus compañeros de grupo y aceptaba la responsabilidad de sus acciones. Antes el chico tenía la idea de que era una persona mala y que nunca podría ser bueno. Pero cuando empezamos a exteriorizar "la perpetración", aquella idea se convirtió en "en el fondo eres bueno y estas cosas te pueden ayudar a resistirte a 'la perpetración' ". Eso nos dio, tanto a él como a nosotros, un poco de esperanza de conseguir un cambio».

«Lo irónico -dice el terapeuta familiar canadiense Karl Tomm- es que esta técnica es al mismo tiempo muy sencilla y muy complicada. Es sencilla en el sentido de que, en el fondo, supone una separación lingüística entre el problema y la identidad personal del paciente. Lo difícil y complicado es encontrar los medios precisos para lograr esa separación: es necesario que el terapeuta utilice el lenguaje de una manera muy cuidadosa durante la conversación terapéutica.» Un terapeuta breve que conozco intentó emplear sin éxito la externalización después de leer el libro de White y Epston Narrative Means to Therapeutic Ends (1990, Norton). «Hacía la externalización y como si nada. -decía- El cliente se me quedaba mirando sin comprender: "Así que he caído bajo el influjo de la depresión. Muy bien, ¿y qué?", me de- cían. Estaba claro que faltaba algo, pero no sabía qué.» Lo que muchos terapeutas no comprenden es que, como explica Karl Tomm, «lo que tiene de nuevo el método narrativo es que proporciona una sucesión deliberada de preguntas que de una manera sistemática producen un efecto liberador en las personas». Seguir esta sucesión terapéutica es como construir un arco ladrillo a ladrillo. Si intentamos dar los últimos pasos sin haber dedicado tiempo y paciencia a los primeros, el arco se vendrá abajo.

Así es como veo yo la ESTRUCTURA FUNDAMENTAL DEL MÉTODO NARRATIVO:

La colaboración con la persona o la familia empieza encontrando un nombre para el problema que sea mutuamente aceptable.
A un niño que tiene fuertes berrinches se le puede preguntar: «Así que don Enfado te ha convencido para que te tires por el suelo y empieces a dar patadas, ¿eh?». A una persona que ha estado sufriendo alucinaciones paranoicas, le podríamos preguntar: «Cuando la paranoia le susurra al oído, ¿usted siempre le hace caso?». Al principio, el paciente y su familia pueden insistir en atribuir el problema a la propia persona, pero el terapeuta narrativo insistirá suavemente en la dirección contraria desvinculando lingüísticamente a la persona de la etiqueta del problema y el cliente pronto empezará a hacer suya esta imagen exteriorizada del problema.

Personificar el problema y atribuirle malas intenciones y tácticas.
A continuación, el terapeuta empieza a hablar con la persona o la familia como si el problema fuera otra persona con una identidad, una voluntad, unas tácticas y unas intenciones destinadas a oprimir o dominar a la persona o la familia. Con frecuencia, el terapeuta empleará metáforas o imágenes que ayuden a dar vida a ese proceso tanto para él como para el cliente; por ejemplo: «¿Cuánto tiempo te ha estado mintiendo la anorexia?» o «Ese matón del alcoholismo, ¿cómo mangonea a tu familia?».

Esto hace que la persona y quienes la rodean dejen de identificar a la persona con el problema y aumenta la motivación para cambiar. Por ejemplo, si en el trabajo de Epston con Rhiannon la chica hubiera seguido identificándose con la anorexia, se habría defendido contra cualquier intento de cambiar por considerarlo un ataque contra ella misma y su autonomía. En cambio, las preguntas externalizadoras de Epston separaban su identidad y la del problema atribuyendo unas intenciones malas y arteras a la anorexia: así pudo emplear esa energía defensiva en luchar contra el problema.

Investigar c6mo ha conseguido el problema perturbar, dominar o desalentar a la persona y o la familia
El terapeuta, antes de intentar cambiar la situación, averigua cómo ha conseguido el problema dominar a la persona y forzarla a hacer o experimentar cosas que no le gustan. El terapeuta puede preguntar a cualquiera de los presentes cuáles han sido los efectos del problema en la persona y en ellos mismos. Esto permite reconocer el sufrimiento de la persona y las limitaciones que el problema impone en su vida y en sus relaciones; además, permite plantear más preguntas que ofrecen más oportunidades para crear la externalización; por ejemplo: «¿Cuándo le han convencido los celos para que haga algo de lo que se ha arrepentido después?» o «¿Qué trucos emplea la anorexia con su hija para apartarla de las personas que ama?», o «¿Qué mentiras le ha estado contando la depresión sobre su valía como persona?». El lenguaje empleado aquí no es determinista: el problema nunca hace o causa que la persona o la familia haga algo: únicamente influye, invita, dice, intenta convencer, emplea trucos, etc. Este lenguaje destaca las opciones de las personas y, en lugar de generar una sensación de culpa o determinismo, genera una sensación de responsabilidad. Si la persona no es el problema, pero mantiene una cierta relación con él, esa relación puede cambiar. Si el problema invita en lugar de obligar, se puede rechazar la invitación. Si el problema intenta convencer, sus argumentos se pueden rechazar. Este paso también aumenta la motivación. La familia y la persona se unen al terapeuta en su objetivo común de acabar con el dominio del problema en la vida de la persona y la familia.

Descubrir momentos en los que el cliente no está dominado o desalentado por el problema o su vida no está perturbada por él
Esto se parece al método centrado en las soluciones consistente en buscar excepciones al problema, con la diferencia de que en lugar de preguntar «¿Cuál ha sido el período más largo que has pasado sin drogas?», que es lo que haría un terapeuta orientado a soluciones, un te- rapeuta narrativo preguntaría: «¿Cuál ha sido el período más largo que has podido plantarle cara al mono?». Independientemente de la respuesta que se obtenga, el hecho es que se ha reforzado el supuesto de que el problema está separado de la persona. Poco a poco se empieza a crear una nueva realidad. Las preguntas típicas durante esta fase de la entrevista son: «Dime algo de las veces que no te has creído las mentiras que te cuenta la anorexia» o «¿Alguna vez habéis visto a X enfrentarse al monstruo de las rabietas?». Este paso muestra que el cambio es posible, destacando momentos en los que el problema no ha aparecido o se ha superado con éxito. Como decía William Burroughs, el lenguaje es un virus. Ahora es el virus de la exteriorización el que campa a sus anchas por el sistema terapéutico.
Encontrar pruebas hist6ricas que refuercen una nueva visi6n de la persona como alguien con la capacidad suficiente para enfrentarse al problema, derrotarlo o escapar de su dominio
Aquí es donde este método se hace verdaderamente interesante. Aquí es donde la identidad y la historia de la vida de la persona se empiezan a reescribir. Ésta es la parte narrativa. Los pasos anteriores se han empleado para preparar el terreno en el que plantar las semillas que permitan reescribir la idea que la persona tiene de sí misma. Los terapeutas narrativos emplean las pruebas que hayan descubierto sobre la capacidad de la persona como una entrada a un universo paralelo en el que la persona tiene una historia personal distinta, en el que es una persona competente y heroica. Para impedir que esto se reduzca a un mero replanteamiento insustancial de la vida de la persona, el terapeuta narrativo pide relatos y pruebas del pasado que demuestren que la persona ha sido realmente competente, fuerte y enérgica aunque no siempre fuera consciente de ello o no pusiera mucho énfasis en ese aspecto de su persona. El terapeuta hace que el cliente y la familia apoyen esta visión y le den cuerpo.
Los terapeutas orientados a soluciones enseguida pasarían al futuro en cuanto descubrieran una excepción en el pasado, contentándose con emplear esa excepción para resolver el problema. En cambio, el terapeuta narrativo quiere que esta nueva identidad personal tenga sus raíces en un pasado y en un futuro lo más luminosos posible. Las preguntas típicas podrían ser: «¿Qué me puede contar de su pasado que me pueda ayudar a comprender cómo ha conseguido dar estos pasos para enfrentarse con tanto valor a la anorexia?» y «¿Quién le conocía a usted de niño y no se sorprendería al ver que ha sido capaz de rechazar la violencia como la fuerza dominante en su relación»? .

Hacer que la persona y la familia especulen sobre el futuro que cabe esperar de la persona fuerte y capaz que ha ido surgiendo durante la entrevista
A continuación, el terapeuta narrativo ayuda a la persona o a la familia a especular sobre lo que les deparará el futuro ahora que la persona se ve como alguien fuerte y competente y qué cambios se producirán si la persona sigue resistiéndose al problema; por ejemplo: «Mientras sigas plantando cara a la anorexia, ¿en qué crees que se diferenciará tu futuro del futuro que la anorexia te tenía preparado?» o «El hecho de que X siga sin creerse las mentiras que le cuenta la ilusión, ¿cómo cree que influirá en su relación con sus amigos»?. El objetivo de este paso es cristalizar aún más la nueva visión de la persona y de su vida.

Encontrar o crear un público que perciba la nueva identidad y el nuevo relato
Puesto que la persona ha desarrollado el problema en un contexto social, es importante procurar que el entorno social apoye el nuevo relato y la nueva identidad que han surgido de la conversación con el terapeuta. Los terapeutas narrativos suelen escribir cartas al cliente pidiéndole consejo para ayudar a otras personas que padecen problemas similares y organizando reuniones con miembros de la familia y con amigos con el fin de lograr esta validación social. Algunas preguntas podrían ser: «¿A quién le podría usted contar su ingreso en la liga anti-dietas para celebrar su liberación de las imágenes corporales irreales?» y «¿Hay gente que te haya conocido cuando no estabas bajo el influjo de la depresión para que te ayude a recordar lo que has logrado y que la vida vale la pena?».

El terapeuta sigue empleando este proceso hasta que esté claro que ha «prendido» en la vida de la persona. La persona o su familia comunican que las cosas están mejorando en relación con el problema. La persona empieza a verse a sí misma de la manera nueva: más competente, con muchas más opciones, incluso cuando no se encuentra bajo la influencia directa del terapeuta. Esto puede pasar al cabo de unas sesiones aunque los terapeutas narrativos no se consideran terapeutas breves y están dispuestos a continuar con la terapia siempre que ellos y el cliente lo juzgen necesario.

A veces, para reforzar la nueva visión de la persona, se pide al cliente que documente su éxito en superar el problema (en cintas de audio o vídeo o por escrito) o que actúe como asesor de alguien que se enfrenta a un problema similar. Cuando pregunté a David Epston por la confidencialidad, me contestó: «Naturalmente, antes de hacer nada pedimos permiso a la persona. Pero las personas surgen de esta terapia como héroes y suelen desear que su heroísmo tenga algún tipo de reconocimiento social. En general suelen estar encantados de explicar sus experiencias a los demás».
Después de haber ofrecido esta fórmula, también debo hacer una advertencia: si la externalización se aborda como una mera técnica, no es probable que tenga unos efectos profundos. Si no creemos en el fondo de nuestra alma que la persona no es su problema y que sus dificultades son construcciones sociales y personales, entonces no veremos estas transformaciones. Cuando Epston o White entran en acción, vemos con toda claridad que están plenamente convencidos de que la persona no es su problema. Su voz, sus gestos, todo su ser irradian posibilidad y esperanza. Es indudable que se encuentran bajo el influjo del optimismo.

Al igual que ocurre con muchos otros métodos de terapia, hasta ahora sólo disponemos de pruebas anecdóticas y del entusiasmo de los seguidores de la terapia narrativa para respaldar su presunta efectividad. El único estudio formal que conozco se realizó con algunos de los pacientes psiquiátricos crónicos que Michael White trataba en el Glenside Hospital de Adelaida, Australia. En este estudio se encontró que los pacientes de White sólo permanecían una media de 14 días en el hospital en comparación con los 36 días de promedio de un grupo de control que había recibido una atención psiquiátrica normal. Estos son los únicos datos que tenemos hasta ahora.

También debo añadir que veo con escepticismo las repetidas afirmaciones de los terapeutas narrativos de que su terapia no es directiva. En las cintas que he visto, el terapeuta sigue un programa muy claro y sistemático -lo cual me parece perfecto- que es claramente directivo. Cuando pregunté a David Epston por qué sus clientes anoréxicas hablan tanto de campos de concentración y de sentencias de muerte cuando no lo hace ni una de las mías, me dijo con toda sinceridad que eran sus clientes quienes proponían esas metáforas. Pero, al ver vídeos y leer transcripciones de estas sesiones, he observado una y otra vez el momento en que el terapeuta presenta al cliente una metáfora nueva o un nuevo concepto. He estudiado con Milton Erickson y puedo reconocer la hipnosis cuando la veo. En general, los terapeutas narrativos se irritan cuando alguien les insinúa que emplean la hipnosis, pero es indudable que lo hacen (y sé muy bien de qué estoy hablando).

Lo que más me preocupa de la terapia narrativa es que, al igual que ocurre con muchos otros movimientos populares, muchos terapeutas la puedan emplear como un mero recurso ingenioso. «Nada hay más peligroso que una idea -escribió Emile Chartier- cuando es la única que se tiene.» Como esta técnica es relativamente fácil de aprender, los terapeutas se pueden dedicar simplemente a ir por ahí exteriorizando problemas, como hacían los primeros terapeutas familiares que se de dicaban a crear paradojas o proponer replanteamientos esperando que ocurriera algún milagro. Es inevitable que muchos terapeutas no capten la esencia de la terapia narrativa, su creencia fundamental en las posibilidades y capacidades de la persona para lograr el cambio y los efectos profundos que tienen la conversación, el lenguaje y los relatos tanto en el terapeuta como en el cliente.

Ahora que ya he aprendido a abrir la puerta de la externalización, me encuentro haciéndolo únicamente para los clientes que han organizado su identidad en torno a sus problemas: casos de esquizofrenia, de depresión grave, de mala conducta persistente o de trastornos ob- sesivo-compulsivos. No todos necesitamos revisar nuestra identidad y la mayoría de las personas a las que veo simplemente vienen para solucionar algún problema; sus preocupaciones no abarcan toda su vida ni la definen. Pero en los casos más graves y difíciles, cuando mis clientes o yo mismo hemos sido inducidos a considerar a la persona un caso «imposible» o crónico, la externalización nos puede ayudar a todos a evitar el desaliento y la desesperación.

Justo después de haber aprendido el método narrativo, una mujer me fue enviada por un psicólogo que no quería seguir viéndola porque estaba muy preocupado por cuestiones de responsabilidad legal. Joanne estaba siendo tratada con varios fármacos antidepresivos y antipsicóticos y el psicólogo me dijo que, en su opinión, necesitaba a diario una terapia de apoyo que la ayudara a vencer la compulsión de matar a su novio. Al parecer, algunas de las ideas a las que había sido expuesta mientras estudiaba chamanismo se habían distorsionado hasta convertirse en unos terribles delirios y compulsiones. Creía que muchas de sus acciones e incluso los colores de la ropa que llevaba estaban dando a su novio poder sobre ella y no sólo en esta vida sino en todas sus encarnaciones futuras. Si se daba una ducha y después rozaba el borde de la cortina de la bañera, estaría bajo el poder de su novio a menos que se volviera a duchar. y tampoco podía romper con él: eso no haría más que reforzar su poder sobre ella en futuras reencarnaciones. Creía que la única manera de librarse de él era matarlo. Luchaba con gran denuedo, noche tras noche, para resistirse a este impulso, pero me dijo que creía que lo tendría que hacer pronto.

A causa de mis frecuentes viajes, sólo podía ver a Joanne una vez al mes. Durante las primeras sesiones estaba en plena crisis, esforzándose por superar sus impulsos homicidas o suicidas. Como buen terapeuta orientado a soluciones, busqué sus puntos fuertes y sus capacidades porque era evidente que los tenía. Le pregunté cómo había sido capaz de salir adelante hasta entonces y me dijo: «Porque puede que sea un bicho raro, ¡pero es que además soy la hostia!» y los dos nos reímos con ganas. Cuando se veía conmigo se encontraba mejor y decía no sentirse tan desanimada, pero la situación seguía siendo muy difícil. A veces podía tener algo a lo que agarrarse tras nuestras sesiones, pero sus delirios seguían siendo tan fuertes como siempre. Yo la veía como una persona competente y capaz, pero que estaba en una situación crítica permanente. Empecé a temer que se pudiera suicidar.

Decidí aplicar lo que había aprendido en los talleres de terapia narrativa y emplear un proceso interrogador disciplinado. Ya había probado la externalización una o dos veces con mis clientes, pero se había parecido más aun truco del lenguaje que a otra cosa y, al no tener éxito, lo dejé correr enseguida y probé algo más. Esta vez, con ella, seguí empleando sistemáticamente las preguntas como un instrumento muy bien afinado.

No paré de preguntar a Joanne cómo se habían conjurado el temor, los delirios y las compulsiones para convencerla de que tenía que hacer lo que le decían. Al principio, Joanne estaba convencida de que ella misma era el problema y que su vida se estaba yendo a pique. Pero, cuando insistí, empezó a hablar de la persona que siempre había sido por debajo de todo eso, una persona que quería amar y ser amada. Me dijo que al final de la adolescencia había sido hospitalizada varias veces por haber sufrido anorexia, bulimia y adicción al alcohol y a otras drogas, pero que lo había podido superar aunque no sabía cómo. Yo destaqué esto como una prueba de que era una persona capaz de superar grandes problemas; sin embargo, seguía estando convencida de que tenía que matar a su novio.

Entonces, una noche, mientras luchaba contra el impulso de levantarse de la cama e ir a por su novio para matarlo, tuvo una conversación consigo misma. Estaba totalmente convencida de que tenía que matar a su novio, pero, al mismo tiempo, comprendía con claridad que no era «una de esas personas que hacen daño a los demás». Decidió hacer un acto de fe y considerar que sus delirios no eran reales. Aunque tuvo que seguir luchando contra ellos, poco a poco fue saliendo de la crisis. Encontró trabajo en una panadería y por fin, después de unos meses, pudo romper con su novio.

Hoy en día aún conserva su trabajo y supervisa a doce personas. Cuando le pregunté qué la había ayudado a enfrentarse a su compulsión a matar, me habló de la noche que se había quedado despierta preguntándose quién era. «Por mucho que creyera en aquellos delirios y estuviera convencida de que eran verdad, sabía que no era una asesina -dijo- Llegó un momerito en que tomé la decísión de que no haría daño a nadie, me sintiera como me sintiese, porque simple y llanamente no soy así.»

En el transcurso de nuestro trabajo había dejado de identificarse con sus delirios y éstos dejaron de formar parte de la imagen que tenía de sí misma. En su lugar, empezó a ganar importancia otra parte de ella que también había sido siempre real: su experiencia de ser una persona buena y cariñosa. En las semanas y meses que siguieron, trabajamos juntos profundizando en la sensación de que había pasado por estas cosas tan horribles para ayudar a los demás. Y, mientras aplicaba las técnicas que había aprendido de Epston -exteriorizar el problema y potenciar esa nueva imagen de Joanne-, mi propia identidad como terapeuta también cambió. Ya no tenía que elegir entre trabajar a fondo o trabajar con eficacia; como me hubiera dicho David Epston desde el principio, comprendí que era capaz de mucho más de lo que había creído.



BIBLIOGRAFÍA SOBRE TERAPIA NARRATIVA

FREEMAN, EPSTON, LOBOVITS (2001)
Terapia narrativa para niños. Aproximación a los conflictos familiares a través del juego”. Paidos

WHITE, M. (1994)
Guias para una terapia familiar sistémica”. Gedisa

WHITE, M. (2002)
El enfoque narrativo en la experiencia de los terapeutas”. Gedisa

WHITE, M. (2002)
Reescribir la vida. Entrevistas y ensayos”, Gedisa




Bill O'Hanlon


Terapia y Construccionismo Social